La torre prohibida (22 page)

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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

La figura de su casa apareció ante sus ojos como una más de aquellas construcciones gemelas que poblaban la calle a ambos lados, pequeños reductos ganados al desierto. No había en ella nada anormal, pero a Jack le pareció extraña. Tétrica bajo los malos presagios que surcaban su mente, como densos y negros nubarrones de tormenta. Dejó el coche en la rampa del garaje y, sin cerrarlo ni coger su teléfono móvil o el cofre, cruzó corriendo el pedazo de recio césped hacia la entrada principal. La puerta estaba abierta.

—¡Amy! ¡Dennis! —gritó desde el recibidor.

No hubo respuesta. Dentro no se oía el menor ruido. Pero, si no estaban en casa, ¿por qué habrían dejado la puerta abierta?

—¡Cariño! ¡Soy yo!

Desde el salón, Jack se dio cuenta de que en el umbral de la cocina había un vaso roto, con un charco de leche sobre el suelo. Estaba medio reseco, como si hubiera caído hacía horas.

—¡Amy! —volvió a gritar Jack, al pie de la escalera que conducía al piso superior.

Ya arriba, vio otra cosa que aumentó su desasosiego: un jarrón roto en medio del pasillo y unas extrañas marcas en la pared. Parecían arañazos.

Al fondo, la puerta entreabierta de su dormitorio impedía alcanzar con la vista el interior. La persiana estaba bajada y apenas había luz. Pero, por el hueco, le pareció vislumbrar un brazo extendido e inerte. Se lanzó hacia allí y empujó la puerta con ímpetu.

Entonces, todo volvió a ser normal. Amy estaba sentada en el tocador. Se giró hacia Jack, le sonrió, se limitó a decirle «hola» y se puso a peinarse de nuevo. Desde el umbral, aturdido y con el corazón palpitándole a toda velocidad, Jack se volvió hacia el pasillo. El jarrón roto no estaba allí. Ni los arañazos en la pared.

—¿Dónde está Dennis? —preguntó, aún angustiado.

—En su cuarto —dijo Amy como si fuera algo obvio.

Jack tuvo que refrenarse para no ir corriendo hasta la habitación del niño. Aunque no pudo contenerse del todo y dio unas enérgicas zancadas para cruzar el resto del pasillo. Dennis estaba jugando en el suelo, con sus juguetes desparramados sobre la alfombra.

—¡Papi! —gritó al verle entrar.

Jack apenas pudo hablar sin que se trasluciera lo alterado que se encontraba.

—Hola, renacuajo.

—Juegas conmigo, papi?

Antes de que Jack pudiera contestar, todo cambió de nuevo. Dennis desapareció. Él y todos sus juguetes. La habitación misma cambió. Jack se quedó petrificado, mirando unas paredes desnudas y pintadas de un blanco tan frío como la nieve. El espacio que ocupaba la cama de su hijo era ahora un hueco, por delante de una vulgar estantería de metal repleta de cachivaches, cajas, frascos, algún pequeño electrodoméstico, carpetas…

Como si lo que veía no le bastara, Jack se colocó en el centro de la habitación y se giró en redondo. En un ahogado susurro exclamó:

—¡Dennis…!

Completamente desquiciado —consciente de su estado y de su necesidad de ayuda urgente—, regresó a su dormitorio, en busca de Amy. Ella seguía allí, pasándose un viejo cepillo de plata, heredado de su abuela, por el hermoso pelo castaño.

—Amy… —dijo con la voz quebrada—. Te necesito.

Esta vez, ella sí se levantó. Dejó el cepillo sobre el tocador y fue hasta su marido. Lo abrazó cariñosamente.

—¿Qué es lo que sucede?

Jack se separó un poco para mirarla a los ojos.

—Ya no puedo más… Tengo que hacer caso del doctor Jurgenson. Tengo que ir a esa clínica…

—¿Qué clínica, Jack? ¿Quién es ese doctor del que hablas?

