Esra recordó a Nadide,
la Infiel
. Tim había sido capaz de hacerse amigo hasta de una mujer de más de ochenta años.
—Y eso es lo que admiro de él —continuó David—. Siempre tiene algo que decir sobre cualquier cosa, pero no es un sabelotodo.
—Puede que no sea tan bueno que siempre tenga algo que decir sobre cualquier cosa —dijo Esra, algo harta de escuchar tantos elogios de Tim. Era posible que, aunque no fuera capaz de confesárselo a sí misma, envidiara a su colega—. El que sabe de todo nunca aprenderá a profundizar en nada.
—Y eso es lo sorprendente. Tim no es así. No sé si es porque ha viajado mucho o porque ha leído mucho, pero tiene un profundo conocimiento de todos los temas que toca. Puede explicar de forma simple las cuestiones académicas aparentemente más abstractas. Pero esa simplicidad no le hace caer en la superficialidad. Siempre he encontrado algo profundo en todo lo que cuenta. Y, además, es un auténtico amigo. El amigo al que más he buscado en los últimos tiempos, y cuya ausencia más he sentido.
Esra sabía que Tim era un arqueólogo de talento, un investigador terco y una buena persona, pero atribuyó a la soledad del médico en aquella ciudad del sudeste el que lo pusiera por las nubes y lo presentara prácticamente como a un profeta de la nueva era. Como no encontraba con quien hablar, Tim debía aparecérsele como alguien extraordinario.
—Quizá ande siempre por aquí precisamente por su amistad —bromeó.
—No lo creo. Está trabajando en un libro. Por eso está aquí. Pero le gusta la región. Más que gustarle, está muy unido a ella. El año pasado los terroristas cortaron la carretera en Osmaniye y lo secuestraron junto con un teniente.
Esra abrió los ojos sorprendida.
—¿En serio? No lo sabía.
—A Tim no le gusta contar cosas malas.
—¿Y qué pasó?
—Fusilaron al teniente y a él lo soltaron. Pero tardó días en recuperarse de la impresión. Le vi llorar como a un niño. Le sugerí que fuera a ver a un psicólogo, pero se negó.
Esra era incapaz de imaginarse a Timothy llorando. David continuó hablando.
—Quiere tanto a este país y a su gente que puede que en aquel momento lamentara más que ninguno de nosotros que nuestros paisanos se maten entre ellos.
—Los aldeanos de la comarca también le tienen mucho aprecio —dijo Esra deshaciéndose de su asombro—. La gente de la zona en la que excavamos le conoce mejor a él que al resto de nosotros.
—Claro, el
míster
no sólo investiga, sino que además trabaja para ellos. Hace dos años consiguió que se hiciera una inspección sanitaria en las aldeas. Tuvo a todo nuestro personal ocupado durante un mes.
—Eso ha sonado un poco reticente. Da la impresión de que a usted el proyecto no le entusiasmó demasiado.
—Cómo iba a entusiasmarme. Se trataba de un trabajo gratuito, y encima yendo sin parar de una aldea a otra… —Luego David se echó a reír—. No me haga caso. Estuvo muy bien. Tuvimos la oportunidad de disfrutar ayudando a otros.
—Y, además, sin intentar convertirles al protestantismo.
—Sí, sólo por hacer una buena acción.
Esra miró el reloj y David lo notó.
—Si tiene sueño, no la retengo más.
—Sería mejor que me fuera con Elif.
La auténtica intención de Esra era quedarse a solas y telefonear a Eşref. Debido a la inquietud que había sentido por el capitán durante toda aquella conversación, sentía punzadas en la cabeza, como si se tratara de un dolor de muelas.
—Gracias por una charla tan agradable —dijo poniéndose en pie.
—Ha sido un placer para mí.
—No se habrá olvidado de lo de la cita con su padre, ¿verdad? —le recordó a David antes de llegar a la puerta.
—No se preocupe. En cuanto llegue a casa, lo primero que haré será comentárselo.
Una vez en el pasillo, él le preguntó:
—¿Podrá encontrar la habitación? ¿Quiere que la acompañe?
—Por favor, no se moleste, ya la encontraré. Buenas noches.
Dejó al médico, bajó las escaleras, caminó a paso rápido hasta la ventana abierta que había al fondo del pasillo y marcó nerviosa el número de la comandancia en su teléfono móvil. Volvió a responderle el mismo soldado con el que había hablado aquella tarde. Reconoció a Esra de inmediato. El capitán no estaba y no se sabía cuándo regresaría. «No quiere dar demasiada información», pensó Esra. Pero no por eso dejó de insistir.
—Hemos oído disparos —dijo—. ¿Qué está pasando?
El soldado no lo sabía. En ese momento otro hombre intervino en la conversación y el soldado, después de esperar un momento, le dijo que la pasaría con el sargento.
—¿Oiga? ¿Señora Esra? Soy el sargento İhsan.
La voz sonaba ronca y alegre. «Si Eşref estuviera herido o muerto no sonaría así», pensó Esra.
—Hola, sargento İhsan. Sentimos curiosidad por los disparos…
—No hay nada que temer —la interrumpió él.
