Pero al despertarme ya no estaba allí. Me había abandonado, dejándome con mi desesperación, mi vergüenza y mi miedo.
Esra se guardó su miedo para sí misma. No dijo nada a nadie ni cuando dieron un descanso a media mañana para que los obreros almorzaran, ni cuando dejaron de trabajar a mediodía. Quería que al menos ese día la excavación continuara sin interrupciones. Y, además, después de la charla de aquella mañana, no le apetecía que los obreros se enteraran de la noticia por ella. Tenía la sensación de que no podría sobrellevar una nueva discusión con Şıhlı ni con los demás. A lo largo de la jornada de trabajo estuvo aparentando estar ocupada yendo y viniendo entre la biblioteca y el templo, pero en realidad no paraba de dar vueltas a la idea de detener la excavación. Examinaba con ojos tristes cada piedra y cada resto de la ciudad antigua, como si no fuera a volver a verlos nunca más. Ni siquiera pudieron alegrarle el ánimo tres nuevas tablillas extraídas de la biblioteca, dos de ellas rotas. ¡Qué no habría dado por ser capaz de compartir los sentimientos de Bernd, que decía alegre mientras limpiaba de tierra con el pincel las tablillas con escritura cuneiforme: «Como sigamos así, dentro de poco conseguiremos todos los escritos de nuestro querido Patasana»! Pero los acontecimientos que se cernían sobre ellos como negras nubes le ensombrecían el corazón y asfixiaban su alegría. La primera excavación que dirigía se quedaría a medias y las tablillas de Patasana, uno de los hallazgos más importantes de los últimos años, no llegarían a ver la luz. Era una enorme injusticia. No, era mala suerte… Habría que suspender también la conferencia de prensa. Los alemanes iban a montar en cólera. Pues que se enfadaran, las tablillas de Patasana no eran más importantes que las vidas humanas. Y quizá no volviera a ver a Eşref. Aquello no se le había ocurrido. «¡Ay, Dios! Mira lo que me preocupa. Si no vuelvo a verlo, ya está. Como si fuera algo mío», se dijo queriendo apartar la cara morena del capitán de su mente. Pero no podía olvidarla. Recordó todo lo que él le había contado la noche anterior y cómo luego se había alejado como si quisiera huir. Se repuso, aunque seguía nerviosa.
—Ve un poco más despacio —le dijo a un obrero joven que estaba cavando—. ¿No oyes ese ruido sordo? Puede que haya algo enterrado.
El muchacho enrojeció. Que una mujer le amonestara abiertamente delante de todo el mundo le avergonzó, pero al mirar de reojo a sus compañeros y ver que nadie había prestado la menor atención, se quedó más tranquilo. Comenzó a cavar con más cuidado. En realidad, Esra no permaneció mucho rato a su lado. Pronto se dirigió hacia los trabajadores que estaban en la parte baja de la biblioteca.
El único en toda la excavación que comprendía la razón de su nerviosismo era Murat. Pero después de la reprimenda que se había llevado intentaba pasar desapercibido acurrucado junto a Bernd, ayudándole en silencio a limpiar las tablillas.
Dejaron de excavar cuando tuvieron el sol justo encima de ellos. En esta ocasión Esra no subió al microbús, sino que acompañó a Bernd y Teoman en el todoterreno que conducía Kemal; Elif la siguió como un gatito dócil. Murat volvió a subir al microbús con los obreros. Aunque estaba sola con sus compañeros en el coche, que avanzaba por el camino rodeado de campos de algodón y maíz, no les dio la noticia de la muerte de Reşat Agá. «Ya se lo contaré cuando lleguemos a la escuela», pensó. La razón de que no quisiera darse prisa era que, a pesar de que creía en la necesidad de detener los trabajos, en su corazón todavía existía la esperanza de que pudieran seguir adelante con la excavación. Al acercarse a la escuela volvió a cambiar de idea. Decidió hablar con Tim antes de reunir a todos los compañeros. Él tenía muchos años de experiencia y no le parecía una buena idea detener la excavación sin antes pedirle consejo.
