—¿No es demasiado arriesgado cometer dos delitos en una sola noche?
—Şehmuz no piensa en los riesgos. Mientras estaban robando las piezas, le dio la ventolera y pensó: «Esta noche me cargo a Hacı Settar también».
—¿Y los del pueblo? ¿A quién crees tú que hacen responsable?
—No lo sé. Si hubiéramos ido hoy al pueblo, nos habríamos enterado.
—Hay quien opina que todo esto pasa porque se está excavando Kara Kabir.
—Los de Memili,
el Manco
, y Fayat. Nadie más. El resto de la gente no cree tal cosa. Porque todos saben cómo son Memili,
el Manco
, y los de los cursos del Corán.
—¿Y no presionarán para que se paren las excavaciones?
—¿Quién iba a hacerlo? No se atreverían. Además, ustedes no están excavando en Kara Kabir. Excavan veinte metros más allá. Y aunque lo hicieran en Kara Kabir, nadie diría nada.
Esra miró sorprendida a Halaf y le preguntó:
—¿Estás seguro de eso?
—Claro que sí. Lo de tenerle respeto a Kara Kabir y temer la otra vida son cosas de otros tiempos. Ahora la gente sólo piensa en hacerse rica. Aquí la tierra es fértil y hay pocos que no tengan un terreno. Por eso nos costó tanto trabajo encontrar quien trabajara en las excavaciones. Y además nadie quiere meterse en problemas con las autoridades.
—¿Somos nosotros parte de las autoridades?
—Claro que sí. ¿No está el capitán Eşref de su lado? No se preocupe, nadie se meterá con las excavaciones.
—No es eso lo que dice el capitán…
—Él es un hombre extraño, señora Esra. Aquí entre nosotros, los soldados le llaman Eşref,
el Loco
.
—Eres injusto —contestó ella con dureza—. Eşref Bey nos ayuda mucho.
Halaf, comprendiendo que había mordido en hueso, dio marcha atrás.
—No se enfade, señora Esra. No quiero quedar mal por contar lo que se inventan los soldados.
—Vaya, vaya, tomando café sin avisar —dijo una voz interrumpiendo su conversación.
Unos pasos más atrás Timothy sacudía la cabeza con un pretendido enfado.
—Creía que estabas durmiendo —dijo Halaf poniéndose en pie—. Ven, ahora mismo te hago uno.
El americano se acercó y golpeó amistosamente la espalda de Halaf, que le llegaba a la altura de los hombros.
—Sólo era una broma. El café turco está bien después de comer. Pero como lo tomes antes de acostarte, ya no puedes dormir.
El cocinero volvió hacia Esra su mirada tímida.
—Si no tiene nada más que mandar, me voy a fregar los platos —al verle tan triste, ella comprendió que le había hablado con demasiada dureza.
—Gracias, Halaf. El café estaba exquisito. Y gracias también por la conversación.
En la cara bronceada del joven brillaron con alegría sus blancos dientes. Recogió las tazas vacías y se dirigió a la cocina.
El norteamericano se sentó frente a Esra. Tenía el pelo, liso y castaño, muy corto y por debajo de las cejas, tan bien perfiladas como las de una mujer, sus enormes y sedosos ojos negros miraban a su alrededor con una ironía que no llegaba a molestar a nadie. Una barba corta del color del cobre pero con algunas canas aquí y allá, que se extendía desde sus pómulos hasta la barbilla, completaba la mirada irónica y daba un aspecto maduro a sus definidos rasgos. «Un hombre guapo», pensó Esra. No era difícil entender a Elif, lo extraño era que ella misma no se sintiera atraída por Timothy, sino por el capitán Eşref. Esra creía que el amor nacía a causa de la necesidad. Ya desde la primera vez que se vieron, Timothy le había hecho sentir que él no necesitaba a nadie. ¿Sería verdad? ¿No necesita uno a los demás por fuerte que sea? Puede que sí, pero el norteamericano no daba esa impresión. Con él podría pasárselo bien, pero no vivir una relación con cierta profundidad. ¿Y el capitán Eşref? Sí, el capitán Eşref… No sabía por qué le gustaba. Lo único que sabía era que aquel militar que había sufrido las calamidades de la guerra, de alma cansada, la había impresionado y la emocionaba. Pero no tenía tiempo para dedicárselo al amor. Había conseguido una excelente oportunidad para el futuro de su profesión, en la primera excavación de la que era responsable habían dado con un hallazgo importante. Aquello debía ser para ella más importante que ninguna otra cosa. Y lo era, pero no podía evitar que en los oídos le resonasen las palabras de su padre: «No te creas que eres el centro de todo. No puedes resolver todos los problemas, tú sola no puedes ocuparte de todo». Quizá su problema fuera la profunda inseguridad que sentía a pesar de su actitud decidida y de su aspecto de mujer fuerte. Por eso quería demostrarle a todo el mundo su capacidad de resistencia, lo buena que era en su trabajo, y que todos lo admitieran.
