La Tumba Negra (41 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

—¿Quieres decir que el escriba escondía ahí sus tablillas? —preguntó Murat secándose el sudor de la frente.

Fue Timothy quien respondió al estudiante.

—Decididamente, sí. Por las primeras tablillas hemos visto que Patasana estaba muy asustado. Lo que escribió contenía información muy peligrosa, teniendo en cuenta las circunstancias de la época. Probablemente se hizo construir este escondrijo temiendo que alguien pudiera encontrar las tablillas… Y eso explica por qué las hemos hallado todas juntas.

—Y el motivo por el que no están estropeadas —añadió Esra—. El escondrijo de Patasana las protegió no sólo de la gente, sino también de los incendios y los terremotos.

Con el sombrero en la cabeza y las gafas en la mano, observaba los restos del delgado tabique de pie junto a los tres hombres. La noche anterior había regresado muy tarde. En la escuela, todos estaban ya dormidos, excepto Halaf. En realidad, le alegró que fuera así, de ese modo se libraba de encontrarse con miradas irónicas y de tener que inventarse mentiras para responder a preguntas indiscretas. A pesar de la curiosidad que sentía por saber si el cocinero tenía noticia de los crímenes cometidos hacía setenta y ocho años, fue incapaz de preguntarle de puro agotamiento. El cansancio de haber estado haciendo el amor, añadido a que la noche anterior no había podido dormir como es debido en el hospital, provocó que se le cerraran los ojos en cuanto se acostó. Esra, que era la que primero se levantaba, aquella mañana lo había conseguido a duras penas; no le apetecía lo más mínimo levantarse. Pero comprendió que tenía que hacerlo después de que llamaran con insistencia a su puerta y que la voz ronca de Halaf repitiera dos veces: «El desayuno está listo, señora Esra».

Por fin, con grandes esfuerzos, logró levantarse de la cama. Después de lavarse la cara y arreglarse un poco, aunque todavía no del todo despierta, sintió una extraña sensación, causada por una mezcla de vergüenza y melancolía, cuando vio al equipo completo esperándola en torno a la mesa del desayuno. Se dio cuenta de que, a pesar de todas las discusiones absurdas y las pequeñas disputas, sentía hacia aquella gente cierta dependencia.

En cuanto se sentó a la mesa, le preguntaron por el enfrentamiento armado. Todos tenían mucha curiosidad por saber qué le había explicado el capitán. Ella se lo contó brevemente. Resultó extraño que nadie hiciera ningún comentario. Sólo Teoman, como si se rebelara, dijo:

—Espero que el capitán tenga razón. Todos los días asesinatos, ¡ya está bien!

Bernd cambió de tema al preguntarle por Elif. Esra también les contó todo lo que había ocurrido en el hospital. Había hablado por teléfono aquella noche con Kemal. Elif estaba mejor y David había dicho que esa misma mañana podría salir del hospital. Mientras hablaba de Elif, su mirada se desvió hacia Timothy, pero el americano no parecía demasiado interesado. Resultaba difícil saber si estaba disimulando o si había decidido alejarse de la joven para no provocar desavenencias en el equipo. Confiando en que fuera lo segundo, Esra preguntó cómo había ido la excavación. Timothy le explicó que había sido un día improductivo. Sólo habían encontrado una tablilla, pero ésta era distinta a las otras. En su colofón se resumían los escritos de Patasana y se avisaba de que era la última. Hasta entonces habían encontrado veinte, así que les quedaban otras ocho por descubrir. Bernd, incapaz de contenerse, intervino en la conversación. Era muy importante que hubieran encontrado la última tablilla a pesar de que aún les faltaran otras ocho, evidentemente tenían muchas posibilidades de sacar a la luz el texto completo. Era la primera vez que Esra veía tan apasionado a su colega alemán. Escuchándole, empezó a pensar que se había equivocado con él. ¿Cómo podía ser autor de un asesinato alguien tan apegado a su profesión? Pero por lo que ayer había sabido por Nicholas… En realidad, nada de aquello demostraba que Bernd fuera un criminal. ¿Hasta qué punto era correcto considerarle un asesino sólo porque fuera sensible a la cuestión de la matanza de armenios?

