Radu murió una mañana de finales de Febrero. El médico del pueblo habló de muerte súbita, pero el hombre y la mujer no le creyeron. El niño simplemente había dejado de existir, como si su alma se hubiera escapado de su cuerpo con un suspiro y no hubiera encontrado el camino de vuelta.
Todo el pueblo acompañó a los padres el día del entierro.
Luego la normalidad retornó para todos salvo para los padres, cuyo dolor jamás remitió. La madre soñaba cada noche que el niño volvía a la vida y obsesionada con esa idea permanecía horas y horas junto a su marido en el cementerio esperando algo imposible.
Hasta que una noche ocurrió. Un año exacto después de su muerte, mientras rezaban junto a la tumba, escucharon un llanto emergiendo de la tierra. Asustados, excavaron con sus propias manos en el suelo hasta llegar al ataúd. Lo abrieron y allí estaba… vivo… como si el tiempo no hubiera transcurrido. Llorando de miedo y de alegría, tomaron al niño y corrieron al pueblo para dar la buena noticia. ¡El alma de su hijo había regresado! ¡Había encontrado el camino de vuelta! Pensaron que todos se alegrarían, que celebrarían una nueva fiesta. Pero entre la gente lo que se extendió fue el horror más absoluto.
La ruptura de las leyes de la vida y la muerte los sumió en la confusión y el espanto. Temerosos, veían al niño como un trozo de carne que respiraba. No decían «Dios lo ha resucitado», sino «el Diablo lo ha traído de vuelta». Sintieron tanto miedo que no los expulsaron del pueblo, sino que fueron ellos los que huyeron. En menos de veinticuatro horas abandonaron el lugar como si en su interior se hubiera desatado la peste. Sin saber que lo más extraño ocurrió al tercer día.
El veintitrés de Febrero, solo tres días después de su resurrección, el niño volvió a morir. Lo hizo igual que la primera vez: simplemente dejó de ser. Solos y sin ayuda, lo trasladaron de nuevo a su tumba. Había dolor en sus rostros, aunque en el fondo sus almas estaban serenas. Era como si de pronto hubieran comprendido el mecanismo que hacía que su hijo volviera a la vida. Decidieron permanecer en el pueblo. Se apropiaron de los animales que la gente había dejado en su partida y plantaron un huerto. Trabajaron y esperaron. Hasta el siguiente veinte de Febrero.
Ocurrió lo que esperaban. Incorrupto, congelado en el tiempo, siempre con la misma apariencia y edad, el niño los llamó desde dentro de la tumba, mientras ellos eran invadidos por una alegría histérica. Durante todo el año se hacían preguntas, intentaban comprender, pero todas las dudas se disolvían cuando tocaban al bebé y notaban su palpitante corazón. Tres días de vida por cada año de muerte. Esa era la única regla.
En esos tres días la felicidad y la amargura se confundían en un mismo sentimiento. Ver la vida limitada pero a la vez eterna de su hijo les calmaba y a la vez les hería en lo más profundo. ¿Siempre sería así? ¿Su hijo resucitaría una y otra vez durante los siguientes años? Comprendió entonces el preso el avejentado aspecto de los padres. Tanto era el amor que tenían a su hijo que nunca podrían abandonarlo. Durante los días que viviese estarían a su lado, sacrificando sus vidas en favor del pequeño Radu.
Así habían transcurrido los últimos siete años. Siempre de la misma forma. Hasta ahora.
—¿Qué ha cambiado esta vez? —preguntó el preso cuando terminó de hablar la mujer.
Ella sonrió.
—Tu.
Regresó el marido. La carretilla estaba vacía. De nuevo fue hacia el establo y soltó una exclamación. El preso fue hasta él. La mujer permaneció sentada. Al entrar en el establo, vio al hombre santiguarse ante tres puñados de plumas tirados en el suelo. Se acercó. Eran las tres gallinas. Estaban muertas.
El preso tragó saliva. El hombre tomó otra vez la carretilla.
Fuera el niño se había despertado… y reía.
El hambre
Primero consumió las esencias más simples, las de las plantas. Luego la de los animales. Siempre había sido así, pero los padres hasta entonces se lo habían ocultado al preso. De ahí las cruces y los santos, la insistencia en que estuviera protegido. El bebé vivía gracias a la vida de los demás. La succionaba igual que la leche de su madre; imagen que ahora se tornaba mera apariencia: el niño no necesitaba comer, solo necesitaba vida, que engullía con apetito insaciable. Después del cerdo y las gallinas, murió la cabra. Al final del segundo día solo quedaba con vida el caballo. Petrificado en una de las esquinas del establo, no movía ni una pezuña.
Fuera todo estaba marchito y gris. La vegetación que rodeaba la casa se había secado, convirtiendo cada tallo en una carcasa vacía, y el musgo que cubría la fachada en sombras color ceniza dibujadas sobre la pared.