Cuando llegaron a la escuela, se encontraron a Halaf bajo el emparrado hablando con un niño campesino. Al verles, el cocinero se puso en pie de inmediato. Se acercó a ellos para recibirlos antes de que el todoterreno llegara al tejadillo donde lo aparcaban. Esra se sorprendió al ver que Elif descendía del coche y se dirigía directamente al niño.
—Hola, Hanefi —le saludó la joven.
—Hola —contestó el pequeño con sus ojos oscuros brillando alegres—. ¿Están ya las fotos?
—Hoy las tendré —dijo Elif acariciándole el pelo negro cortado al rape—. ¿Has venido por ellas?
—No, he traído a mi abuela.
—Ah, ¿está aquí tu abuela?
—Claro.
—¿Dónde?
—Dentro —respondió el niño señalando con la cabeza el edificio de la escuela.
—Acompáñame. Quiero saludarla.
Esra, viendo que Elif y el niño se encaminaban hacia la escuela, le dirigió una mirada interrogadora a Halaf, que se le había acercado para ayudarla con la bolsa que llevaba.
—Es el nieto de Nadide,
la Infiel
—le explicó el joven, alargando la mano hacia la bolsa—. La tía Nadide ha venido a ver a Tim y ha traído un cuenco de yogur y una cesta de moras.
—¿Qué quiere de Tim?
—Nada. La pobre mujer es una ignorante. Se cree que América es un sitio tan pequeño como esto. ¿Se acuerda de ese hermano suyo que se fue a América cuando la emigración de los armenios?
Esra no lo recordaba.
—Anoche lo contaron —continuó Halaf—. Ella es la hija del cura Kirkor. Al buen hombre lo mataron. Su hermano Dikran cogió a su madre y a Nadya, que entonces era una niña pequeña, e intentó huir. Pero la pobre no podía andar porque era demasiado chica. Así que su hermano se la dejó a unos vecinos turcos. Luego ellos se escaparon y se fueron a América.
—Ya, ya, ahora me acuerdo.
—Años después a Nadide le llegó una carta de su hermano de América. En el sobre venía la dirección. Ella se sentó a su hijo en las rodillas y empezó a escribir cartas a su hermano. Pero luego comenzaron a no llegar más noticias de América. Se dice fácil, pero hace cincuenta años justos que no tiene noticias de su hermano. Y ahora, como ha encontrado a nuestro Tim, ha venido a pedirle ayuda, pensando que seguro que si le pregunta por su hermano le conoce.
Esra sonrió sacudiendo la cabeza.
—Ay, Dios, ¿cómo va a encontrar Tim a su hermano? ¿Llevan mucho rato hablando?
—Desde hará una hora —contestó Halaf, y luego añadió mirándola con ojos preocupados—: Se ve que no ha oído usted la verdadera noticia.
Esra comprendió de inmediato a qué se refería.
—Un momento —dijo. No quería que Teoman ni Bernd, que estaban ocupados con las tablillas, oyeran de qué estaban hablando. Los dos hombres se acercaron a ella llevando con cuidado las tablillas en las manos.
—¿Las dejamos en el sótano o en el cuarto de Tim? —preguntó Bernd. En ese preciso instante llegó también Kemal.
—En el sótano —contestó Esra entregándole a Kemal, que tenía las manos vacías, el llavero que se sacó del bolsillo—. Toma, aquí están las llaves.
Kemal tomó las llaves y echó a andar precediendo a los otros dos. Una vez que vio que los tres hombres se encaminaban a toda velocidad al sótano para dejar las tablillas deseando lanzarse cuanto antes al agua templada de la ducha para limpiarse el polvo de la excavación, Esra se volvió hacia Halaf.
—Bien, cuéntame, ¿qué ha pasado?
