Un condenado a muerte escapa del furgón que lo trasladaba para ser fusilado y se adentra en un solitario páramo huyendo de la policía.
Allí descubre un pueblo abandonado en el que ve el refugio perfecto. Pero pronto descubrirá el misterio que encierra aquel lugar y que escapar de la ley será el menor de sus problemas.
'La tumba del niño' es una historia de terror de las que es mejor no contar demasiado. Atmosférica y sorprendente, hará que nunca vuelvas a ver a un niño con los mismos ojos.
Eugenio Prados
La tumba del niño
ePUB v1.2
AlexAinhoa30.01.13
Título original:
La tumba del niño
© 2012, Eugenio Prados
Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.2)
Corrección de erratas: AlexAinhoa
ePub base v2.1
El preso
El preso saltó del furgón en marcha con la luna como único testigo y el asfalto lo recibió con un golpe seco. Con las manos esposadas cubriéndose la cabeza y las piernas encogidas, rodó varios metros y quedó estirado todo lo largo que era. Luego se puso en pie y comenzó a correr, sin la certeza de si lo hacía en la dirección correcta.
Las voces a sus espaldas gritándole «¡quieto!» «¡alto!» y «¡fuego!» le indicaron que la suerte le acompañaba. Los disparos que le rozaron la oreja, el costado y la entrepierna, le advirtieron de que tal vez no por mucho tiempo.
Escuchó cómo el furgón giraba y se enfilaba hacia él. La carretera se abría invisible, distinguiéndose solo las líneas pintadas sobre la calzada que aparecían bajo sus pies como fantasmas. No había ningún coche en el carril contrario. Tampoco farolas ni señales. Solo los potentes faros del furgón acercándose y alumbrando todo como un amanecer.
Con las manos unidas balanceándose junto al pecho, el preso avanzó en las tinieblas como si dentro de ellas se encontrara su salvación. Los músculos de las piernas le ardían, pero siguió corriendo, expulsando gotas de sudor que eran engullidas por el brillo de los faros.
«Tendría que estar muerto», pensó. El vehículo solo tenía que acelerar un poco y lo atropellaría. ¿A qué esperaba? Descubrió el motivo cuando los faros iluminaron mejor el camino. No estaba corriendo, como creía, por el centro de la carretera, sino por el borde. Demasiado en el borde. Miró hacia el vacío y observó la boca de un precipicio sin fin. El furgón temía dar un acelerón y despeñarse, por eso le presionaba para que se apartara de allí.
Desde el vehículo unas voces gritaron «¡alto en nombre de la ley!»; «¿pero es que te has vuelto loco?»; «¡no empeores las cosas!». Otras le aullaron que era hombre muerto, que a ellos no les jodía nadie, que cuando lo atraparan lo matarían y lo enterrarían bajo una roca. Los primeros censuraron aquellas palabras. Los segundos replicaron. Empezaron a discutir entre ellos. Entonces uno sacó la mano por la ventanilla empuñando una pistola, y zanjó la discusión disparando cuatro tiros en dirección al preso.
La noche se tragó las balas y el cuerpo del fugitivo. El furgón frenó en seco y las ruedas dibujaron una firma de rabia en el asfalto. Bajaron los cuatro agentes, y con unas linternas y los faros del vehículo como única luz, recorrieron el borde de la carretera que daba al precipicio. Miraron hacia abajo y dando puntapiés a las piedras calcularon la profundidad de la caída. Negaron con la cabeza, y antes de enzarzarse de nuevo los unos contra los otros, dijeron que de ahí no se salvaba ni Dios.
—¿Pero cómo ha escapado? —preguntó el primero de los agentes—. ¿Cómo ha conseguido abrir la puerta?
—Tú eras el encargado de cerrarla, ¿no? —replicó el segundo.
—Por eso mismo. Lo hice nada más meterlo dentro.
—Pues lo hiciste mal.
—Oye, no permito que me hables así.
—Solo te digo que no la cerraste bien.