Pisando la hierba seca, el preso recorrió los alrededores con la cabeza abarrotada de pensamientos. Quería borrar las imágenes de los animales muertos mezcladas con la cara sonriente del bebé. Pero lo que encontró fue más seres cuya vida había sido arrancada: lagartijas, ratones, conejos, un zorro…
Un halcón volaba alto cuando el preso vio cómo caía bajo el yugo del niño. De trazar círculos en el aire, pasó a volar de forma errática; de pronto sus alas dejaron de moverse, y su cuerpo, como si estuviera relleno de plomo, cayó en picado a tierra. El preso corrió y lo tomó, solo para comprobar que no se movía.
Por vez primera, tomó las cruces que llevaba al cuello y murmuró algo parecido a una oración. Pensó en el caballo. Su única vía de escape.
Al anochecer, cuando regresó a la casa, los ojos de Radu se clavaron en él nada más entrar por la puerta. Le dio la bienvenida con un gritito de alegría. El preso fingió no haberlo visto, pero algo más fuerte que su voluntad hizo que acabara acariciándolo mientras el niño movía brazos y piernas de pura felicidad. ¿Por qué no lo odiaba? ¿Por qué acariciaba a aquella abominación, a un ser que nunca tendría que haber salido de la tumba, a una presencia que traía la muerte igual que una plaga? Con gran esfuerzo, se apartó del niño, que de inmediato se puso a llorar.
En la cocina, el hombre y la mujer contaban las provisiones de las que disponían: la comida había comenzado a pudrirse. La leche, las verduras, la carne. Su retoño engullía la energía de todo. Pasarían toda la noche y el último día de vida de Radu sin poder llevarse nada a la boca. Los dos le indicaron al preso que se hiciera cargo del bebé mientras intentaban salvar todo lo posible. No tuvo más remedio que tomarlo en brazos y salir al exterior.
El llanto se detuvo.
La noche era fría y el preso encontró el páramo más silencioso que de costumbre. Su cuerpo se estremeció al pensar que tal vez no había ningún animal con vida en varios kilómetros a la redonda. Nadie excepto el caballo, que sobrevivía de forma milagrosa.
Sintió lástima de los padres, atrapados en un eterno bucle de vida y muerte del que jamás podrían salir. El no quería acabar así, pero ¿cómo escapar? Si se separaba del niño, este comenzaría a berrear. Intentó dormirlo. Le susurró nanas, y lo balanceó hasta que poco a poco fue cerrando los ojos. Tardó quince eternos minutos, pero lo consiguió. Con gran tristeza, una tristeza que no sabía si era real o parte del poder de sugestión del niño, dejó al bebé junto a la puerta y se digirió al establo donde se subió al caballo. El corcel movió una pata, otra, pero muy despacio. Estaba débil y aterrado. El preso le propinó varios golpes, pero salvo un relincho no se movió.
—¡Chisst! —le dijo al oído y acariciando su cuello—. Por tu bien y por el mío más vale que no lo despiertes.
Con paciencia infinita logró calmarlo; lo colocó de cara a la salida del establo, y con un firme golpe en los flancos, le indicó que saliera a todo correr.
El caballo obedeció. Se deslizó como una bala por la puerta y salió hacia el páramo.
A los pocos minutos la casa solo era una sombra a sus espaldas.
Ya está. Así de fácil.
Según se iba alejando, su cerebro ya trabajaba para que dentro de unos días, cuando se preguntara sobre lo que había visto, recordara todo como algo lejano y sin sentido. ¿Un pueblo abandonado? ¿Un niño que renacía? ¿Animales que morían? ¡Tonterías!
Detuvo el caballo y miró alrededor. No sabía qué camino tomar para volver a la civilización.
Rodeado por la oscuridad, buscó una luz, el comienzo de alguna carretera, pero aquel mundo inerte se extendía en todas direcciones. Galopó en línea recta durante varios minutos, topando siempre con las mismas piedras y los mismos matojos, en una carrera donde no parecía avanzar ni retroceder.
El caballo comenzó a tambalearse y tuvo que desmontar.
Intentó sosegarlo, pero sin efecto alguno. Al animal se le escapaba la vida por momentos. El caballo hincó las rodillas en tierra y ya no se levantó.
Tiró el preso de las riendas, pero con un pavoroso bufido la cabeza se desplomó sobre el suelo.
A lo lejos aparecieron tres luces.
Estaban situadas a unos cincuenta metros del caballo y recorrían de izquierda a derecha el páramo. Las tres se convirtieron en una al descubrir el cuerpo del animal.
Un gemido de horror se alzó hasta la garganta del preso. Se tapó la boca con las manos y se lanzó contra el costado del caballo.
«Son ellos. Son ellos. Son ellos.»
Los policías.
Escuchó sus voces y sus pasos aproximándose.
No podía hacer otra cosa salvo huir.
Contó hasta tres y se levantó. Su cuerpo quedó iluminado por las linternas y echó a correr.
Unas voces le gritaron que se detuviera.
Pero no lo hizo. Esquivando vegetación y piedras, volvió sobre sus pasos en dirección al pueblo. Sintió cómo sus zapatos se deshacían a cada paso y su piel se desgarraba.