—¿Qué va a pasar?, que por fin Abid Hoca ha limpiado su honra —dijo Halaf—. Esta mañana le ha cortado la cabeza a Reşat Agá y se la ha puesto en los brazos.
—¿Cómo sabes que ha sido Abid Hoca quien ha matado al jefe de los guardias?
—¿Qué otro puede haber sido? Nadie toca al clan de los Türkoğlu si no está harto de vivir. Y aquí lo más importante para quitarte las ganas de vivir es la honra. ¿A quién se la tocó Reşat Agá? A Abid Hoca. Y, además, su enemistad venía de antiguo. Así que…
—Pero ¿no decías que Abid Hoca era un cobarde?
—No sólo yo. Todo el mundo decía que era un cagado. Pero no lo era. Es verdad el dicho de que debes temer al río que corre lento y al hombre que mira al suelo. Resulta que mientras andaba por ahí tan calladito estaba planeando cómo arreglar el asunto. Bravo por él.
—¿Te das cuenta de que estás aprobando la actuación de un asesino?
—Más asesino era Reşat Agá —respondió Halaf con decisión—. Ha matado a muchísima gente y le ha echado mano a las tierras y a las mujeres del prójimo. Si reuniera a todos los que ha matado, le daría para alegrar un cementerio. Hace cinco años el muy cabrón hizo que los perros despedazaran a dos chicos de dieciocho años con la excusa de que eran de la organización. Y un año después echó a un pobre hombre de Mardin a una cosechadora y lo dejó hecho carne picada. Los muertos no tenían nada que ver con nada. Mató a esos pobres inocentes para poder decir que mataba terroristas y que el Estado lo reconociera como jefe de los guardias rurales.
Esra no quería creer lo que estaba oyendo y, para cambiar de conversación, preguntó:
—¿Y han arrestado a Abid Hoca?
—No lo sé, yo lo arrestaría. Si quiere, se lo decimos al capitán…
—Ya le avisamos una vez y nos equivocamos.
Halaf se sintió decepcionado.
—¿Por qué dice eso, señora Esra? —preguntó ofendido—. ¿Es que no han detenido a Şehmuz y a Bekir?
—Sí, pero no por asesinato, sino por robar obras de valor histórico.
—Ellos mataron a Hacı Settar. Y a Reşat Agá lo mató Abid Hoca —insistió Halaf—. Ya verá. Se sabrá la verdad, y será exactamente como yo digo.
Esra lo escrutó de arriba abajo antes de alejarse de él.
—Espero que tengas razón. Si alguien pregunta por mí, estoy con Tim. Tenemos que hablar.
—La comida ya casi está. He hecho
alinazik
con arroz hervido, de acompañamiento una ensalada de tomate con vinagre de zumaque y, de postre, las moras dulces de Nadide,
la Infiel
.
Esra asintió con la cabeza sonriendo. Cada vez que hablaba con aquel trabajador joven de Barak, que siempre estaba al tanto de todo lo que ocurría en esta orilla del Éufrates, se le levantaba la moral y volvía a sentirse alegre. No sabía qué había hecho Halaf, pero incluso teniendo la cabeza ocupada con el futuro incierto de la excavación, había conseguido hacerla sonreír. Ya menos preocupada y con el corazón más ligero, se encaminó a la habitación de Timothy.
Al llegar vio que Nadide,
la Infiel
, estaba a punto de marcharse. Timothy, Elif, Hanefi y la anciana estaban de pie. La mujer llevaba en la cabeza un pañuelo bordado a mano con flores, y por debajo de él se le veía el pelo teñido de alheña. Llevaba un vestido azul claro estampado. Sus enormes pies parecía que fueran a rebosar de los toscos zapatos negros. Se doblaba ligeramente por la cintura, pero parecía gozar de buena salud. Su rostro era más moreno y tenía más arrugas que el de la abuela Hattuç, pero los ojos, como había dicho Murat, miraban directamente a la cara. Ella fue la primera en darse cuenta de que Esra había entrado en la habitación, pero cuando sus miradas se cruzaron, apartó la suya y sonrió con timidez.