Mientras todo aquello se le pasaba a Esra por la cabeza, Bernd seguía dando buenas noticias. El profesor Krencker había llamado varias veces para comunicarle que se había asegurado de que asistiera a la conferencia de prensa un grupo de treinta periodistas, algunos de ellos de medios de comunicación tan importantes como la CNN, la BBC o la agencia Reuters. Aquella misma tarde llegaría en avión a Antep un equipo de tres personas dirigido por Joachim, el ayudante de Krencker, para los preparativos de la conferencia. La catedrática de Esra, la profesora Behice, debería haber formado parte de esa comisión, pero había sufrido un derrame intestinal y habían tenido que ingresarla en el hospital. Esra sería quien representara a su universidad. Lo sintió de veras por la profesora Behice, pero le alegró ver que las cosas se aceleraban. No les quedaba demasiado tiempo, tenían que darse prisa. A la primera oportunidad que tuviera, debía sentarse con Bernd y Timothy para distribuir los cometidos de cada uno en la conferencia. Luego habría que hablar con Edip Bey, el alcalde, y asegurarse de que recibiera lo mejor posible a los periodistas que iban a visitar la excavación. Con todo, no pudo impedir preguntar qué había ocurrido en el funeral de Hacı Settar. Teoman y Murat habían ido al entierro. Había sido una ceremonia muy concurrida, todos los que le estimaban en la región, desde el prefecto al alcalde, los jefes de clan o los alcaldes de las aldeas, habían acudido a despedirse de él. Incluso habían estado los Genceli y el clan de los Türkoğlu, a pesar de que tenían sus propios funerales. Aunque se habían mantenido apartados unos de otros durante la ceremonia, acompañaron el ataúd hasta el cementerio. Lo que de verdad importaba a Esra era cómo se habían comportado los asistentes con Teoman y Murat, pero no había habido nada de qué preocuparse. Todos, empezando por el prefecto, se habían interesado por ellos, y los dos hijos de Hacı Settar les habían estrechado la mano y les habían agradecido que hubieran ido al entierro. Sólo Abid Hoca y Fayat, que no se apartaba de él, les habían mirado mal de lejos, pero no les habían importunado, ni de palabra ni de obra.

Aquellas buenas noticias fueron apartando a un segundo plano las sospechas que se habían ido formando en su cabeza. Las cosas se iban arreglando. Era posible que, de hecho, nunca hubieran ido tan mal como había creído, sino que se hubiese obsesionado. Era posible que Eşref tuviera razón desde el principio, era posible que quienes habían cometido los asesinatos fueran Mahmut y su amigo, ahora muertos… Era posible que… Razonar de aquella manera era su forma de relajarse mientras se encaminaban hacia el yacimiento.

Apenas unas horas de trabajo en la biblioteca habían revelado que en el rincón derecho de la pequeña habitación no había sólo un tabique sino dos, demostrando así la existencia de un escondrijo secreto. Las tablillas de Patasana salían de aquel escondrijo, que había quedado bajo los restos de la biblioteca cuando ésta se desplomó, pero el equipo no lo había comprendido hasta que no aparecieron los delgados tabiques. Ahora podían responder a una de las preguntas que les tenían ocupadas la mente desde hacía días. Se creía que la ciudad había pasado a manos asirias en el año 719 a. de C. y que los nuevos gobernantes habían enviado al exilio a la población hitita que vivía allí desde hacía siglos y luego había repoblado la ciudad con ciudadanos asirios. Así pues, debían haber pasado al menos dos mil setecientos años desde que se escribieron las tablillas. La pregunta a la que los miembros del equipo no habían podido encontrar respuesta era por qué no habían aparecido durante todo ese tiempo las tablillas de Patasana. Tras los hititas, la ciudad había sido morada de varias civilizaciones, desde los asirios hasta los romanos. ¿Por qué no habían podido encontrar ellos los textos del gran escriba? El escondrijo que ocultaban las dos paredes les daba la respuesta.