La casa en el horizonte. Las botas de los oficiales pisándole los talones.
Llegó hasta la puerta y entró.
Se encontró de nuevo en el salón. El niño ya no estaba en la puerta, donde lo había dejado, sino en brazos de su madre.
Bañado en sudor, miró a los padres, que a su vez también lo miraron con una mezcla de sentimientos que no fue capaz de descifrar. No sabía qué hacer, qué decir. Había ocurrido todo tan deprisa.
Les explicó que había visto a unos hombres con aspecto sospechoso merodear por los alrededores y que ahora se dirigían hacia la casa. Mientras hablaba, buscaba un lugar donde esconderse. ¿En el establo? ¿En el pueblo?
Su habitación. Allí había algo que le sería útil.
—No abráis la puerta —dijo casi en una súplica.
Los rostros de los rumanos no reflejaron respuesta alguna.
Angustiado, fue hasta la habitación y metió la mano bajo el colchón, en busca del cuchillo que allí guardaba. No estaba.
El sudor que recorría su cuerpo se tornó hielo.
Tres golpes resonaron contra la puerta.
Dando un crujido, la puerta se abrió.
Era el sonido de su perdición.
La visita
—Señores, acogen en su casa a un asesino —pronunció el líder de los policías, acomodándose en el salón junto a sus dos compañeros—. ¿Comprenden lo que les estoy diciendo?
El fuego de la chimenea iluminaba las caras del matrimonio y un brillo temeroso se reflejó en sus ojos.
—Estoy convencido de que sí… —dijo de nuevo el policía, escupiendo al suelo.
Los días de infructuosa búsqueda habían convertido a los agentes en tres despojos humanos. Sus uniformes estaban llenos de mugre, había barro en sus botas y roña en sus caras. Habían recorrido de arriba abajo el páramo sin encontrar ni una pista sobre el paradero del preso. En un par de ocasiones distinguieron las formas de un pueblo a lo lejos, pero, como si una mano invisible confundiera sus rumbos, cuando llegaban allí no encontraban nada. Sobrevivieron bebiendo en charcos y comiendo carroña. Solo el orgullo les impidió desistir. Cuando ya daban todo por perdido, vieron al preso salir de detrás del caballo muerto y entrar en aquella casa. Ahora lo sacarían de allí, por las buenas o por las malas.
En el fondo deseaban que fuera por las malas.
—Sabemos que lo esconden aquí —continuó el jefe—. Pero estoy seguro de que han actuado con la mejor de las intenciones. ¿Qué tipo de personas dejarían a su suerte a un hombre desamparado que necesita ayuda? Su cara de no haber roto nunca un plato les terminó de convencer ¿me equivoco? —Observó los crucifijos colgados en las paredes—. Seguramente para ustedes fue como encontrar una oveja extraviada del rebaño de Dios. Pero lo que no saben es que bajo la piel de esa oveja se esconde un lobo. Y ya saben lo peligrosos que son los lobos. Este en concreto además es muy listo: sabe utilizar armas. Un cuchillo. —Sonrió torciendo la boca—. Un lobo con un cuchillo, qué imagen, ¿verdad? Pues este lobo armado con su cuchillo mató a dos personas. Dos seres humanos que, aunque no eran de lo mejor de su especie, merecían mejor suerte que acabar con el cuello rajado. Los apuñaló repetidas veces y después los degolló. Deberían ver las fotos cuando… no, mejor no las vean. Solo sepan que ese lobo, que estoy seguro de que ahora está escuchando mis palabras, tiene que ser sacrificado. Así lo ha dictado la ley, y así la vamos a hacer cumplir. Así que, señores, no empiecen a hablarme como si no hubieran entendido una palabra de lo que les he dicho; solo levanten un dedo y señalen, por su futuro y el de su hijo, precioso, por cierto, dónde se encuentra ese lobo que hay que despellejar.
Tras el monólogo del policía solo quedó el sonido del viento chocando contra las ventanas. Los otros dos oficiales miraban al matrimonio. No sabían si habían entendido algo de lo que su jefe les había dicho.
Dentro del dormitorio el preso lo había escuchado todo. El recuerdo de su crimen renació en su interior. El brillo del cuchillo, los gritos, la sangre… Solo recordaba fragmentos, como si fuera parte de un sueño, pero con tal nitidez que sintió náuseas. Aún se preguntaba cómo había sido capaz. Eran dos miserables, dos prestamistas que se habrían deshecho de él sin pestañear, pero aún así…
Corrió hacia la ventana e intentó abrirla. Estaba atascada. Alguien la había atrancado desde el exterior.
En el salón, los rumanos alzaron su dedo índice y señalaron el dormitorio. Los rostros demacrados de los policías se iluminaron como si hubieran presenciado un milagro. Se alzaron de sus asientos y se colocaron frente a la puerta. Las manos cerca de las porras y de las pistolas. El líder alzó su bota. El matrimonio bajó la mirada. El oficial descargó un sonoro golpe y la puerta se abrió.