La Tumba Negra (13 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

—No hay ninguna prueba al respecto —dijo apartando la mirada—. Pero ya que lo dices, debes de saber algo.

—No sé nada —respondió él alzando la voz más de lo necesario—. Si te parece bien, mejor que dejemos el tema.

Aquella actitud intrigó a Esra, pero no insistió. Durante un rato caminaron en silencio por el sendero. Continuaron así hasta que ante ellos apareció el antiguo río lavado por la luz de la luna.

—Extraordinario —susurró ella al ver el Éufrates fluyendo como un camino de plata entre las dos orillas. Después de contemplar admirada el río, sacó el paquete de cigarrillos de la camisa y tomó uno. Al guardarse de nuevo el paquete en el bolsillo, se volvió hacia Eşref como si hubiera recordado algo en ese instante.

—¿Quieres uno?

Él no se hizo de rogar.

—Se van a enfadar los médicos, pero, bueno, voy a encenderme el segundo cigarrillo del día.

Esra encendió los de ambos. El humo impreciso se disolvió en la brisa mezclándose con el olor de las adelfas.

—Vamos a ver —dijo recordando la conversación de aquella mañana—. Hoy me estabas contando en el jardín de la comandancia cómo empezaste a fumar en Şırnak, pero de repente te interrumpiste…

El capitán se volvió y la miró largamente.

—Lo que iba a contar no eran cosas muy agradables.

—Pues deberías haberlo pensado antes de empezar a hablar —respondió ella con una voz cargada de reproche—. Lo que de verdad no es agradable es dejar a la gente muerta de curiosidad.

Al capitán no le ofendió la recriminación, al contrario, le agradó que le tratara como a un amigo de toda la vida.

—Si de verdad quieres saberlo, te lo contaré —dijo, y luego señaló con la mano hacia la izquierda, donde terminaban los juncales—. Mira, allí hay una roca. Vamos a sentarnos.

Se sentaron juntos. La brillante roca, después de arder todo el día al sol, todavía estaba templada. Cuando Eşref se movía, su brazo derecho rozaba el hombro izquierdo de Esra. Ambos se daban cuenta, pero ninguno pensó en apartarse.

—Fue a los seis meses de llegar a Şırnak —comenzó su narración el capitán—. Por aquel entonces todavía era teniente. Estábamos en la montaña. Las operaciones se seguían unas a otras. La noche a la que me refiero me quedé dormido poco antes de amanecer. Entonces oí unas voces que llegaban de lejos, intermitentes. Abrí los ojos. Se me había olvidado dónde estaba. La mirada se me fue al cielo, que se iba iluminando lentamente. Nubes negras se volcaban unas sobre otras. De repente recordé que estábamos en la montaña. Moviendo a duras penas el cuerpo, entumecido por la humedad de la tierra, me incorporé en el saco de dormir. Vi que unos metros más allá había dos hombres que discutían. Al sargento Reşit se le distinguía enseguida porque era muy corpulento, pero no pude identificar al otro.

»—¿Qué pasa ahí? —grité furioso.

»El sargento Reşit se puso firmes de inmediato y me contestó:

»—Seyithan quería hablar con usted, mi teniente —su voz sonaba profunda, como si estuviera dando parte—. Le he dicho que estaba durmiendo, pero no me escucha…

»Mi mirada se deslizó hasta Seyithan, que permanecía de pie junto a Reşit. Aunque no le veía la cara, podía sentir su sonrisa despectiva. Se me acercó ignorando al sargento.

»—Levántese, teniente. Ha llegado el momento.

»Mientras Reşit nos miraba sorprendido, intentando comprender lo que ocurría, Seyithan continuó hablando:

»—Los he encontrado. Están en un refugio. Bedirhan y otros hombres… A media hora de camino. —Como tardé en responder, su atrevimiento se convirtió en desprecio—. ¿O es que no va a venir? Me había dado su palabra…

»—Muy bien, iré —le interrumpí con firmeza saliendo del saco de dormir.

»—¿Despierto a la sección, mi teniente? —me preguntó el sargento observándome con ojos de no estar entendiendo nada.