—Hay algo a lo que le estás dando vueltas en la cabeza —la voz cargada de curiosidad de Timothy la distrajo de sus pensamientos—. De lo contrario, no estarías sentada aquí fuera a estas horas.
—No, no me pasa nada. Simplemente me apetecía estar al fresco.
—Aquí el fresco es muy traicionero. Ten cuidado no te vayas a resfriar.
—Parece que fueras de aquí. Conoces la región mejor que yo a pesar de ser americano.
—En Yale tenía un profesor de asurología, míster Weiss. Opinaba que los arqueólogos no tienen patria. «Tu hogar está allí donde trabajas», nos decía. Hace diez años estuve en Iraq, y aquello era mi patria. Ahora estoy aquí, y esto es mi patria.
—De todas maneras, habrá momentos en los que eches de menos tu país y tu casa.
—Por supuesto. Algunas noches se me viene New Haven a la cabeza. Echo de menos las noches de verano que pasaba con mi familia. Allá los veranos son muy calurosos. Es un calor húmedo que te ahoga día y noche. Pero a veces el viento que sopla del Atlántico pasaba el estrecho de Long Island y llegaba hasta nuestra casa haciendo sonar las campanillas que mi padre había colgado en el balcón. Incluso aquí a veces puedo oír aquel tintineo.
—¿Tu familia está en New Haven?
Timothy sacudió la cabeza con tristeza.
—Por desgracia, mis padres han muerto.
—Lo siento.
—Yo también lo sentí —dijo él con aspecto absorto—. Pero luego, pensándolo, me di cuenta de que me equivocaba al sentirlo. Tuvieron una vida larga y feliz. Mi padre podría haber muerto en la Segunda Guerra Mundial, a mi madre podrían haberla matado los cada día más frecuentes delincuentes callejeros. Pero afortunadamente no pasó nada de eso. Los dos vivieron amándose hasta que ella cumplió setenta y uno y él setenta y cinco. Y también murieron juntos, perdieron la vida en un accidente de aviación. El único deseo que no pudieron ver cumplido fue tener en sus brazos a sus nietos.
—Tú no has tenido hijos, ¿no?
—No, no he tenido hijos —respondió Timothy. Tras un momento de silencio cambió de conversación con un tono de voz muy serio—. He echado un vistazo a las tablillas que trajo el capitán Eşref.
—¿Han sufrido daños?
—No. Algunas partes tienen fisuras o se han quebrado, pero las inscripciones se pueden leer. O, por lo menos, se pueden deducir.
—Me alegro. Me horrorizaba pensar que lo que había escrito Patasana se quedara a medias.
—No creo que se quede a medias. Y seguro que encontramos más.
—Hay otra cosa que me preocupa. ¿Estarán lo bastante seguras las tablillas en el sótano de la escuela?
—¿Temes que las roben?
—Eso también, pero sobre todo me preocupa que se estropeen.
—No hay nada que temer. La puerta es segura y está bien cerrada con llave. Y no creo que unas tablillas que han aguantado dos mil setecientos años se estropeen en unas semanas. Es verdad que el sótano de la escuela no está tan bien preparado como nuestra biblioteca Beinecke, pero es lo bastante oscuro y fresco.
—¿La biblioteca Beinecke?
—¿Cómo? ¿No has oído hablar de ella? —le preguntó Timothy tan sorprendido como la propia Esra.
—No —la voz le salió con tanta aspereza como si le estuviera preguntando si acaso estaba obligada a haber oído hablar de ella.
Él se dio cuenta de que había ofendido a la joven.
—Discúlpame. No pretendía dármelas de listo. La biblioteca Beinecke es muy famosa y pensé que la conocerías.
—¿Y dónde está esa famosa biblioteca Beinecke?
—En Yale. Acoge algunos de los libros y manuscritos más valiosos del mundo. Es una maravilla de la arquitectura moderna que llama la atención entre los edificios neogóticos de la universidad. En las ventanas, en lugar de cristal, se usó un alabastro muy delgado que deja pasar la claridad. Así es como evitan que la luz dañe los libros y los manuscritos. Además, dentro tiene unos paneles especiales que conservan el calor y la humedad.
—Qué curioso —murmuró Esra admirada.
—Si algún día vienes a Estados Unidos, te la enseñaré.
—Ya me gustaría… Puede que las tablillas de Patasana tengan tanto eco como para que la Universidad de Yale nos llame sin que haga falta que me invites.
—¿Por qué no? —dijo Timothy con voz soñadora—. Está claro que van a despertar mucho interés. ¿Cuándo sabremos seguro la fecha de la conferencia de prensa?
—No lo sé. Nos lo dirá el Instituto Arqueológico Alemán. Supongo que dentro de un par de días. Pero antes tenemos que traducir las tablillas.
Timothy inclinó la cabeza con gesto abochornado.
—Tienes razón, he descuidado un poco el asunto de la traducción. Pero te prometo que mañana me pasaré el día descifrando esas tablillas.
¡Lector tenaz de estas tablillas! Voy a contarte la mayor vergüenza y la alegría más emocionante de mi primera juventud. Voy a contarte la despiadada trampa de amor en la que cayó un mozalbete que se dejó arrastrar por los engaños de su cuerpo, voy a contarte cómo prendió una pasión mortal.