Ella parecía no saber nada del médico, ni de su recomendación de que Jack ingresara en una institución especializada en tratar desórdenes mentales como el suyo. ¿Cómo era posible que no conociera a Jurgenson? Él le había ayudado cuando regresó de Níger. Una terrible sospecha emergió en la mente de Jack.

—¡¿Dónde está Dennis?! —gritó.

—¿Dennis? ¿Quién es Dennis?

Los ojos de Amy mostraban un absoluto desconocimiento, además de la más honda preocupación. Un escalofrío recorrió la espalda de Jack. Insistió, aunque sabía que era inútil.

—¡Nuestro hijo…!

—Pero, cariño, nosotros no tenemos hijos.

Oír lo que había sospechado de los labios de Amy fue demasiado para Jack. Se quebró por completo. Sintió que le faltaba fuerza en las piernas. Se desplomó y quedó se rodillas, sólo sujeto por la misma Amy, que evitó que cayera al suelo como un fardo. Ella le ayudó a alcanzar la cama. Jack se tendió en el colchón como un niño pequeño, encogido y con la mirada perdida.

—¡Qué te pasa, Jack! ¡Me estás asustando!

—Dennis, Dennis… —repitió él, ausente.

—Sabes que perdí al niño. ¿Qué te ocurre? De eso hace ya mucho tiempo.

Jack la miró como si su mirada se dirigiera a una sima sin fondo.

—¿Un aborto? ¿Y por qué no…?

No pudo terminar la pregunta, pero Amy comprendió muy bien a qué se refería.

—Cuando volviste de Níger estabas… Decidimos esperar, Jack. ¿Es que no lo recuerdas? —Ella se sentó en la cama, al lado de su marido, y lo abrazó inclinándose sobre él—. Sí, tienes razón. Deberíamos llamar a ese médico que has mencionado. Quizá él pueda ayudarte. ¿Quieres llamarle ahora?

Amy esperó unos segundos a que Jack pronunciara un casi inaudible «sí» e hiciera un gesto de afirmación. Entonces se levantó y salió del dormitorio.

—Voy a buscar el inalámbrico.

Desapareció por la puerta hacia el pasillo. Jack se quedó mirándola desde la cama, en posición fetal. Vio cómo se alejaba y desaparecía al fondo, por las escaleras que llevaban abajo.

Hundió el rostro en el edredón. Se secó en él los ojos. Luego hizo un esfuerzo supremo y se incorporó. Se echó a un lado y consiguió levantar la espalda para quedar sentado en el colchón. No oía a Amy, que debía de estar buscando el teléfono.

Sabía que su estado mental había llegado al límite de la cordura. Se sentía perdido, como un náufrago a merced de unas olas hostiles y amenazadoras, en mitad de un océano sin ninguna tierra alrededor. De pronto, tuvo el impulso de volver a la habitación de Dennis. De ese hijo que, al parecer, nunca había existido más allá de su imaginación. Ese hijo que nunca pasó de ser un feto, muerto antes de nacer, sin ni siquiera la oportunidad de luchar en una vida que, a menudo, es menos deseable que la negrura.

La paz de la negrura y el olvido…

—¡Ah! —gritó Jack.

Había caminado pesada y sombríamente hasta el cuarto de gélidas paredes blancas y vulgares estanterías de metal. Pero ahora todo eso había desaparecido. Era de nuevo la habitación alegre de un niño, con las paredes decoradas con dibujos infantiles, un luminoso color azul pastel y juguetes desperdigados por todas partes.

Pero Dennis no estaba allí.

Jack corrió hacia fuera, con un nuevo chorro de adrenalina en las venas. Su mente se resistía a dar esa imagen por falsa. La falsa podía muy bien ser la otra, la de la habitación sin vida. Si era así, nada le importaba su enfermedad. Haría lo posible, lo necesario por curarse. Y, si no, su hijo viviría por él. Su existencia no habría sido estéril.