»—No —le respondí poniéndome la parka—. Iremos Seyithan y yo solos.

»—Pero, mi teniente… —protestó.

»—Ni pero ni nada —le dije ásperamente—. En mi ausencia, tú estarás al mando. ¿De acuerdo?

»—A sus órdenes, mi teniente —contestó todavía en posición de firmes.

»Cinco minutos después estábamos de camino. Avanzábamos juntos por un sendero flanqueado por riscos escarpados a un lado y por arbustos espesos al otro. A pesar de la gruesa parka, el frío de la mañana me llegaba hasta la médula y el fusil se me iba haciendo cada vez más pesado. Miré de reojo a Seyithan. No parecían importarle ni la oscuridad ni el frío, avanzaba por encima de las piedras brincando como una cabra montesa. Poco después el camino se estrechó bastante. Yo no quería ir por delante de Seyithan. Se dio cuenta de que dudaba y se puso al frente sin decir una palabra. No decía nada, pero aquella asquerosa sonrisa de su cara era muy expresiva.

»Seyithan no era militar, sino un guardia rural. Un tirador del clan de los Zerkul. Había participado en casi todos los enfrentamientos en la región y en varias ocasiones había salvado a los soldados de caer en una emboscada. Aunque oficialmente no lo fuera, podía considerársele parte del ejército. Andaba solo por las montañas, todo el mundo se preocupaba pensando si le habrían matado, pero hasta entonces ni siquiera le habían herido.

»A mí su belicosidad, quizá congénita, me despertaba más miedo que respeto. Supongo que el miedo se debía a que en el primer enfrentamiento en el que participé me dejé llevar por el pánico, me quedé atrás y Seyithan se dio cuenta. Ese día, inmediatamente después de la lucha, se me acercó y no tuvo el menor reparo en burlarse de mí diciéndome: “¿Qué, mi teniente? ¿Te quedaste atrás durante la pelea para limpiar la zona?” Me humilló delante de la tropa, pero tenía razón, había tenido miedo y me había quedado atrás. Ni mis jefes ni mis soldados me criticaron por eso. Ellos, como yo, habían recibido una buena instrucción de comando y habían participado en maniobras muy duras. Pero una cosa son las maniobras y otra la realidad. A la mayoría le había pasado lo mismo que a mí por muy buena instrucción que hubieran recibido. En el primer enfrentamiento habían reaccionado igual, se habían hecho a un lado, se habían quedado atrás. Los que no eran heridos se iban acostumbrando con el tiempo a aquellas duras condiciones e iban aprendiendo a combatir. Después de unas cuantas operaciones yo también superé el miedo. Pero Seyithan, cada vez que encontraba la ocasión, no dejaba de insinuar que me había asustado y se burlaba de mí delante de todo el mundo.

»Dos meses más tarde, cuando regresamos a la comandancia tras una brillante operación, me dijo: “¿Otra vez vienes de huronear por la retaguardia, mi teniente?”, perdí la cabeza. Me di media vuelta y le di un buen puñetazo en la cara. Se cayó de espaldas y yo me lancé sobre él. A los soldados les costó trabajo quitármelo de las manos. En cierto momento pude ver su cara ensangrentada en medio de la multitud de cuerpos y en sus ojos no había el menor rastro de dolor, sino que seguía mirándome y dirigiéndome aquella sonrisa despectiva. Esa noche el capitán me hizo llamar y me dijo que, aunque Seyithan era un hombre ignorante, nos era muy útil, que lo necesitábamos y que convenía que me hiciera amigo suyo. No me gustó nada, pero órdenes son órdenes.

»Pasaron dos semanas. Una tarde calurosa vi a Seyithan sentado contra el tronco retorcido de la morera del jardín de atrás de la comandancia. Me acerqué a él. Al verme me echó una mirada suspicaz.

»—¿Por qué no podemos ser amigos, Seyithan? —le pregunté.

»—No podemos serlo, mi teniente —me contestó.

»—¿Por qué?

»—Porque eres un cobarde —me replicó con tono tranquilo.