—¡Mira tú! Somos los primeros en tocar estas tablillas después de Patasana —dijo Murat emocionado.

—Es verdad —por la cara de Esra se extendió una sonrisa llena de orgullo—. Pero no sé si él se habría tomado la molestia de escribirlas de haber sabido que iba a tardar tanto en encontrar lectores.

—Sí —respondió Timothy, mirando al vacío con sus ojos negros—. El pobre hombre vivió una gran tragedia y el poeta que había dentro de él le obligó a compartir con los demás sus vivencias. Así, podía superarlo en cierto sentido y hacerse ajeno a sus sufrimientos. Podríamos decir que era una forma de enfrentarse a todo. Un enfrentarse consigo mismo, es decir, con su cobardía, con su miseria, con sus errores. Pero también un ajuste de cuentas, un ajuste de cuentas con reyes crueles y los dioses despiadados, mucho más poderosos que él. Sólo un enfrentamiento sincero y un valiente ajuste de cuentas podían concederle la paz… En mi opinión, aunque hubiera sabido que nadie las leería, Patasana habría escrito las tablillas. La vida no le dejó otra opción.

Murat clavó la mirada en Timothy como si hubiera visto algo extraño.

—Qué bien le entiendes —exclamó admirado.

El arqueólogo americano no pudo aguantarse más y le preguntó:

—¿Qué pasa, Murat? ¿Por qué me miras así, como si hubieras visto al diablo?

El joven se estremeció, como si se despertara de un sueño.

—Nada —contestó adoptando una sonrisa inocente—, por un instante me ha parecido ver al mismo Patasana.

Una expresión burlona apareció en la cara de Timothy.

—Vamos, vamos, confiesa. Has pensado que me había poseído el espíritu del escriba.

—Por el amor de Dios, Tim, ¿de dónde has sacado eso? —Murat miró de reojo a Esra. Temía que la jefa de la excavación se enfadara—. No pensaba nada parecido.

Ella se limitó a sonreír. Y el joven, envalentonado, quiso tentar a la suerte.

—Bueno, la verdad es que no creo que el espíritu de Patasana te haya poseído, pero hay casos de reencarnación…

—¡Qué es lo que vamos a hacer con este muchacho! —exclamó Esra—. Como no lo paremos, acabará llamando Patasana a Tim.

Éste adoptó una artificiosa formalidad.

—Me sentiría muy honrado. Ya ves, este hombre sigue llamando la atención con sus tablillas dos mil setecientos años después de muerto. En cambio, a nosotros nos olvidarán en cuanto muramos.

Los cuatro se echaron a reír a carcajadas.

—Bien, basta de holgazanear —dijo Esra golpeando amistosamente a Murat en el hombro. Y señalando con la cabeza a los obreros que estaban fumando a la sombra de una anciana higuera, le ordenó—: Ve a decirles que ha llegado la hora de ponerse a trabajar. —Mientras Murat se dirigía hacia la higuera, añadió quejosa—: A veces no hay quien lo aguante.

Timothy estaba mirando con cariño a Murat.

—Todavía es joven, ya llegará el día en que entienda mejor el mundo.

—No lo creo —replicó Bernd, que había estado siguiendo la conversación en silencio—. Me da la impresión de que Murat seguirá siempre así. Pero no es sólo él, también en Alemania hay muchos jóvenes que sienten interés por los espíritus y por lo que llaman la cuarta dimensión.

—Y no es que les falte razón —respondió Timothy—. Si la realidad actual del mundo no les entusiasma, ¿acaso es culpa suya?