—Lo hice.
—¿Y qué más da? —dijo el tercer agente—. Ese desgraciado ya está muerto. Le he dado y ha caído por el precipicio.
—¿Y tú por qué has disparado? —dijo el segundo policía.
—Era un condenado a muerte —respondió el tercer agente con tono cansado—. Lo trasladábamos a la cárcel. Lo iban a fusilar dentro de tres días. Era un asesino. Sólo hemos adelantado su ejecución.
—Pero la ley —tartamudeó el primer agente—… Dios, nos vamos a meter en un buen lío.
El tercer agente iba a replicar, cuando el cuarto policía, que mientras los demás discutían no había hecho otra cosa que permanecer quieto en el borde del abismo, dijo:
—Tenemos que encontrarlo.
—¿Ahora? —protestó el tercer agente—. ¿En medio de la noche? Ya vendremos mañana. Un cadáver es un cadáver. Ya te he dicho que le he alcanzado y…
—Ahora. Vivo o muerto. Y tú abrirás el camino. Buscaremos una bajada. Tiene que haberla. E id pensando en una buena historia para cuando lo encontremos.
Protestando, los agentes comenzaron a andar, cuando el cuarto policía, el jefe, que con su sola presencia controlaba a los demás, paró los pies al primero de ellos.
—Tú te quedarás aquí y vigilarás el furgón.
La vergüenza por su despiste, aunque él estaba seguro de haber cerrado bien la puerta, y un súbito temor a pasar las siguientes horas recorriendo aquel solitario paraje, hizo que el policía solo expulsara entre dientes un leve:
—Mierda.
—Sí, mierda —respondió el jefe, y comenzó a caminar junto al resto de sus hombres, alejándose del furgón y perdiéndose en la noche.
Seis metros bajo los policías, el preso los escuchaba agazapado en una roca. Esta sobresalía del despeñadero no más de cuatro palmos y allí había caído cuando escuchó el primer disparo. Se lanzó al vacío sin pensarlo, chocando de boca contra la dura piedra.
La densa oscuridad lo había ocultado de la luz de las linternas y no movió un músculo hasta que escuchó alejarse los pasos. Después recorrió con las manos esposadas su cuerpo en busca de alguna herida de bala. Por suerte, todo estaba en orden. Palpó luego la superficie de la roca que se abría a cada lado. No sabía qué había más allá de donde estaba acurrucado. Tal vez solo se había salvado de los disparos para acabar en un lugar aún peor: un saliente aislado en la pared de la montaña; un pedazo de roca sin escapatoria donde moriría de hambre.
La vista se acomodó a la falta de luz. No veía la luna, pero su pálido reflejo se proyectaba sobre el paisaje y dibujaba siluetas que su imaginación se encargó de completar. Miró hacia el abismo sobre el que flotaba y distinguió unas formas. Parecían unos arbustos, o tal vez rocas cubiertas de vegetación. A la izquierda, el negro más absoluto.
Unos minutos más tarde, observó unos débiles parpadeos. De nuevo las linternas de los policías. A unos seiscientos metros de donde se encontraba los vio descender por el despeñadero. Lo hacían a tal velocidad que parecía que levitaban. Habían descubierto un sendero. Los siguió con la mirada, viéndolos caminar en medio de la noche, como una Santa Compaña en su busca y captura.
Tenía que hacer algo rápido. Intentó adivinar la forma de la senda que les quedaba por recorrer. Los giros, los requiebros, dibujando en el abismo un posible camino.
Dedujo que el sendero pasaría justo por delante de su refugio, atravesaría los arbustos y se dirigiría hasta el lugar de extrema oscuridad. Se movió hasta el borde de la plataforma rocosa. Midió a ojo la caída y se dijo que era la perfecta para partirse el cráneo. Era eso o morir fusilado. «Huye de la luz», le susurró de pronto un pensamiento.
Y eso hizo. Cerró los ojos, alzó las manos encadenadas, y abrazando la más horrible oscuridad saltó.
