Mientras Timothy hablaba, Esra recordó lo que le había contado Eşref. Pasaron ante sus ojos todas esas noticias a las que los telediarios los habían acostumbrado: los enfrentamientos armados, los cadáveres de jóvenes kurdos hechos pedazos en oquedades de las rocas, los entierros militares en los que se despedía a los soldados en un ataúd envuelto en la bandera con lágrimas y gritos de dolor. Comprendía a Timothy, compartía sus sentimientos, podía sentir el mismo dolor en su corazón, pero no podía aceptar que alguien tan bueno en su profesión se apartara de la arqueología o dejara de sentir pasión por su trabajo.
—Es verdad, pero nosotros tenemos que cumplir con nuestra misión —la voz no le salió lo bastante decidida, pero intentó continuar—. Al menos le habremos demostrado esa verdad a la gente.
—Querida Esra, aunque encontráramos miles de documentos como las tablillas de Patasana, seguiría sin servir de nada. El hombre es una criatura muy estúpida.
—Muy bien, ¿y qué podemos hacer? —a Esra empezaba a irritarla el pesimismo de aquel colega que siempre le había contagiado esperanza y le había servido de apoyo—. ¿Es que nos vamos a dedicar a no hacer nada sólo porque la humanidad es cruel y lleva el crimen en la sangre?
—Por supuesto que no —respondió Timothy. Se disponía a seguir hablando cuando Teoman se les acercó corriendo llevando en la mano el móvil de Esra.
—Te llaman —dijo casi sin aliento—. Del museo de Antep.
Esra tomó nerviosa el teléfono. Creía que sería Rüstem quien la telefoneaba. Por fin tendrían noticias de Kemal. Pero no fue así. Quien llamaba era la secretaria de aquella mañana. Había podido contactar con el señor Rüstem y le había comunicado que ella le había llamado. El señor Rüstem le había respondido que su móvil estaba averiado y que la vería al día siguiente en la conferencia de prensa. Eso era todo.
—Seguro que ese imbécil está con Rüstem —dijo Teoman—. ¿Cómo si no iba a saber Rüstem lo de la conferencia de prensa? Nosotros no le hemos avisado.
La cara de Esra relució de esperanza.
—Es verdad, se nos olvidó avisarle. Ha debido enterarse de la conferencia por Kemal. Así que el señorito no piensa aparecer hasta mañana por la mañana. Pues me da igual que esté aquí la prensa, le voy a dejar unas cuantas cosas claras.
Timothy seguía pesimista. Continuaba con la cabeza gacha, sin decir nada. Halaf, intuyendo que lo que hablaban tenía que ver con Kemal, dejó las cebollas y los ajos y se acercó a ellos.
—Ninguna novedad —respondió Esra a su mirada de curiosidad—, simplemente estamos haciendo suposiciones.
—Quiera Dios que no le haya pasado nada —susurró el cocinero.
—Ojalá —Esra, viendo que Halaf no se iba, le dijo—: ¿Querías preguntarme algo?
—Yo no, pero tú sí deberías tener algo que preguntar —en sus labios apareció una sonrisa quisquillosa.
—¿Sí? ¿Y qué es lo que tendría que preguntar?
—Lo que estoy preparando para la cena. Lo preguntas todas las tardes.
Esra se echó a reír.
—¡Ay, Dios! Y yo que me creía que era algo importante.
—¿Y no es importante? —intervino Teoman—. ¿Qué cosa hay más importante en el mundo que la comida?
—Bueno, bueno… ¿Qué vamos a cenar?
—
Şiveydiz
.
Tanto Esra como Teoman oían nombrar aquello por primera vez, se miraron y preguntaron al unísono:
—¿Qué es eso?
—Una comida muy rica.
Ella, extrañada, miró con ojos de desconfianza al cocinero.
—Preguntadle a Tim —dijo Halaf. Le había ofendido que dudaran de su cocina—. Él sabe bien qué es.
—¿El qué? —preguntó el americano, desprendiéndose de su ensimismamiento.
—El
şiveydiz
.
Timothy intentó sonreír.
—Es una comida deliciosa, distinta…
Halaf les miró con cara de «ya os lo había dicho yo».
—Ya veremos si a nosotros también nos gusta —bromeó Esra—. Por cierto, haz un poco de más, quizá se pase el capitán.
Por la ancha cara de Teoman se extendió una sonrisa pícara.
—Eres un gran hombre, Halaf. Todo el que prueba tu comida es incapaz de olvidarla. El capitán vino anoche y, mira, va a volver hoy.
Esra comprendió que en realidad su amigo estaba refiriéndose a ella, pero no le dio importancia.