»Se me subió la sangre a la cabeza; aquel tipo me estaba insultando en la cara, pero logré contenerme.

»—Yo no soy un cobarde —dije con un tono tan frío como el suyo—. Es verdad, en mi primer enfrentamiento vacilé. Pero en las operaciones siguientes has podido ver cómo soy.

»No dijo nada y, con aquella asquerosa sonrisa en los labios, se metió la mano en el bolsillo y sacó una petaca de plata con relieves en la tapa. La petaca estaba llena de cigarrillos liados a mano hechos con tabaco de contrabando. Ya los había visto antes, en los ratos libres Seyithan siempre estaba liando cigarrillos. Creí que me iba a ofrecer uno, pero encendió el que había sacado y empezó a fumar.

»—Por mucho que haya visto cómo peleas —dijo después de darle una larga calada como si yo no estuviera allí—, no confío en ti. ¿Y si otro día tampoco sabes qué hacer? ¿Y si huyes dejándonos en medio del lío?

»—No huiré. Sabes que no lo haré.

»—No, no lo sé —me contestó—. ¿Cómo voy a saberlo?

»—Muy bien, Seyithan. ¿Cómo puedo ganarme tu confianza? —le pregunté.

»Me miró fijamente a los ojos y por primera vez pude ver en ellos una expresión de sinceridad.

»—Hay una manera. Pero no vas a querer.

»—Dime por qué no iba a querer.

»—¿Vendrás conmigo cuando encuentre a Bedirhan?

»—Claro que sí. Irá la sección entera.

»—No quiero que vengan los otros. Sólo tú y yo…

»—¿Nosotros solos? ¿Por qué?

»—Tengo que matar a mi hermano yo mismo.

»—¿Y si son muchos?

»—No te preocupes, lo atraparé cuando esté solo.

»Dudé. ¿Podía confiar en él?

»—No vas a venir, ¿verdad? —preguntó desesperanzado.

»—Sí que iré. Pero yo también tengo una condición. Tienes que contarme por qué quieres matarle.

»—De acuerdo. Bedirhan y yo somos gemelos. Nos parecemos como media manzana se parece a la otra media. Nuestro padre es hermano de sangre del jefe del clan. Por él mató y fue a la cárcel. De niños siempre nos sentábamos a la mesa del jefe. Mi hermano es más listo que yo. Le gusta leer. Nuestro jefe lo mandó a la ciudad. “Bedirhan estudiará y se ocupará de nuestros pleitos, tú te quedarás conmigo y nos protegerás”, me dijo. Todos nos alegramos porque mi hermano iba a estudiar para ser abogado. Pero en cuanto llegó a la ciudad se olvidó del clan y se unió a la organización. Despreció la tradición. Y como si eso no bastara, regresó para liarse a tiros con el clan y las autoridades. Por eso es legítimo matarle.

»Yo le observaba la cara mientras hablaba; fruncía las espesas cejas y sus ojos brillaban como ascuas. Lo que decía era bastante convincente, pero me daba la impresión de que ocultaba algo.

»—¿Eso es todo? —le pregunté.

»—¿Qué quieres decir con que si eso es todo? —me miró a la cara y sacudió la cabeza—. Por lo que se ve, no vas a venir conmigo.

»—Sí que iré.

»—¿De verdad? —dijo enseñando los dientes amarillentos por el tabaco.

»—De verdad —contesté—. Pero ya no me insultarás allá donde me encuentres.

»—No, no te insultaré más —respondió—. Pero no esperes que me haga amigo tuyo mientras esto no esté completamente acabado.

»Eso me dijo Seyithan. Por eso aquella noche nos pusimos en marcha en persecución de su hermano Bedirhan. El sendero por el que caminábamos acababa en un robledal. Volvimos a avanzar lado a lado.

»—Tienen la guarida al final del robledal —dijo Seyithan.

»—Vamos con cuidado —susurré. En un acto reflejo, el dedo se me fue al gatillo del fusil—. Habrán dejado a alguien de guardia.

»—Sí, pero ya me he ocupado yo —y se sacó la mano del bolsillo y me mostró la palma, tenía una oreja bastante grande con la sangre aún fresca.