Cuando aún no había la menor señal de que fueran a venir mejores días, cuando todos creíamos todavía que las oscuras noches de invierno serían interminables, el año nuevo llamó de repente a las puertas de nuestra ciudad con una brisa templada cargada de lluvia. Cuando su pie de luz se posó en nuestro umbral, las cenicientas nubes abandonaron el cielo, el sol apareció generoso, el Éufrates se hizo fecundo, las cosechas reverdecieron, florecieron los árboles. Nuestra ciudad se lavó con las abundantes lluvias, se purificó y se preparó para una nueva vida como una princesa que espera su coronación.
Al contrario que las demás festividades, la del Año Nuevo no se celebraba en el gran templo, sino en uno pequeño de una sola planta que había en medio de los fértiles campos a la salida de la Puerta Real.
Para cuando de repente llegó la fiesta de Año Nuevo, el nerviosismo no me dejaba dormir. Aquella noche no pegué ojo. A la mañana siguiente viviría una experiencia que nunca antes había vivido, estaría con una mujer. La noche se me hizo eterna mientras daba vueltas a izquierda y derecha en la cama. Mi padre, que vio que me había levantado temprano aquella mañana despertando a todo el mundo, atribuyó mi repentina vitalidad a la emoción por la fiesta de Año Nuevo. Nos lavamos y nos pusimos nuestras mejores ropas. Tal y como había ocurrido en los últimos tres años, yo estaría a su lado en las ceremonias.
Al llegar a palacio vimos que todos estaban muy nerviosos. El rey y la reina se habían despertado hacía rato. Los miembros de la Asamblea de Nobles de Panku, entre los que nos encontrábamos mi padre y yo, y los funcionarios de palacio les esperábamos mientras ellos vestían sus magníficos ropajes en las habitaciones preparadas para la ocasión. Pero nuestros señores no acababan de vestirse.
Por fin, los reyes salieron de la habitación llevando las vestiduras adecuadas a su estado. Precedidos por dos funcionarios y un guardia, salieron andando del palacio. Nosotros los seguimos. Al cruzar la puerta del palacio, músicos y salmodiadores vestidos de rojo ocuparon sus puestos flanqueando a los soberanos. Así se puso en marcha el desfile ceremonial. Los músicos comenzaron a tocar sus instrumentos y los salmodiadores a danzar mientras entonaban sus oraciones. Nuestro rey Pisiris observaba a los danzantes con una sonrisa de seguridad en sí mismo en los labios y al mismo tiempo avanzaba con pasos lentos. Tras él caminábamos los nobles. Y tras nosotros venían los funcionarios de palacio llevando los bueyes, los corderos, el vino y la comida que habríamos de ofrecer a los dioses. Al final de la procesión ocupaba su lugar la plebe. Nuestra colorida y alegre comitiva cruzó la ciudad, salió por la Puerta del Rey y caminó hasta el pequeño templo entre los campos.
En el templo, el sumo sacerdote Walvaziti recibió a los reyes, y después de las oraciones de bienvenida, entró en el interior con los demás oficiantes y los músicos. Los que se habían quedado en el jardín formaron un círculo ante los monarcas entonando sus cánticos. De repente, dos funcionarios se acercaron a ellos llevando unos aguamaniles. El rey y la reina, después de lavarse las manos con agua, entraron en el templo. Les siguió un escaso número de nobles, entre los que nos encontrábamos mi padre y yo. En cuanto entramos, a una señal del sumo sacerdote Walvaziti, los oficiantes comenzaron de nuevo a cantar salmos. Los soberanos se hincaron de rodillas ante los dioses y se inclinaron respetuosamente. Después nosotros, como ellos, también nos arrodillamos y nos inclinamos ante las divinidades. Cuando los reyes ocuparon su lugar en el trono, nosotros nos colocamos a su izquierda mirando al frente.
Una vez que se hubieron acabado los cánticos, entró el cocinero de palacio llevando la carne de los animales sacrificados cocinada con sumo cuidado. Colocó la carne en los lugares sagrados del templo, en el hogar, en la ventana y en el pasador de la puerta. Luego, tomando la copa sagrada en forma de león, le ofreció vino al rey. Pisiris tocó el vino con la mano y el cocinero se lo presentó a los dioses.
Ahora empezaba una nueva fase de la ceremonia. Los reyes se levantaron del trono y volvieron a inclinarse respetuosamente ante los dioses. Los músicos y los salmodiadores salieron. Trajeron el cetro de punta retorcida y la lanza de oro, símbolos de la realeza. Cuando el soberano tomó el cetro, la reina y él volvieron a sentarse en el trono. Les lavaron las manos de nuevo. Mientras tanto, también habían traído la mesa sagrada sobre la que se habían dispuesto los platos ceremoniales. Un pan pasó de mano en mano hasta llegar a la cabecera del grupo de funcionarios. El chambelán lo partió en dos. Otra vez, pasando de mano en mano, el pan partido se sacó fuera.