—No me importa de quién sea la culpa —dijo Esra—. Pero a cualquiera que en mi excavación intente confundir a los demás con palabrería sobre espíritus, fantasmas y maldiciones de tumbas, le doy puerta.

El americano se echó a reír.

—Y eso es todo —comentó dirigiéndose a Bernd—. En este mundo no hay nada más importante que la excavación.

La expresión de Timothy era tan divertida que Esra también sonrió.

—Tómenselo como quieran, señores, pero nos quedan dos días para la rueda de prensa y no tenemos ni un minuto que perder con el mundo de los espíritus.

Todos se rieron con su comentario y a continuación se entregaron al trabajo. Cuando llegó la hora del descanso, entre los tres habían sacado otras cinco tablillas, y aunque estaban parcialmente rotas en diversos lugares, sabían que estaban acercándose a la resolución del misterio del gran escriba hitita. En cuanto encontraran las tres que faltaban, habrían completado el texto.

Regresaron a la escuela cansados pero alegres. Aparte de Halaf, que estaba preparando el almuerzo, no había nadie. Kemal y Elif todavía no habían llegado. Esra se dirigió hacia el cocinero, que, como todos los días, la esperaba para explicarle el menú.

—Hola, Halaf. ¿Cómo va todo?

Como siempre, el de Barak estaba más que risueño.

—Muy bien. Les estoy preparando habas salteadas, que están muy ricas con yogur con ajo. De acompañamiento, trigo hervido y ensalada de tomate y pepino. De postre, melón.

—Perfecto —dijo Esra sintiendo un hueco en el estómago—. ¿Cuándo estará listo?

—En menos de una hora tendré la mesa puesta.

A Esra le alegró tener algo de tiempo. Podría llamar al alcalde. Antes de ducharse marcó el número del ayuntamiento. Una joven de voz tímida, que no conseguía ser del todo amable a pesar de intentarlo, le informó de que el alcalde estaba fuera y no volvería hasta después de la hora de comer.

Esra cogió la toalla y ya estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono. Notó algo extraño al oír la voz de Eşref. «No vayamos a enamorarnos a estas alturas», pensó. El capitán llamaba para preguntarle cómo estaba. No lo había hecho aquella mañana para no molestarla en su trabajo. Él se encontraba bien, gracias. Ahora estaba en Antep, entregando el informe de los sucesos de hacía dos días. ¿Cuándo podrían verse? A Esra también le apetecía, pero ahora estaba muy ocupada. Podía venir a la escuela a cenar si quería. Él aceptó la invitación de inmediato. Esra le contó lo de la conferencia de prensa y, de paso, que había intentado hablar con el alcalde. Las relaciones entre Eşref y el alcalde eran muy buenas, si quería él se encargaría de llamarle. A ella le alegró su ofrecimiento.

El almuerzo fue breve. Le dijeron a Halaf que les sirviera los tés en la sala del ordenador e iniciaron la reunión. El primer punto del orden del día trataba sobre lo que dirían Esra, Timothy y Bernd en la conferencia de prensa. Decidieron escribir un texto de unos dos folios que proporcionara información sobre la historia de la ciudad antigua, pero que especialmente insistiera de manera detallada en la época en la que había vivido Patasana. Esra lo redactaría y Timothy lo traduciría al inglés. Fotocopiarían el texto en el ayuntamiento y lo distribuirían entre los periodistas. Bernd explicaría a grandes líneas las relaciones entre los hititas tardíos, el reino de Urartu, los frigios y los asirios de la zona hacia el año 700 a. de C. Timothy, como traductor de las tablillas, se detendría en la importancia arqueológica e histórica de los textos escritos por Patasana. Durante la visita de los periodistas a la ciudad antigua, todos los miembros del equipo estarían atentos para aclarar cualquier duda a sus invitados, así como para evitar que les estropearan la retícula o que pisaran las unidades de excavación.

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