Atravesó el pasillo llamando a Amy. Pero ésta no contestó. Abajo, Jack vio de nuevo la leche desparramada en la cocina. Miró en derredor mareado, con la sensación de que la estancia giraba en torno a él. Volvió a las escaleras. En el pasillo que acababa de dejar atrás estaban otra vez el jarrón roto y las marcas de arañazos en la pared. Siguió avanzando hacia su dormitorio. La puerta estaba entornada. La empujó con furia.

Y entonces lo vio. Lo vio todo. De un solo golpe.

—¡NOOO!

Lo que salió de su garganta fue el aullido de una bestia herida. Un alarido inhumano ante a una escena inhumana: Amy yacía boca arriba sobre la cama, con los brazos y las piernas extendidos, cubierta de sangre. Le habían cortado el cuello y abierto su pecho y su vientre en canal. Sus ojos estaban muy abiertos y su expresión mostraba un atroz terror previo a la muerte. Tenía alguna clase de paño metido a presión en la boca y, en la frente, el orificio perfectamente redondo de un disparo.

Jack la cogió entre sus brazos y la apretó contra sí. Empezó a acunarla como si fuera una niña pequeña, llorando y gritando.

—¡Dennis! —exclamó de pronto, con la mirada perdida.

Se incorporó y corrió a su habitación. El niño no estaba allí, aunque los juguetes seguían desparramados por el suelo. Frenético, Jack abrió el armario y lo removió todo como enloquecido. Salió del dormitorio y corrió de nuevo por el pasillo, sin saber dónde buscar. La puerta del cuarto de baño también estaba entreabierta. Entró en él, dio la luz y cayó de rodillas sobre las baldosas de mármol. Dennis estaba dentro de la bañera, cubierto por el agua, en el fondo, ahogado y con un fuerte golpe en su cabecita.

Jack lo sacó y lo puso sobre el suelo. No sabía cuánto tiempo llevaba en el agua. No respiraba y su piel estaba azulada, pero aun así empezó a hacerle un masaje de corazón y a insuflarle aire en los pulmones. Estuvo así hasta que aplastó el pecho del niño sin conseguir nada.

Entonces se aovilló junto a él en el suelo, otra vez en posición fetal, llorando de rabia y desesperación. Amy y Dennis estaban muertos. ¿Era ésa la realidad? ¿La auténtica realidad?

Al menos, en aquel preciso instante, lo era.

Capítulo 30

J
ack emergió dando tumbos del interior de la casa del guarda. Allí dentro no había nada más que ver. La mezcla de olor a putrefacción y calor macerado empezaba a ponerle enfermo, a pesar de que llevaba la camisa tapándole media cara.

Oyó que Julia le llamaba. Se había retirado a una distancia considerable, bajo unos árboles, esperando a que él saliera. Se apresuró a ir hacia ella y alejarse del chamizo. Así debían de apartarse de las viviendas aquejadas por la peste negra los supersticiosos pobladores de la Europa medieval.

—Tienes mala cara —dijo ella—. ¿Qué había dentro?

—Creo que sí es la casa del guarda. Había una cama. Y una especie de cocina… Con un plato de carne cruda, un cuchillo manchado de sangre seca y unos animales medio podridos colgados del techo.

No se detuvieron donde Julia se encontraba. En cuanto Jack llegó a su altura, ambos se pusieron de inmediato a caminar.

—Igual está abandonada —dijo ella.

—Puede ser. Pero uno de los animales tiene un aspecto bien fresco… Hay un perro colgado ahí dentro, con un lazo alrededor del cuello. Seguramente es la misma cuerda que usaron para partírselo. Y el pobre animal está medio comido. ¡Un perro, por amor de Dios! Aquí no nos comemos a nuestras mascotas.

Jack se dio cuenta de que estaba enfadado. No por la sed, ni el calor cada vez más intenso, ni tampoco por el olor fétido que se había adherido a sus ropas. Ni siquiera por el maldito perro colgado del techo. La verdadera razón de su arrebato era que estaba harto de toparse con un nuevo misterio siempre que intentaba resolver otro. Y lo peor es que se le estaban acumulando. Aún no había sido capaz de resolver ninguno.

