La Tumba Negra (22 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Ya te lo he dicho. Me da miedo que le ocurra algo a alguno de los del equipo.

—Nadie se atreverá a atacarnos. Saben que tenemos de nuestra parte al capitán.

—Pero a la organización le importa un bledo el capitán —dijo ella tremendamente preocupada—. Han matado a maestros y han secuestrado a ingenieros.

—¡Pero si por aquí no actúa la organización!

—El capitán dice que lo hace en secreto y que además recibe ayuda del clan de Genceli. Mahmut, el hijo menor de los Genceli, está en la montaña. Y Eşref dice que Müslim, el jefe del clan, es un simpatizante o que al menos está dispuesto a encubrirles.

Timothy se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo del pupitre en el que estaba sentado y negó con la cabeza.

—El capitán Eşref no es capaz de verlo de forma objetiva. Es algo que pasa cuando uno lleva tantos años combatiendo. Sería mejor que no te tomaras demasiado en serio su punto de vista.

—¿No eres un poco injusto con él? —preguntó Esra con expresión ofendida—. Nos ha ayudado mucho. De no ser por él, puede que no estuviéramos excavando ahora.

—Me has entendido mal —intentó explicarse Timothy—. A mí también me cae bien el capitán. No tengo la menor duda de que es un militar honesto. Pero padece cierto tipo de enfermedad. Se le llama el síndrome de la guerra. Es algo que te vuelve loco, que te convierte en un paranoico.

—Hablas como si hubieras estado en la guerra —dijo ella con una sonrisa burlona en los labios.

—Sí —contestó el americano—. Fui
marine
en Vietnam.

A Esra se le congeló la sonrisa en los labios.

—¿Estás de broma?

—¿Por qué iba a estarlo? ¿Es que no parezco haber estado en la guerra?

Esra paseó su mirada por su cuerpo musculoso y atlético.

—No, no —respondió sacudiendo la cabeza—, no quería decir eso. Es sólo que… ¿Qué hacía alguien como tú en la guerra? En una guerra a miles de kilómetros de su país, además.

—Es la pura verdad. Yo también estuve en Vietnam. Y en pleno meollo. Permanecí allí hasta que Estados Unidos se retiró.

El asombro en la mirada de Esra dejó su lugar a la sospecha. De vez en cuando pensaba que, tras los profundos conocimientos, la amplia experiencia y la madura personalidad de Timothy, se ocultaba algo que no cuadraba del todo. No resultaba muy normal que alguien fuera tan bueno, que tuviera con los demás una actitud tan próxima a la perfección. Pero nunca había tenido motivos para sospechar de él. En cambio, ahora se enteraba de que el colega en el que más confiaba había estado en la guerra.

—¿No serás agente de la CIA, verdad Tim? —preguntó medio en broma.

El americano se echó a reír a carcajadas.

—Has dado en el blanco —dijo cuando pudo parar de reír—. Ahora mismo está usted hablando con Timothy Hurley, especialista en Oriente Próximo de la CIA. Estoy realizando trabajos de inteligencia para nuestras actividades operativas. La arqueología es sólo una tapadera.

—No te rías tanto de lo que he dicho. —Esra intentaba ocultar sus sospechas con un tono bromista—. No olvides que uno de los primeros en excavar en esta región fue Lawrence, el famoso agente inglés.

—Claro, claro, tienes razón, y yo le he tomado como modelo. —Timothy se tomaba el asunto claramente a guasa—. Soy un gran admirador suyo. De hecho, mi nombre en clave en la CIA es Lawrence. Pero yo no soy Lawrence de Arabia, sino Lawrence de Barak.

Por fin Esra se echó a reír también.

—La paranoia es contagiosa —dijo él ya más calmado—. De tanto andar con el capitán, ya ves, tú también has contraído la enfermedad.

—¿De verdad estuviste en la guerra?

—Ya te lo he dicho.

—¿Por qué te alistaste?

Ya no reía, y observaba con curiosidad a su colega.

—Estudié en Yale con una beca del ejército. Mi padre era capataz en una fábrica de televisores. Como comprenderás, no tenía dinero para que yo estudiara en Yale. En cuanto conseguí la beca pude matricularme, pero los que estudian con una beca del ejército deben pagar su deuda haciendo el servicio militar.

—O sea, que no fuiste voluntario.

Timothy se quedó absorto y sólo respondió después de pensar un rato.

—En realidad, sí que quería ir a la guerra. Era muy joven y no se puede decir que fuera un muchacho con mucha iniciativa. Todavía no tenía ningún objetivo claro. Quería demostrar de lo que era capaz. Por aquel entonces los movimientos de protesta contra la guerra de Vietnam acababan de empezar. No me uní a ellos quizá porque era demasiado tímido, o quizá porque no me gustaban los que dirigían las protestas. Pensaba que sólo eran un montón de vagos irresponsables de pelo largo que no hacían más que fumar hierba y organizar orgías. Y un poco como reacción me fui voluntario a la guerra, creía que era una forma de demostrar mi patriotismo. Te puede parecer fruto de la ignorancia, incluso estúpido, pero si lo consideras como la búsqueda de un joven que intentaba encontrar una identidad y que no tenía demasiadas opciones, me entenderás mejor. Por supuesto, los resultados no fueron todo lo buenos que cabía esperar…

El ensimismamiento de la mirada de Timothy se hizo más profundo.

