La Tumba Negra (19 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

El alemán reunió a su equipo. Los demás peones, Teoman, Esra y Kemal se dirigieron hacia el templo. Después de caminar unos metros, la jefa de la expedición se dio la vuelta y llamó a Elif, que se había quedado con Bernd.

—¿No vienes?

—Quiero tomar unas fotos —respondió la joven mientras sacaba la cámara de la bolsa—. Para el juicio.

—Muy bien, pero no te entretengas demasiado. También harán falta fotos de los otros sitios en los que han cavado los ladrones.

Cuando Esra y los demás comenzaron a alejarse, Bernd ya había puesto a su equipo a trabajar.

Las ruinas de la ciudad antigua se extendían en un círculo de varios kilómetros de diámetro. El Éufrates limitaba el círculo al este y al sur, al norte había el lecho de un arroyo que en tiempos había llevado sus aguas limpias hasta el río, pero que ahora se encontraba convertido en un auténtico pantanal y al oeste se hallaba la carretera de asfalto creando una frontera artificial. Al contrario de los campos que la rodeaban, la zona en la que se encontraban las ruinas estaba cubierta de hierbas secas. Entre las hierbas amarillas mecidas por la brisa, seguían resistiéndose al tiempo como testigos tozudos de la vida pasada de la ciudad capiteles de columnas, losas de basalto con jeroglíficos grabados, los restos aún visibles de un acueducto hundido, e innumerables fragmentos de ladrillos y mármol. Pero la prueba más irrefutable de la existencia de la ciudad antigua eran los restos del palacio, la biblioteca y el templo, en el interior de una ciudadela levantada sobre una colina a la orilla del Éufrates.

El equipo había comenzado a trabajar excavando la biblioteca y el templo. El jefe del trabajo en la biblioteca era Bernd, y el del templo, Teoman. Kemal seguía ejerciendo como responsable del yacimiento. Murat corría de un lado para otro, Elif tomaba notas cuando no estaba haciendo fotografías y Esra controlaba todo lo que se hacía, señalaba las carencias e intentaba que los trabajos de la excavación se ajustaran al plan general. Pero en cuanto empezaron a surgir las tablillas de Patasana toda su atención se concentró en las excavaciones de la biblioteca. Se sabía que en la ciudad había existido una biblioteca importante tanto por las tablillas hititas extraídas en Hattusha como por las fuentes asirias que se habían conseguido en la excavación de Nínive. Pero nunca podría haber supuesto que se encontrarían con un texto parecido a las memorias de Patasana. Si podían sacar todo lo que había escrito, no sólo habrían encontrado el primer documento histórico no oficial, sino que también harían una importante contribución a la arqueología y a la historia gracias a la oportunidad de saber con todo detalle qué le había ocurrido a aquella ciudad, una conocida metrópoli hitita asimilada culturalmente por los asirios en el 705 a. de C. Por eso, incluso mientras se dirigía al templo para determinar dónde se había realizado la excavación ilegal, tenía la cabeza en la biblioteca, en las nuevas tablillas de Patasana que podían encontrar. Esra y su equipo llegaron al templo que los reyes hititas habían usado en sus ceremonias, a unos cien metros más abajo del palacio, después de cruzar por entre los restos del camino principal, en tiempos flanqueado por el fabuloso Largo Muro de los Relieves, donde ahora sólo había lagartijas verdes correteando. No fue tan fácil como en la biblioteca determinar dónde habían excavado los ladrones. Se vieron obligados a examinar palmo a palmo los restos del templo, cuyos pilares y gruesos muros se habían desplomado hundiéndose en la tierra y del que sólo quedaban en pie las anchas escalinatas. Y después de una hora de intensa búsqueda por fin encontraron, en el lugar más inesperado, dónde habían cavado los cazadores de tesoros. En el jardín del templo, al pie de un muro hundido a unos diez metros de una esfinge de la que sólo quedaba la parte posterior del cuerpo. Şehmuz y Bekir, tal y como habían hecho en la biblioteca, habían trabajado con sumo cuidado tapando el agujero después de llevarse lo que habían encontrado. De no haber tenido conocimiento del robo, muy probablemente nunca se habrían dado cuenta de que allí se había excavado.

Esra y Teoman, inclinados sobre el suelo abierto por los ladrones, intentaban hacerse una idea de lo ocurrido palpando la tierra, como si pudieran adivinar lo que había debajo. Kemal, cinco obreros y Elif, que acababa de unírseles, les rodeaban de pie esperando en silencio. Esra levantó la cabeza desmenuzando el puñado de tierra que tenía en la mano y miró a Teoman.

—¿Tú también piensas lo que yo?

—Creo que sí.

Kemal no entendía una palabra de lo que se decían y refunfuñó.

—Pues explicadnos lo que pensáis para que nos enteremos todos de lo que ha pasado.

—Creo que nos encontramos sobre la sala en la que se aceptaban las ofrendas —dijo Esra con tono alegre.

Pero Kemal, que seguía pensando en Elif, no encontró lo bastante satisfactoria aquella explicación.