—¡Joder! —exclamó de pura frustración. Era su sentimiento más habitual desde que estaba en la clínica—. No entiendo cómo has podido pasar aquí tres años sin intentar marcharte. Yo ya me habría vuelto loco hace mucho.

Era un comentario retórico, pero Julia contestó.

—Quizá estemos todos locos, Jack. Incluida yo. O hasta tú. Puede que por eso nos hayan traído aquí.

Era una idea inquietante. En especial, por no resultar completamente descabellada. Que fueran unos locos —algunos de ellos incluso peligrosos, como Maxwell—, explicaría, al menos en parte, varios enigmas. Como la falta de visitas o el hecho de que la clínica se encontrara aislada del resto del mundo. Un loco no puede saber que lo está si todos los demás a su alrededor están tan locos como él.

Jack pisó algo que crujió bajo su zapato. Al bajar la vista comprobó que se trataba de un pequeño animal muerto. Otro conejo, como los que pendían del techo en la cabaña del guarda. Pero éste ya había terminado de pudrirse y estaba reducido a una carcasa reseca y quebradiza. No obstante, revoloteaba a su alrededor una bandada de moscas de color verde, ávidas por extraer hasta el último nutriente de la piel y los huesos enjutos.

Ver esas moscas le trajo a Jack un recuerdo muy vivido del día en que llegó a la clínica. Cuando aquel enorme enjambre de millones de insectos de todo tipo envolvió el coche donde viajaba. Rememorar el zumbido siniestro y el ruido que hacían al aplastarse contra la carrocería le hizo sentir, como entonces, picores fantasma por todo el cuerpo. Se rascó sin darse cuenta con una mano, mientras alzaba la otra para señalar hacia la verja, ya muy próxima.

—Esté loco o no, no pienso esperar más. Voy a salir ahora mismo de aquí y me voy a tomar un litro de cerveza en el primer bar que encuentre. ¿Vienes conmigo o te quedas?

La pregunta de Jack iba más allá de cruzar la verja. Lo que pedía a Julia era un compromiso con él. Una alianza. No descansar hasta haber descubierto toda la verdad. Porque, a pesar de los muchos disparates de Maxwell, éste tenía razón en que no hay nada más importante que la verdad.

Era discutible si Julia entendía o no el desafío de Jack en los términos en que él lo planteaba. Pero, en cualquier caso, no vaciló al contestar:

—Para mí, cerveza helada.

La caseta de vigilancia junto a la verja se hallaba vacía. En principio era una buena noticia. Eso les evitaría darle al guarda explicaciones o tener un eventual enfrentamiento con él si se negaba a dejarles salir. El inconveniente era que las dos hojas de la puerta estaban aseguradas con una gruesa cadena y un candado robusto. Podían olvidarse de intentar romperlos con una piedra. Iba a tocarles escalar y cruzarla por encima.

Julia había llegado a la misma conclusión. Estaba ya encaramada a los barrotes. Subió por ellos con agilidad, apoyándose en otras barras que cruzaban la puerta en horizontal. Jack decidió esperar a que superara el tope de la verja y empezara a descender. Temía hacerla caer si se lanzaba a escalar la puerta al mismo tiempo. Mientras esperaba, se fijó en un tramo de carretera al otro lado del muro, a unos cien metros de distancia. Lo habían alquitranado. La capa de brea tenía aspecto de ser reciente, porque su superficie negra emitía destellos coloridos. Lo inusual era que se extendiese también más allá de los límites del camino de grava, que se veían igual de ennegrecidos. Con lo seco que estaba todo, quizá aquella parte se hubiera quemado cuando vertieron la brea. Esta reverberaba, como si todavía estuviera caliente. No es que nada de eso fuera extraño, pero aun así…

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