—¿Quién te lo ha contado?
—Primero los soldados y luego el pastor que encontró el cadáver… Estaba en la comandancia para prestar declaración. También pude hablar con él. Había salido de su casa a medianoche. Cuidaba el ganado de los de su aldea y el de los de Göven. Cuando se acercaba a Göven, vio una silueta en medio del camino. Había luna llena, pero como la luz le daba de espaldas no pudo comprender qué era. Pero en cuanto los perros se pusieron a ladrar como locos comprendió que había pasado algo malo. Se acercó y vio un cadáver sin cabeza. Mientras retrocedía muerto de miedo, se dio cuenta de que la cabeza estaba en su regazo…
Por un instante a Esra le pareció verlo todo. Un cadáver en medio del camino solitario, una cabeza con los ojos desorbitados por la sorpresa en el regazo y, detrás, la luna llena redonda como una rueda. Unos metros más allá, el pastor a punto de perder la cordura por el terror.
—El pastor regresó a su aldea corriendo como alma que lleva el diablo —continuó Murat—. Intentó llamar a las puertas y gritar. Pero no le salía la voz porque se había quedado mudo del susto. A la gente de la aldea le costó muchísimo trabajo lograr calmarlo. Todavía temblaba del susto cuando habló conmigo.
—¿Y no vio a nadie en el lugar del crimen?
—Dice que vio a un hombre volando en la oscuridad.
—¿Qué quiere decir eso de «un hombre volando en la oscuridad»?
—Es lo que dijo el pastor. Que vio a un hombre que se alejaba a toda velocidad montado en el viento.
—O sea, corriendo.
—No, no dijo corriendo, sino volando. El capitán piensa como tú, que el pastor, preso del pánico, vio a un hombre huir en la oscuridad y le pareció que volaba.
—Y, claro, no se sabe quién ha sido el asesino.
—Según el capitán Eşref, los terroristas. Y me ha encargado que te diga que te andes con cuidado.
Esra sabía que en realidad el mensaje quería decir: «¿Ves cómo tenía yo razón?» En su interior se agitó un extraño resentimiento apenas perceptible. Luego pensó que no tenía ningún motivo para enfadarse con él. Quizá el capitán tuviera razón y realmente la organización estuviera detrás de los asesinatos.
—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Murat asustado por su misterioso silencio—. Primero Hacı Settar, luego el jefe Reşat… ¿Crees que la misma persona cometió ambos asesinatos?
—No lo sé —contestó Esra. A pesar de que todavía era muy temprano, su voz sonaba cansada y desesperada—. Espero que no. O que la gente no lo crea así. En caso contrario, volverán a relacionar los crímenes con la maldición de Kara Kabir.
Murat la miró de una forma rara. Se acercó un poco más a ella.
—Puede que la gente tenga razón —dijo—. Puede que realmente estemos malditos.
Hasta ese momento ella no había hecho el menor comentario sobre el interés de Murat por el mundo místico, pero no pudo soportar que mezclara sus creencias con las excavaciones.
—¡No digas tonterías! —gritó.
—No estoy diciendo tonterías. ¿No hablaban las tablillas de Patasana de una maldición que se desplomó como un muro oscuro sobre las luminosas orillas del Éufrates? ¿No nos avisaban de que no se debían tocar las tablillas sin antes haberse ganado el corazón de los dioses a riesgo de sufrir una maldición?
La relación que Murat establecía entre las tablillas de Patasana y los asesinatos era absurda, pero eso no impidió que a Esra se le pusiera la piel de gallina.
—¿Estás loco? —rugió, o quizá se estuviera gritando a sí misma por haber sufrido aquel escalofrío—. ¿Estás interpretando lo sucedido según las creencias de una cultura de hace dos mil setecientos años?
—También en nuestros días… —intentó explicarse Murat.
—¿Quieres dejarlo ya, por favor? —le interrumpió—. Ya tengo bastantes problemas como para encima tener que luchar con tus supersticiones.