—¿Y puedo preguntar cómo habéis llegado a la conclusión de que ésta es la sala en la que se presentaban las ofrendas?

—Muy sencillo —contestó Esra—. Si en una excavación sacas tres hallazgos del mismo sitio, es que ahí hay algo.

Elif enfocó el objetivo de la cámara y empezó a apretar el disparador.

—Pero también podría ser la casa de algún hombre adinerado —objetó Kemal.

—¿Al pie de las escalinatas del templo?

—Yo estoy de acuerdo con Esra —dijo Teoman—. La sala donde se admitían las ofrendas no podía estar arriba porque traían animales difíciles de dominar, como ciervos y cerdos, y cosas pesadas, como vasijas de vino y aceite. Tenía que estar en un sitio donde fuera fácil llevar las ofrendas.

Lo que decían sus compañeros tenía lógica, pero Kemal seguía resistiéndose a admitirlo.

—No podemos estar seguros sin excavar.

—O sea, ¿que quieres que dejemos el interior del templo y nos pongamos a excavar aquí? —dijo Teoman.

—No tan deprisa —dijo Esra incorporándose mientras se sacudía la tierra de las manos—. En la reunión de esta noche evaluaremos la situación y decidiremos qué hacer. No está bien que cambiemos el plan alegremente.

Teoman respiró aliviado.

—Tienes razón. No podemos cambiar de sitio cada vez que se nos pase por la cabeza.

Kemal no protestó.

—Bien —dijo Esra—. Entonces, vamos, a trabajar. Ya hemos perdido bastante tiempo esta mañana.

Mientras Teoman reunía a los obreros y se dirigía hacia el templo, Kemal, que se disponía a seguirles, se volvió para mirar a Elif. Esra se dio cuenta de su gesto y vio que en su cara había una expresión de ira mezclada con decepción. Pensó que Kemal iba a decir algo a su novia, pero el joven siguió a los excavadores sin decir una palabra. También Elif lo había visto dudar, pero no le había hecho caso. Esra, molesta por su comportamiento, no pudo aguantarse más y le preguntó:

—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto?

—Ahora mismo acabo —respondió Elif, pensando que le hablaba de las fotografías.

—No me refería a eso, sino a tu discusión con Kemal.

Elif bajó la cámara. Después de mirar de reojo a Kemal, ya bastante lejos, dijo:

—Está loco. Tiene celos de todo el mundo.

—Pero tú haces todo lo que está en tu mano para provocárselos.

Elif no se esperaba una actitud así de Esra y, sorprendida, miró a aquella mujer que era su amiga, pero también la jefa de la que dependía.

—No sabes exactamente todo lo que ha pasado —intentó explicarse.

—Me basta con lo que vi ayer. No viniste, aunque se lo habías prometido. El pobre estuvo horas esperándote.

—Muy bien, ayer me equivoqué —dijo Elif abrumada—. Y me disculpé. Pero a él todo le sienta mal.

—¿Y tú qué harías en su lugar?

Elif pensó que Esra estaba tomando partido por Kemal, aunque habría creído que la apoyaría a ella en aquel asunto.

—Se cree con derechos de propiedad sobre mí. Yo tengo mi propia vida.

—No digo que esté bien lo que él hace, pero deberías tener un poco de cuidado.

—Ya tengo cuidado, pero a él no le basta —respondió Elif con voz tensa y cada vez más alta—. Todo lo hago mal, vaya donde vaya, mire donde mire, me ponga lo que me ponga. ¿Qué más puedo hacer?

Esra suavizó el tono de voz al darse cuenta de que Elif se estaba poniendo nerviosa.

—No debéis humillaros el uno al otro. Eso os hace daño a vosotros y… —estaba a punto de decir «a los que os rodean», cuando Elif completó la frase:

—Y hace daño a la excavación, ¿no?

Las dos mujeres se miraron a los ojos. Por primera vez desde el día en el que se conocieron, Elif observaba a Esra como si la desafiara.

—Tú sólo piensas en la excavación. La excavación esto, la excavación aquello… ¿Y la gente con la que vives? ¿Y tus compañeros? Sus problemas, sus preocupaciones…

Esra, petrificada por la sorpresa, escuchó sus quejas henchidas de rebeldía.

—Decías que los arqueólogos debían ser también psicólogos al mismo tiempo, pero ni un solo día has venido a hablar conmigo a solas. Muy amigas de boquilla…

Sus palabras eran afiladas e hirientes como cuchillos. Y, lo más importante, lo que decía era cierto. Esra no había charlado con ella tranquilamente de sus problemas en ningún momento desde que había comenzado la excavación; la había criticado, la había orientado, la había felicitado, pero todo aquello tenía que ver con el trabajo. Recordó cuando Elif y ella se conocieron. Sentada en el viejo sillón ante la discreta mesa del pequeño despacho de Esra en la universidad, le había contado que estudiaba fotografía, pero que le interesaba la arqueología. Quería participar con ellos en una excavación. Había terminado el bachillerato y su inglés era bueno. Esra, que llevaba tiempo necesitando un fotógrafo fiel, la escuchó con atención. Elif, envalentonada por la sonrisa de la arqueóloga, comenzó a enseñarle excitada las fotografías que llevaba en un catálogo verde. No estaban nada mal. Y así fue como se incorporó al equipo. Esra la estimó aún más después de la primera excavación a la que fueron juntas. Pero al parecer no había sabido demostrarle lo suficiente su aprecio.