—Ninguno de ustedes está herido, ¿verdad?
—No, gracias a Dios —contestó el sargento İhsan—. Todos estamos sanos y salvos. El capitán hará mañana un comunicado.
—¿Cómo está el capitán?
—Muy bien, muy bien, todos están bien.
—¿Podría hablar con él?
—Ahora no está en la comandancia y no sé cuándo volverá.
El sargento sonaba convincente, no tenía sentido prolongar la conversación.
—Muy bien. ¿Puede decirle que he llamado?
Sintió un enorme alivio al colgar el teléfono. Así que a Eşref no le había pasado nada. Pero su sensación de alivio no duró demasiado. No había preguntado si había terminado ya el enfrentamiento. «¿Y si todavía seguían luchando?», se preguntó angustiada. La verdad era que el sargento había hablado como si se tratara de algo ya terminado, pero nunca se podía estar segura. ¡No era un partido de fútbol, sino un enfrentamiento armado! Y, además, en medio de la oscuridad. Pero no era su primer combate, había permanecido meses en las montañas. «Habrá calculado todo eso mucho mejor que yo y habrá tomado precauciones», intentó consolarse. Pero todo era en vano, una vez que aquella inquietud que tan bien conocía empezaba a corroerle la mente, ya no podría detenerla hiciera lo que hiciese. No podía soportar la idea de ir a la habitación de Elif y hablar con Kemal mientras siguiera tan confusa. Echó a andar sin rumbo por el pasillo en sombras.
Después de mi enamoramiento por Ashmunikal, no es que ya no fuera capaz de ir al palacio, es que ni siquiera me atrevía a ir por los caminos por los que ella podía pasar por temor a encontrármela. Pero el viaje que mi padre se disponía a efectuar a Frigia y Urartu hacía necesaria mi presencia en palacio. Me pidió que mientras él no estuviera me encargara yo de la biblioteca y ayudara a su asistente Laimas. Éste era un buen hombre, pero algo inocente, y mi padre creía que un joven diestro y hábil como yo podría completar sus carencias. Lo peor de todo el asunto era que él ignoraba mi relación con Ashmunikal, así que yo me veía obligado a cumplir sus deseos.
Cada día iba a palacio sumido en sentimientos encontrados. Por un lado, ardía en deseos de ver a Ashmunikal y, por otro, me daba tanto miedo cruzarme con ella como a un niño le aterroriza encontrarse con los demonios en la oscuridad. Ayudaba a Laimas, torpe a pesar de su buen corazón, pero mi mente estaba en la parte del palacio reservada a las mujeres de Pisiris. Aquel sector del piso superior del edificio, al que se ascendía por una escalera de piedra, estaba compuesto por dos grandes habitaciones que daban al Éufrates. Aunque ni una vez me volví siquiera a mirar las escaleras, podía notar que Ashmunikal estaba allí y esperaba el momento de encontrármela con temor, impaciencia y alegría.
El séptimo día del viaje de mi padre a las tierras de Urartu, uno de los guardias de Pisiris se me acercó mientras estaba trabajando en la biblioteca. Me dijo que el soberano quería verme. Me puse nervioso al oír las palabras del guardia. ¿Para qué querría verme Pisiris? ¿Acaso sabía que había sido yo quien había yacido con Ashmunikal en el templo? Era imposible. ¿Y si había espías en el templo? No, no se atrevería a colocar espías allí. Era rey, pero no podía pisotear la privacidad de un rito ofrecido a los dioses. Acudí a presentarme ante el monarca con aquellas preguntas dándome vueltas en la cabeza.
Pisiris estaba sentado en un diván junto a la ventana. Le acompañaba una mujer vuelta hacia el exterior. Me acerqué respetuosamente al rey. En cuanto me vio, incliné la cabeza y me arrodillé.
—Levántate, joven Patasana —dijo Pisiris con una alegría en la voz de la que hasta entonces nunca había sido testigo—. Hay un trabajo que queremos que hagas. Hemos sabido que desde que tu padre Araras fue a Urartu por orden nuestra tú te encargas de la biblioteca.
Yo me había puesto en pie, pero seguía mirando al suelo. —Sí, gran rey —dije—. Gracias a vos, cuidamos de la biblioteca de palacio Laimas, el ayudante del gran escriba, y yo.
—¡No me hables de ese inútil de Laimas! —rugió—. ¡Y cuando estés hablando conmigo, mírame a la cara!
En cuanto dijo aquello, yo levanté la cabeza y junto a la fea cara de Pisiris vi el rostro iluminado y divino de Ashmunikal, el amor de mi corazón. Para evitar su mirada, volví a inclinar la cabeza.
—Por lo que se ve, de tanto estar con Laimas, tú también te has vuelto tonto —se burló el monarca—. Levanta la cabeza y mírame.
Desesperado, le miré, pero intentado en lo posible evitar que mi mirada se deslizara hacia Ashmunikal. Concentré toda mi atención en Pisiris.
—Gran señor, espero vuestras órdenes —susurré con voz temblorosa.
Él sonrió. Sus labios amorfos se ensancharon dejando al descubierto unos dientes pequeños y separados.