—¿Tuviste que matar a alguien? —preguntó Esra. Intentaba comprender a qué se habría enfrentado Timothy, qué habría sentido. Pero, y eso era lo más importante, quería averiguar qué había bajo la aparentemente perfecta personalidad de su colega.

Daba la impresión de que él no había oído la pregunta; ni su cara perdió la seriedad, ni se alteró el sentimiento de su mirada.

—Supongo que viviste experiencias horribles —insistió ella.

Timothy movió la cabeza como dándole la razón.

—Pero también aprendí mucho. La guerra, por alto que sea su precio, es una de las mejores escuelas del mundo.

—Ojalá no existiera una escuela así.

—Eso es imposible —dijo el americano desprendiéndose de su ensimismamiento—. ¿Puedes pensar en la historia sin guerras? ¿O en la sociología, la economía o la psicología? ¿Y la medicina? Recuerda que la época en la que más avanzó fue cuando los nazis utilizaron como cobayas a los judíos. La guerra es una de las formas de existencia del ser humano. Eso es así desde el punto de vista individual y desde el punto de vista social. No hay nada mejor para sacar a la luz la maldad de nuestro espíritu. Las personas nunca han renunciado a ese juego y dudo que lo hagan a partir de ahora.

Esra le miró con extrañeza.

—Es como si defendieras la guerra.

—¡No! ¡Por supuesto que no! No la defiendo. Sólo intento comprender a esa extraña criatura a la que llamamos ser humano.

—¿El ser humano? —vaciló Esra—. Pero la razón de las guerras son los intereses de los Estados, de los países, de las clases sociales. ¿Hasta qué punto es correcto culpar a las personas normales y corrientes?

—Tienes razón en lo primero que has dicho. Las guerras se han hecho y se harán por los intereses de las clases sociales y los Estados. Pero al final los que clavan la bayoneta, aprietan el gatillo, arrojan la granada o conducen el tanque son precisamente personas normales y corrientes. O sea, el pueblo en armas. Hasta ahora se han opuesto a la guerra muy pocos soldados. ¿Cuántas veces en la historia se han unido los soldados de dos ejércitos enfrentados para decir basta ya, no queremos combatir, y arrojar las armas? En cambio, te puedo dar miles de ejemplos de hombres que disfrutan matando y que lo han convertido en una profesión.

—Muy bien, pero si dejan las armas habrán cometido un delito de insubordinación —objetó ella—. Y quizá les fusilen por traidores.

—¿Es que no van a morir en la guerra? ¿No tendría más sentido morir por una causa más digna, por la paz?

—Es un problema de concienciación —dijo Esra, a la que ya no quedaban vías de escape—. Si se creara una sólida cultura de paz…

—Eso es precisamente lo que quería explicar. La paz no es algo que le salga de dentro a la gente. El ser humano no demuestra en no matar el mismo esfuerzo ni la misma abnegación que muestra para matar. Para asegurar la paz, tendría que venir desde fuera una nueva corriente de conciencia.

—¿Y no pasa lo mismo con la guerra? —aventuró ella—. Los gobiernos no se arriesgan a ir a la guerra sin antes haber preparado al pueblo.

—Puede, pero se ha demostrado miles de veces que la guerra es algo malo y terrible. No sé cómo es posible que se pueda arrastrar a la gente a una masacre con unas consecuencias tan terribles. Y si se les puede arrastrar, hay que buscar las causas tanto en las políticas insensibles de los estados y en los intereses de las clases codiciosas como en la propia forma de ser de las personas.

Aunque no estuviera de acuerdo con el punto de vista de su colega, Esra no pudo evitar decir:

—Interesante —y no es que lo dijera simplemente por hablar. Timothy había conseguido sorprenderla de verdad. Pensaba que se trataba de un hombre con una visión optimista de la vida. Y no sólo Esra, sino todos en la excavación lo creían, porque eso era lo que demostraba con su comportamiento. Sin embargo, lo que estaba diciendo probaba justo lo contrario. Para estar segura, le preguntó—: ¿No crees que el ser humano sea bueno, verdad?

—Y tú, ¿lo crees? —Timothy respondió a su pregunta con otra pregunta—. Mira los cinco mil años de historia. Están llenos de matanzas, masacres y guerras.

—Pero al mismo tiempo también están llenos de magníficas ciudades, de descubrimientos científicos y de obras de arte inmortales. Sí, puede que el hombre no sea absolutamente bueno, pero tampoco es absolutamente malo. En mi opinión, tiene la misma proporción de ambas cosas.

—En la mía, tiene algo más de maldad. La maldad siempre es más atractiva que la bondad.

Aquellas palabras, que Timothy dijo con una expresión decidida, como si estuviera declarando que para él se trataba de una verdad inmutable, le hicieron intuir a Esra que había llegado el momento de poner punto final a la discusión.