—Pero…
—Ni pero ni nada. Olvida esas tonterías. Y si no las quieres olvidar, deja de inmediato la excavación —dudó, y miró a Murat con ojos suspicaces—. ¿Le has dicho a alguien que han matado a Reşat Agá?
—No —tartamudeó el muchacho—. Pensé que lo correcto era que tú lo supieras primero.
—Bien pensado. Yo se lo contaré a los demás. Y si oigo de otros, especialmente de alguno de los obreros, alguna de esas ideas tuyas sobre la maldición, no volverás a venir a excavar conmigo.
Esra lo dejó y echó a andar mientras el estudiante la miraba irse desesperado. Se dirigió a paso rápido a la fortaleza como si al alejarse de Murat se deshiciera de sus problemas. No quería pensar en quién podría haber cometido los asesinatos ni por qué, no quería elucubrar, no quería sospechar de nadie, no quería discutir consigo misma, pero su mente no la obedecía y le daba vueltas sin parar a las posibilidades más insólitas. Si con tanto pensar hubiera llegado a alguna conclusión, bien. Pero siempre acababa en el mismo sitio, en aquella oscura y resbaladiza incertidumbre. Quizá lo más correcto fuera detener la excavación. Primero Hacı Settar, luego el jefe Reşat… La muerte giraba en torno a ellos. Hacı Settar era el hombre que más había intimado con ellos y la aldea donde habían matado al jefe estaba sólo a unos kilómetros de la escuela en la que se encontraban. Puede que ahora le hubiera llegado el turno a un miembro del equipo. ¿Valía la pena arriesgarse a poner en peligro vidas humanas por una excavación?
Se detuvo al llegar a las ruinas de la fortaleza, el cielo se había teñido de rojo y poco después el sol saldría tras las nubes anaranjadas. Caminó hasta el más alejado de los hundidos bastiones, hasta ver las aguas azules del Éufrates. El río fluía en el llano gris retorciéndose como una serpiente gigantesca.
Se sentó en cuclillas apoyando la espalda en los restos del bastión. Encendió un cigarrillo. Le dio una profunda calada. No tiene sentido insistir, pensó mientras expulsaba el humo. Había llegado la hora de detener la excavación. Le dio una nueva calada al cigarrillo. ¿O acaso exageraba? No, por Dios, no exageraba. Realmente estaban teniendo mala suerte. Se habían cometido dos asesinatos, los del equipo estaban inquietos, la gente estaba inquieta, el capitán estaba inquieto, y ella estaba a punto de volverse loca. Las contrariedades se seguían unas a otras. No, a partir de ahora no podía arriesgarse más. Si le pasaba cualquier cosa a alguien del equipo, tendría remordimientos de conciencia lo que le quedaba de vida. ¡No se acabaría el mundo porque las tablillas de Patasana esperaran un poco para salir a la luz!
Soy Patasana, nieto del sabio Mitannuwa, hijo del escriba Araras. Soy Patasana, que rompió la cáscara de su niñez para ahogarse en el torbellino enloquecido de la juventud, el oscuro inexperto en el amor, de oscuro sino y oscuras esperanzas.
Sabría que la joven de blanca túnica, pelo negro y ojos de gacela con la que me encontré en el templo, en el dormitorio de la diosa Kupaba, se llamaba Ashmunikal.
Sabría que tenía la cintura estrecha, el cuerpo de ciprés, la piel marfileña y la voz de ruiseñor.
Sabría que era dócil, suave, sus labios dulces y su mirada luminosa.
Sabría que me avergonzaría, que me haría feliz, que me asfixiaría en la tristeza, que moriría por mí, que me abandonaría dejándome que me retorciera entre miedos y dolor.
Sabría que haría de mí un miserable, un cobarde, un traidor, ladino y cruel.
Sabría, aunque entonces lo ignoraba, que los dioses habían ocultado mi malhadado destino en los ojos castaños de Ashmunikal, la joven más bella de esta orilla del Éufrates.