—Cuando empecé a salir con Kemal, fui a pedirte consejo —continuó quejándose Elif—. ¿Te acuerdas? Quería saber cómo era. Y tú te limitaste a decirme «Es buen chico, es buen chico». Para ti yo no tengo ningún valor como persona…

—Te equivocas —se lanzó Esra—. Te quiero como a una hermana.

—Pues nunca me has demostrado tanta confianza.

—Intento ser justa con todo el mundo.

—La justicia no consiste en tratar a todos igual, sino en prestar a todos la misma atención —replicó la joven—. Y tú no nos has prestado ni una décima parte de la atención que le prestas a las excavaciones…

Esra pensó que lo que decía Elif era verdad, y se sintió culpable. Pero surgían tantos problemas que ni siquiera sabía por dónde empezar. Además, no estaban allí de vacaciones, así que, por supuesto, lo más importante era el trabajo, o sea, la excavación. No, no, la susceptibilidad de Elif no tenía nada que ver con ella. Quizá se hubiera enamorado de verdad de Tim. Y los celos de Kemal la tenían sometida a una fuerte tensión. «Y yo he escogido el peor momento para hablar con ella», pensó. La pobre había perdido por fin los estribos. Debía ser más comprensiva con ella. Se le acercó sonriendo.

—Mira, Elif —dijo poniéndole la mano en el hombro a la joven, que le dio la espalda a toda velocidad como si quisiera rehuirla; pero Esra no la dejó—, quizá te haya dejado de lado. Lo siento. Pero estamos viviendo días difíciles.

Notó que el cuerpo de su compañera se estremecía. Estaba llorando, desahogándose tras toda la tensión vivida desde la noche anterior. Sin saber si debía abrazarla o esperar a que se le pasara el llanto, Esra se quedó quieta a su lado torpemente. Luego se colocó frente a ella y trató de secarle las lágrimas con la mano. Elif primero intentó apartar la cara, pero de repente abrazó a Esra y comenzó a gimotear.

—Soy muy tonta, ¿no? —En un primer momento a Esra le pareció extraña aquella actitud, pero luego le agradó y la abrazó con cariño, como a una hermana pequeña. Se había emocionado y temía que si intentaba decir algo también ella se echaría a llorar.

—Tenemos que ayudarnos mucho la una a la otra —acertó a decir a duras penas mientras acariciaba tiernamente el pelo de Elif. Permanecieron así un rato, y cuando la muchacha se calmó, añadió—: Bueno, ya está bien. Como nos vean así, se van a reír de nosotras.

—Muy bien —respondió la joven. Se alejó de Esra sonándose la nariz.

—Todo se arreglará, no te preocupes.

Mientras la observaba trepar por las escalinatas del templo, Esra recordó que Orhan también se lo había hecho pasar bastante mal. Especialmente en los primeros tiempos de su matrimonio, igual que le ocurría a Elif, no le parecía bien nada de lo que se ponía, que si era muy ajustado o muy escotado, y en cuanto hablaba un poco con algún compañero de la universidad, ponía la cara larga y empezaba a montarle un numerito de celos. ¿Por qué hacía eso la gente? ¿Por qué temían perder a la persona amada? Bien, pero ¿qué puedes hacer si ya no te quiere? Quizá Elif no quisiera a Kemal. Nadie podía culparla por eso. La única solución era que él se hiciera a la idea y la olvidara.

Mientras pensaba en todo aquello, vio venir a Murat por el camino del palacio. Estaba muy inquieto y caminaba a paso rápido, casi como si corriera. Esra se encaminó hacia él con curiosidad.

—Te estaba buscando —gritó el muchacho todavía a unos metros de ella.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—¡Han matado al jefe de los guardias rurales!

—¿Qué? ¿Qué me estás diciendo?

—¡Han matado al jefe del clan de los Türkoğlu!

—¿A Reşat Agá?

—El mismo. A la salida de la aldea de Göven, le cortaron la cabeza y se la pusieron en el regazo.

—¡Dios mío! —dijo Esra horrorizada. Reşat Türkoğlu era un hombre flaco y de estatura mediana. Debía tener unos cuarenta años, pero parecía mayor. Tenía un bigote estrecho y siempre andaba por ahí de traje. Sus ojos inquietos miraban con astucia por debajo de sus delgadas cejas. A Esra le parecía, más que uno de esos agás crueles que siembran el terror, un comerciante provinciano que conoce bien su oficio. Decían que no llevaba armas, pero cada vez que ella lo había visto le acompañaban sus hombres.

—¿No estaban con él sus hombres?

—No. Había ido a la aldea de Göven por un asunto de faldas. Por eso estaba solo.

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