»—¿Cuándo lo has matado?

»—Hace una hora.

»—¿Y si sus compañeros se han dado cuenta?

»—Imposible —dijo mirando la oreja que sostenía en la mano—. El pobre desgraciado acababa de empezar su guardia.

»En el robledal hacía más frío. Tuve que controlarme para no tiritar, pues no quería que Seyithan pensara que tenía miedo. Poco después llegamos a la boca de la guarida. Era una cueva cubierta por espesos matorrales y resultaba muy difícil adivinar que detrás de ellos había un refugio.

»—Vamos a tirar una granada y dispararemos al que salga —le dije en un susurro.

»—El refugio tiene otra entrada —ahora él también susurraba—. Tira tú la granada por detrás de los arbustos y yo me encargo de la salida de atrás.

»—No —le contesté con tono decidido—. Entonces volverás a acusarme de huir de la pelea y de cobarde.

»—No, mi teniente, no diré tal cosa, te lo juró por Dios.

»—Sí que lo harás —insistí—. Ya no me fío de ti.

»—Pues fíate. Ya sabes que tengo que ser yo quien mate a Bedirhan. Si no lo hago yo, no servirá de nada.

»La mirada se me fue al refugio cerrado por los arbustos y decidí dejar de lado la discusión al darme cuenta de lo peligrosa y estúpida que era.

»—Muy bien —dije—. Contaré hasta cien y luego lanzaré la granada.

»—De acuerdo —contestó, y se deslizó como una sombra hacia el otro lado del refugio. Yo me acerqué a la boca de la cueva y aparté cuidadosamente los arbustos. Saqué la granada del cinto y comencé a contar hasta cien. Luego le quité el seguro y la arrojé al interior del refugio. Retrocedí a toda velocidad y me lancé tras un talud. La granada estalló con un gran estruendo inmediatamente después. De la boca de la guarida se levantó un humo espeso. Al mismo tiempo empezó a hablar el Kaláshnikov de Seyithan. Oí el grito de dolor de un hombre herido. Con todo, no dejé de lado la precaución y esperé un poco allí donde estaba. Un silencio de muerte envolvió el robledal. Mientras pensaba en llamar a Seyithan, volvió a oírse el ladrido del Kaláshnikov, al que le respondió una pistola. Los disparos llegaban muy apagados. Seyithan debía de haber entrado en el refugio. Todo volvió a quedar en silencio. Yo vigilaba la entrada esperando que Seyithan apareciera con un grito de victoria, pero pasaban los segundos y no se le veía. Por fin no pude aguantarlo más y me acerqué reptando a la boca del refugio. Presté atención, todo oídos. Me pareció oír que alguien gemía. No, no era un gemido, me daba la impresión de que alguien lloraba. Me introduje con cuidado muerto de curiosidad. Era extraño, allí dentro no estaba tan oscuro como había creído. La granada había abierto un agujero en el techo y por entre las ramas secas se filtraba la primera luz de la mañana. Avancé dando la espalda a la pared y con el dedo en el gatillo; ante mí apareció una roca que dividía el refugio en dos. Miré al otro lado por aquella abertura por la que apenas podía pasar una sola persona. En un lugar cercano a la entrada de la cueva yacían inmóviles dos hombres. Seyithan, entre sombras, se encontraba justo detrás de la roca; se había desplomado junto a un tercer cuerpo, que yo suponía que sería el de su hermano, y lloraba. Comprendí que lo hacía por el estremecimiento de su cuerpo. “Nuestro guerrero de corazón de piedra se ha ablandado”, pensé. Me acerqué a él en silencio. Apenas había dado unos pasos cuando notó mi presencia y se puso en pie de un salto apuntándome con la pistola. Fue entonces cuando comprendí que no era Seyithan. Yo también le apunté con el fusil. Hasta cierto punto, el fusil me daba ventaja, pero no las tenía todas conmigo porque había oído decir que Bedirhan era un tirador tan extraordinario como su hermano. Mi enemigo también vacilaba y me miraba a la cara sin saber qué hacer. Intenté acercarme unos pasos.

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