—Así está mejor —dijo con gran seguridad en sí mismo—. Quiero que seas un escriba inteligente, comprensivo y eficiente como tu padre y que, como él, me obedezcas sin discutir.
—Gracias, gran señor. Con vuestra ayuda seré como deseáis —dije con la intención de adularle.
No soy capaz de describir la vergüenza que sentí en ese mismo momento. Me había humillado ante la mujer que amaba sin necesidad alguna. Pero enseguida reprimí la vergüenza. Estaba en presencia del rey. Debía estar dispuesto a sacrificar cualquier cosa, la vida incluida, para cumplir sus deseos. Él era el representante de los dioses en la tierra, el protector de nuestro pueblo. Comparado con aquello, ¿qué importancia podía tener el amor de un joven que todavía ni siquiera era escriba de palacio? Me rehice y repetí:
—Gracias, gran señor. Estoy listo para cumplir vuestros deseos.
Una profunda ternura envolvió la cara cuadrada de Pisiris. Una expresión dulce cubrió sus ojos sanguinolentos. Con el tono más suave posible de su ronca voz, me explicó lo que quería de mí:
—Ashmunikal es mi concubina. Pero no se parece a las demás mujeres de palacio. Su padre era maestro. Ella creció entre leyendas, epopeyas, poemas y canciones. No queremos que se aburra aquí. Por eso, debes presentarle una lista de todas las leyendas, epopeyas, poesías y canciones que haya en la biblioteca. Debes procurarle cualquier tablilla que te pida cuando te la reclame. Te encargo personalmente de este asunto. Y que no se te ocurra mezclar a Laimas en esto.
A duras penas conseguí concentrarme en lo que decía, confundido por sentimientos de sorpresa, emoción, alegría y miedo.
—Como ordenéis, gran Pisiris —dije inclinando la cabeza—. Vuestros deseos serán cumplidos sin falta. La honorable Ashmunikal podrá usar las tablillas de nuestra biblioteca como ella prefiera.
—Bravo, joven Patasana —respondió Pisiris—. He oído muchas cosas buenas de ti, y, si lo que he oído es cierto y cumples exactamente lo que se te ordena, te espera un gran futuro.
Tras decir aquello, volvió sus ojos lánguidos de amor hacia Ashmunikal y añadió:
—A todos nos espera un gran futuro. El futuro nos devolverá la abundancia, la felicidad y la fuerza de los tiempos antiguos.
Mientras Pisiris hablaba, me pareció ver por un momento su grasiento cuerpo entre las piernas de Ashmunikal. Se me arrugó el gesto sin poder evitarlo, pero, por fortuna, sin que Pisiris llegara a darse cuenta, volví a adoptar al momento mi expresión respetuosa y dócil. Estaba a punto de pedirle permiso para retirarme cuando la voz de Ashmunikal alegró la habitación.
—Me gustaría ir mañana temprano a la biblioteca para ver los escritos, ¿estarás allí?
—¿Mañana por la mañana? —dije tras dudar un momento por la sorpresa—. Por supuesto, cuando queráis, honorable dama.
—Ya lo has oído —dijo Pisiris en tono imperativo—. Mañana por la mañana esperarás a Ashmunikal en la biblioteca.
—La estaré esperando, señor —respondí inclinando la cabeza. Pero mi corazón ya había empezado a latir de terror intuyendo el desastre que se avecinaba. Pedí permiso para retirarme antes de que las sacudidas de mi corazón se contagiaran al resto de mi cuerpo y salí de la habitación. Mientras bajaba las escaleras una angustia despiadada descendió sobre mi alma.
Esra se despertó angustiada. Había pasado una mala noche, sin llegar a dormirse del todo. Se incorporó hasta quedarse sentada en la cama. Elif, que había estado gimiendo todo el rato, se había dormido por fin y poco antes de amanecer el sueño también había vencido a Kemal, que había permanecido sin pegar ojo junto ella. Se levantó en silencio para no despertarles, fue hasta el lavabo, se lavó la cara, se la secó, tomó el teléfono y se dirigió al pasillo.
El pasillo no estaba tan tranquilo como por la noche y todo andaba revuelto con las prisas del desayuno. Las auxiliares avanzaban despacio con bandejas de comida que recogían los propios enfermos o sus acompañantes. Para poder hablar con tranquilidad, tendría que salir al jardín del hospital. Encontró un rincón solitario por detrás de la puerta principal y marcó el número de la comandancia. La voz del soldado de la centralita resonó en sus oídos. Al reconocerla, no perdió el tiempo:
—Enseguida la paso con el capitán.
Así que no había nada que temer.
—¿Esra?
Al oír la voz de Eşref una sensación de tranquilidad se extendió por todo su cuerpo.
—Sí, soy yo. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
—Sí, sí. Muy bien —respondió él. La voz sonaba cansada, pero segura de sí misma—. Gracias a Dios, no hemos tenido bajas… También llamaste anoche…
—Sí. ¿Por qué no me devolviste la llamada?
—Cuando llegué a la comandancia, eran las tres de la mañana. No quise molestar.