—En fin. Mira tú dónde hemos acabado. Vamos a lo nuestro. ¿Qué me dices?, ¿hablamos con el capitán sobre la cuestión de la excavación?

Él suspiró y volvió a llevarse la mano a la barba.

—Si quieres mi opinión, es mejor que no saquemos a relucir el tema. Basta con que le pidamos que se asegure de que estamos bien protegidos.

—¿Y si nos dice que detengamos el trabajo porque no puede protegernos?

En los ojos oscuros del americano apareció un resplandor travieso.

—No creo que lo haga. A él le importa más lo que puedas decir tú.

Esra se sonrojó. Así que Timothy había notado la atracción mutua que sentían ella y Eşref.

—Le preocupa que nos pueda pasar algo —dijo con una evasiva—. Y no es que le falte razón.

—Yo creo que exagera. Y, aunque fuera verdad, bastaría con que nos diera protección.

Esra seguía sin estar segura.

—Así que tú dices que sigamos adelante con la excavación pase lo que pase.

El americano la miró como si hubiera oído una barbaridad.

—No te entiendo —su voz sonaba rebelde, airada—. Mucho más que los asesinatos, me sorprende que te comportes como si quisieras huir a la menor excusa.

—Pero tengo una responsabilidad con los demás miembros del equipo.

—¿Y crees que los del equipo quieren detener la excavación?

—Murat sí.

—Murat todavía es un niño. Bernd, Kemal, Elif y hasta Teoman se sienten orgullosos de participar en una excavación como ésta. ¿No ves la emoción en sus caras cada vez que sacamos una tablilla?

—La verdad es que tienes razón. Hoy hemos encontrado otras tres. Hay dos rotas, pero aun así se pueden leer.

—Ésa era la noticia que quería escuchar. Con un poco de suerte, dentro de poco tendremos todos los escritos de Patasana —dudó y luego miró sonriendo a Esra—. Y tú insistiendo en problemas que no tienen que ver con nosotros. Esos problemas existían antes de que llegáramos y seguirán existiendo después de que nos vayamos. Sin embargo, las tablillas de Patasana no podemos encontrarlas en ninguna otra parte. Si las sacamos a la luz, la humanidad entera conocerá al gran escriba y tendrá la oportunidad de leer los primeros documentos que han existido en la tierra de una historia no oficial. Y tú, la jefa de la excavación, en lugar de pensar en cómo vamos a anunciar al mundo este extraordinario descubrimiento arqueológico, te preocupas por asesinatos y le das vueltas a asuntos que son responsabilidad de los gendarmes. ¿No ha llegado ya la hora de que te dediques por completo al trabajo?

Duodécima tablilla

Cuando vi a Ashmunikal en el cuarto del templo, pensé que ya había llegado la hora. Mi alma se lavaría en aquel río enloquecido, mi piel se saciaría en aquella mesa divina, mi sed se apagaría con aquel vino sagrado. Me había equivocado. El amor era prueba, secreto, causa. Cuando me desperté en el lecho sagrado de la diosa en la habitación del templo y vi que Ashmunikal no estaba a mi lado, lo comprendí.

La busqué con la mirada asustada de un cordero que ha perdido a su madre; no estaba. Me puse en pie y cubrí mi cuerpo delgado con mis adornadas ropas. Salí al pasillo con la esperanza de encontrarla, como si me lo mereciera; no estaba. La música había enmudecido, las llamas de los candiles que iluminaban el largo pasillo temblaban próximas a extinguirse. Sin sentir la menor vergüenza me detuve en las puertas que daban al corredor y escuché; no se oía nada. Era como si todo el mundo hubiera desaparecido, como si en aquel templo enorme no quedara nadie aparte de mí y mi vergüenza. Y los dioses, sin duda, ellos que todo lo ven y lo saben y que nos manipulan a su antojo. Me dirigí a la sala atemorizado. Cerca del final del pasillo sonaron en mis oídos unos susurros. Aquellas voces me tranquilizaron un poco. Al entrar en la sala iluminada por la exhausta luz vespertina que se filtraba por las ventanas, sólo vi a Walvaziti reprendiendo a un sacerdote joven. Se me pasó por la cabeza que podría preguntarle a él por Ashmunikal, pero al sentir sobre mí la mirada del sumo sacerdote cuando se dio cuenta de mi presencia, noté un escalofrío. Le saludé y me encaminé hacia la salida. Sin embargo, apenas había dado un par de pasos cuando su voz ronca me detuvo:

—Espera, joven Patasana.

Me quedé petrificado donde estaba. Walvaziti vino a mi lado. Esperaba lo que tuviera que decirme curioso, avergonzado, extremadamente confuso. ¿Le habría contado Ashmunikal a todo el mundo lo que había ocurrido? No, parecía una mujer demasiado noble como para hacerlo. ¿Y si lo había hecho? ¿Y si en cuanto salió de la habitación les había contado a las demás prostitutas del templo mi incompetencia, que no podía considerárseme un hombre? De ser así, nunca se lo perdonaría. El sumo sacerdote se detuvo justo delante de mí.

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