El páramo
EL páramo era frío y desangelado, pero lo acogió en su seno como a un niño desamparado. Los matorrales donde cayó se deshicieron bajo su peso y chocó contra el suelo sintiendo un terrible dolor. Se alegró de aquello. Eso significaba que seguía con vida. Un viento helado lo envolvió de pronto y comenzó a expulsar vapor por la boca. De la carretera no se distinguía nada, salvo el reborde rocoso por el que había caído y que delimitaba el espacio entre las dos alturas como una frontera.
Se alzó con un nuevo crujido de la vegetación, y al girar la cabeza divisó unas lágrimas de luz que se aproximaban. Al escuchar el rumor de las pisadas, comenzó a correr, y no paró hasta que un dolor en el costado le obligó a detenerse.
La luna se divisaba, ahora sí, alta en el cielo, brillante como el ojo de un búho, y el preso caminó decidido en su camino hacia ninguna parte. El páramo era un lugar inmenso, rodeado por plantas de pequeño tamaño —brezos, tojos, helechos—, acostumbradas a vivir en aquel duro clima. Intentó que su rastro no quedara reflejado en la vegetación, y caminó en círculos, girando y cambiando de ruta varias veces en un intento de despistar a los agentes.
Salvo el sonido de sus pasos y el de su respiración no escuchaba nada más. Tras andar durante casi una hora, sus maltrechos pies pisaron una roca que le hizo sobresaltarse creyendo que era un animal. Entre la hierba, unas piedras gruesas y planas sobresalían del terreno como escamas de lagarto. Caminó a través de aquel pedregoso campo sin atisbar un horizonte. El viento frío atravesaba las hendiduras de las rocas y componía una sinfonía de silbidos y gemidos. El preso se sintió cobijado entre aquellas voces inhumanas. Cualquier cosa, pensó, antes que ser atrapado por los agentes. Sabía que cada minuto que transcurriera los volvería más locos, más sanguinarios, olvidando por completo la ley, y aumentando los deseos de impartir su propia justicia. Lo salvaje y lo primitivo dominaban aquel paraje, y el modo en que cada uno lo utilizara sería la diferencia entre la libertad y el ser ejecutado; entre la vida y la muerte.
El preso pensó entonces en sus crímenes. Porque los tenía. Había matado. Y había sido condenado a muerte por ello. Pero él no se consideraba un asesino. Asesino es el que asesina, pensaba, el que mata sin remordimientos, sin sentimientos, sin importarle la vida del otro, o por algún oscuro placer. Algo innato en un alma. Él mató para defender su vida. Para que aquellos dos prestamistas que le amenazaban sino pagaba la deuda que había contraído no lo liquidaran. Por eso actuó él antes, aunque la verdad es que recordaba muy poco de lo sucedido. Cuando lo hizo, un odio ciego lo dominaba por completo; como si una bestia se hubiera apoderado de su ser y le hubiera obligado a matar. Ahora cargaba con una condena mucho peor que la de morir fusilado: pensar durante el resto de sus días en que tendría que haber actuado de otra forma. Y tener la convicción de que jamás volvería a atacar a otro ser humano.
Con las esposas tintineando en sus muñecas, se llevó las manos hacia el costado dolorido y vomitó. Limpiándose la boca miró alrededor. El terreno había vuelto a cambiar. El color gris de la piedra granítica había cambiado a un verde pálido, el del liquen, el del musgo. La humedad se filtraba a través del suelo y sobresalía a la superficie en forma de pequeño riachuelo. Sediento, colocó las manos en forma de cuña y se llevó agua a la boca; después siguió la orilla del raquítico río, descubriendo la extraña vida de aquel lugar.
Escuchó la llamada de un ave nocturna; luego el asustadizo corretear de un conejo. Caminó un poco más y entonces, a menos de diez metros, vio a un ser de cuatro patas anclado en la tierra. Quedó paralizado. ¿Qué era? ¿Un corzo? ¿Un lobo? No, era aún más grande.