Sabría que los dioses querían que me enfrentara con mi destino y que sus deseos eran irrevocables.
Empecé a saberlo desde el primer momento en que vi a Ashmunikal en el templo. Al notar que no podía apartar la mirada de ella, las dos prostitutas sagradas que se me habían acercado volvieron los ojos hacia ella. Y cuando vieron la mirada furtiva que Ashmunikal me dirigía por entre sus largas pestañas, salieron de la habitación con la sincera sonrisa tan propia de las personas de mundo. Así, si no tenemos en cuenta el silencio, no quedó entre Ashmunikal y yo otro obstáculo que el espacio vacío que mediaba entre ambos. Pero el silencio se iba profundizando como un precipicio que nos separaba. En ese momento demostró que era más valiente que yo, aunque le temblara la voz.
—Soy Ashmunikal, prostituta de la diosa Kupaba. En presencia de la diosa te he escogido como pareja para honrarla —según hablaba iba incrementando su confianza en sí misma—. Soy la más joven de las prostitutas del templo, la intacta, y me ofrezco a ti. Te llamo a que consagremos este lecho con nuestros cuerpos —y se acercó a mí.
Con sus largos y delicados dedos me tocó las manos, que yo tenía cruzadas sobre el pecho. A mi timidez se había añadido la admiración que sentía por su belleza y me encontraba bastante desorientado. Era como si la sangre se me hubiera desvanecido de las venas, estaba tan petrificado como las esculturas de las esfinges que había en la puerta del templo. Era como si ante mí no tuviera una mujer de carne y hueso sino una diosa. Ni siquiera podía recordar la más inocente de las escenas de coito que había vivido en mis sueños. Sin que pasara mucho, Ashmunikal se dio cuenta de que yo era tan tímido al menos como ella. Aquello la tranquilizó. Quizá ella sufría el miedo de poder encontrarse con un hombre que le hiciera daño o que se burlara de su inexperiencia. Pero al ver ante sí a alguien tan inexperto y más acobardado que ella, se liberó de sus miedos. Y era necesario que lo hiciera porque toda la responsabilidad de la ceremonia era suya. Ella era quien debía dirigirla y rendir cuentas a la diosa Kupaba. Por mucho miedo que tuviera, por muy nerviosa que estuviera, debía cumplir adecuadamente con su misión. Yo, si quería, podía incluso escaparme del templo, ella no. Pero tampoco es que tuviera intención de escapar. Y además, tras ver mi miedo, ella había recuperado la confianza en sí misma. Me dijo que la siguiera y se dirigió hacia la cama. Aquello me asustó aún más. Pensé que tendría que desnudarme ante ella. Se me apareció ante los ojos su esbelto cuerpo. Pensé en mis hombros salientes y mis brazos flacos, tan poco dignos de aquella hermosa joven. Con todo, no pude impedir seguirla. Se sentó en la cama y me llamó a su lado. Hice lo que me decía. Nos sentamos juntos. Me tomó la mano y volvió su cara hacia la mía, pero yo era incapaz de mirarla y apartaba los ojos, como si tuviera ante mí a una leprosa. Mi mirada bajó deslizándose por su largo cuello hasta entrever sus rosados pezones, evidentes bajo la blanca túnica, que recordaban a dos capullos sin abrir. Noté que se me secaba la boca y que las manos me sudaban. Deseé que no notara el sudor de mis palmas. Y como si obedeciera a mi deseo, Ashmunikal apartó sus largos y delicados dedos de mi mano y los posó sobre mi pecho. Intentaba acariciarme. Se comportaba como una veterana, pero sus movimientos eran tan inexpertos que hasta yo, a pesar de lo bisoño que era, podía entenderlo. Con todo, al menos era capaz de tocarme. Yo, no digamos ya tocarla, ni siquiera podía darle respuesta con una mirada de agradecimiento. Luego, no sé cómo, nuestras miradas se cruzaron por un instante. Intenté apartar