—Bienvenida —le dijo Esra de lejos.
—Bien hallada, hija. Supongo que estás bien, gracias a Dios.
—Gracias, eso intento.
—Que Dios te bendiga —y luego se volvió hacia el americano y añadió—: Me voy ya. Me pasaré dentro de unos días por si hay noticias.
Mientras Elif acompañaba a la anciana y a su nieto, Esra se acercó al pupitre que Timothy usaba como mesa de trabajo.
—¿Cómo vas a encontrar a su hermano?
—A su hermano mayor —precisó él. En las manos sostenía una carta hecha pedazos de puro vieja—. Esta carta la echaron hace cincuenta años en Nueva York. Quizá hace mucho que la casa del remite ya no existe. Pero la pobre mujer se muere de ganas de encontrarle. Allí tengo buenos amigos. Me pondré en contacto con ellos y les diré que investiguen la dirección. Puede que encuentren alguna pista, aunque no lo creo.
Esra observó que la carta que le alargaba Timothy estaba rota en los dobleces por haber estado plegada en cuatro y que las letras en tinta negra habían empalidecido adquiriendo un color cercano al marrón. La tomó temiendo que se le deshiciera en las manos.
—Cincuenta años, ¿eh? —dijo sin ocultar su asombro—. ¿Cómo la ha guardado durante tanto tiempo?
—Dice que entre las páginas del Corán. Yo creo que ha sido entre las de la Biblia.
—Si así fuera, lo habría dicho, hombre. Ya supondrá que eres cristiano.
—No creo. Puede tener sus sospechas porque estoy con vosotros.
—¿Hacías este tipo de favores también en Iraq? —le preguntó Esra con una expresión que era una mezcla de celos y admiración mientras le devolvía la carta.
—En Iraq no me encontré con nadie que tuviera familia en Estados Unidos —contestó él. Tomó la carta con tanto cuidado como si se tratara de una reliquia sagrada y la colocó entre las páginas del cuaderno que tenía sobre el pupitre.
A Esra le pareció exagerado tanto esmero, pero no comentó nada.
—He venido para hablar de la excavación —dijo llevando la conversación al verdadero tema—. ¿Has oído la noticia?
—¿Que han matado al jefe de los guardias?
—Sí… El segundo asesinato en tres días —dijo Esra—. ¿Qué vamos a hacer, Tim? Estoy empezando a asustarme en serio.
El americano escuchó a la directora de la excavación con una expresión sosegada y luego le señaló un asiento vacío.
—Ven, siéntate ahí y hablaremos.
Mientras se sentaba, Esra siguió exponiendo sus preocupaciones.
—De verdad que no sé qué hacer. Me da miedo que algún miembro del equipo sufra cualquier daño. El asesino, o los asesinos, rondan a nuestro alrededor. ¿Y si detenemos la excavación?
—Están pasando cosas terribles —dijo Timothy. Tal y como hacía siempre que hablaba de algo importante, empezó a tirarse de la cobriza barba con la mano derecha—. Cuando me enteré de lo que había pasado, yo también me preocupé mucho. Pero luego pensé que esos asesinatos no tenían ninguna relación con nosotros. Incluso ni siquiera está claro que tengan que ver entre sí. Halaf opina que es una cuestión de honra, puede que sí y puede que no.
A Esra le tranquilizó ver que Timothy no le daba demasiada importancia al asunto, pero no pudo impedir preguntarle:
—¿Y los rumores? El que la gente nos haga responsables de todo esto.
—Yo creo que estamos exagerando un poco lo de los rumores. En el pueblo nadie habla de maldiciones, aparte de un par de fanáticos y otro par de ladrones de tumbas. ¿Por qué íbamos a detener la excavación?