la mía, pero no lo conseguí. Me sacudió el mareante fragor de un pozo oscuro. Aquellas dos gotas castañas de oscuridad poseyeron mi mente, mi corazón y mi cuerpo. Ashmunikal, ignorante del efecto que provocaba en mí, me sonreía con calidez para tranquilizarme. Aquella sonrisa, por poco que fuera, me dio valor. Conseguí sonreírle yo a ella. Ashmunikal volvió a alargar su mano hacia las mías y, mientras lo hacía, yo me sequé a toda velocidad el sudor de las palmas con la ropa. Me tomó la mano derecha y se la llevó a la cara, a la mejilla izquierda. La mejilla parecía arder. Por fin pude mover los dedos y pasárselos por la cara, aunque fuera muy lentamente. Al notarlo, ella apretó la mejilla contra mi palma. Me clavó la mirada en el rostro. No quedaba la menor huella de su anterior timidez. En su cara podía leerse la decisión de una mujer que sabe lo que quiere. Soltó mi mano y se puso en pie. Empezó a desnudarse delante de mí. Y yo, estúpido, vergüenza de los hombres, agaché la cabeza mientras ella me ofrecía el tesoro más valioso del mundo. Fue entonces cuando me di cuenta del gran desastre que se me avecinaba. Mi órgano sexual, que se endurecía como una daga cada vez que pensaba en alguna mujer, no digamos ya en una belleza como Ashmunikal, parecía haberse fundido entre mis piernas, se ocultaba como si hubiera desaparecido. Suspiré temeroso y avergonzado. Pensé en levantarme de inmediato e irme de allí. Pero no podía resignarme a fallar. Me había llevado hasta allí el sumo sacerdote Walvaziti, y además no podía abandonar de aquella manera a la bella muchacha. Una vez que se deshizo de su ropa, Ashmunikal, con una sonrisa coqueta, se tumbó en la cama tapándose los pechos con las manos, como si se avergonzara. Luego me pidió que me tumbara junto a ella. Obedecí su orden en silencio. Sus labios, como sus piernas, estaban entreabiertos. La joven más hermosa de las orillas del Éufrates me esperaba con las piernas entreabiertas para que la arara como si se tratara de un campo fértil, pero yo me encontraba paralizado, mirándola con desesperación, como un campesino al que se le ha roto el arado. Ashmunikal, sin entender del todo lo que ocurría, intentó quitarme la ropa. Yo le pedí que fuera despacio. Ella insistió y al fin consiguió desnudarme. Ahora mi cuerpo flaco estaba junto al suyo, sublime, comparable tan sólo a las frutas que crecen en el jardín de los dioses. Me avergoncé aún más y con un último esfuerzo intenté recoger mi ropa y volver a vestirme, pero Ashmunikal me lo impidió.
—No tengas miedo —dijo—, basta con que me toques. Toma mis labios con tu boca, calienta tu piel con la mía, pon tu mano entre mis piernas.
Hice lo que me decía tan avergonzado como un general que es consciente de que ha perdido la batalla de antemano. Empecé a besarla, saboreé la miel de sus labios, noté la calidez de su piel en mi sangre, mis dedos se humedecieron con el rocío de su órgano sexual. Oí cómo suspiraba profundamente, sentí cómo su cuerpo comenzaba a frotarse contra el mío poco a poco y cómo se contraía. Yo también froté mi cuerpo contra el suyo, pero todo fue en vano, al parecer los dioses me habían prohibido que amara aquel día. Ashmunikal volvió a tenderse a mi lado, y después de secar con su mano el sudor de preocupación de mi frente, posó un beso en mis labios.
—Mi hombre —dijo—. Eres mi primer hombre.
En cuanto dijo aquello, me eché a llorar. Lloré primero en silencio y luego con fuertes sollozos. Ella me abrazó, me apretó contra su pecho y secó mis lágrimas con sus manos después de besarlas. Me acarició el pelo y me mimó hasta que me tranquilicé, y me acunó entre sus brazos hasta que me quedé dormido. Ella se durmió conmigo.