—De hecho, cuando termine la excavación voy a abrir un restaurante —dijo el cocinero antes de regresar a la cocina.
—Buena idea, llámalo El Figón Hitita. Ya tienes a tu primer cliente: el capitán Eşref.
Teoman estaba empezando a ir demasiado lejos. Tendría que encontrar la ocasión adecuada para darle un tirón de orejas. Ojalá no continuara con sus impertinencias aquella noche delante de Eşref, pensó Esra. Pero no pudo hacerlo, porque el capitán llamó por teléfono una hora antes de la cena diciendo que no podría acudir. Había ocurrido una serie de sucesos importantes. De hecho, se notaba en el nerviosismo de su voz. No podía contárselo por teléfono, pero sí podía decirle al menos que había mandado llamar a la comandancia a Abid Hoca. Hablaría con él poco después.
Esra se alegró de que interrogaran al imán. Y, a pesar de que le dijo que lo sentía mucho, también se alegraba de que el capitán no pudiera ir a cenar. Tenía dos razones: la primera era que habían empezado a verse demasiado a menudo y aquello distraía al equipo; la segunda era que tenía miedo de que volviera a reiniciarse la discusión sobre los armenios de la noche anterior. La verdad era que Bernd no había sacado a relucir el tema en todo el día, pero ¿cómo fiarse de él?
La comida de extraño nombre de Halaf estaba realmente deliciosa. No sólo el tragón Teoman, sino también Elif, que no era muy dada a cuestiones de cocina, le pidieron la receta del
şiveydiz
. Y el cocinero de Barak comenzó a recitársela sin hacerse de rogar:
—Primero pones en la cazuela la carne troceada, le añades garbanzos y dejas que se cueza. Luego echas en la cazuela cebolletas y ajos frescos cortados al tamaño de la uña del pulgar. En una sartén aparte, pones al fuego yogur espeso al que le habrás añadido un huevo. Una vez que esté en su punto, lo añades a la carne, lo remueves bien y cuando hierva le echas menta, alazor y pimienta negra molida, y lo sirves.
Teoman, que estaba escuchando atentamente la receta, preguntó:
—¿Y qué es el alazor?
—Esas hierbas rojas que tiene. Dan fuerza al cuerpo y sabor al plato.
Repasaron una última vez los preparativos para el día siguiente mientras tomaban el té. Los textos en turco e inglés que repartirían a los periodistas ya estaban listos, Timothy y Bernd habían acabado sus respectivas exposiciones, Elif había empezado a revelar las fotografías, Teoman había pasado al ordenador el resumen de las tablillas y había hecho dos copias. Parecía que no faltaba nada. Esra sintió una agradable calma interior. Al parecer comenzaba a abandonarla el nerviosismo que había hecho presa en ella como una pesadilla con la desaparición de Kemal. Miró uno a uno a sus compañeros con ojos complacidos.
—En ese caso, esta noche nos hemos merecido un buen sueño —su voz sonaba cansada pero no triste—. No olvidéis que mañana tenemos que levantarnos temprano.
A pesar de su consejo nadie fue a acostarse. Teoman ayudó a Halaf a lavar los platos y aprovechó la ocasión para charlar un rato de comida. Bernd se puso a repasar su discurso del día siguiente, no le gustó el final y lo corrigió dos veces. Timothy y Murat, que bajaron a la orilla del Éufrates a dar un paseo, se sumergieron en una conversación sobre la tradición azteca de los sacrificios humanos. Y Elif llamó a Esra a su habitación para pedirle ayuda sobre la ropa que se pondría al día siguiente. Pero la muchacha era tan puntillosa que Esra no pudo salir de su habitación hasta que no apareció Halaf a decirle que el capitán había venido y la esperaba en el emparrado.
¿Que había llegado el capitán? Miró el reloj: eran las once. Teniendo en cuenta la hora, debía de tratarse de algo importante. Salió a toda velocidad de la habitación sin hacer caso a Elif, que le estaba preguntando: «¿Me queda bien la blusa crema?»
Eşref estaba solo de pie bajo el emparrado. El jeep que le había traído esperaba más allá, en el camino, con los faros encendidos. Parecía tenso, pero cuando vio a Esra forzó una sonrisa.
—Buenas noches.
—¿Qué hay? —preguntó ella—. No habrá pasado nada malo, ¿verdad?
—Nada que temer —pero mientras lo decía evitó su mirada—. Unos cazadores han encontrado un refugio abandonado. En él había un terrorista muerto. Vamos para allá. Pensé en pasarme por aquí ya que nos pillaba de camino.
—¿No será peligroso?
—No lo creo. Debe de ser el refugio de Mahmut y sus compañeros. Probablemente hacían noche allí cuando no bajaban a la aldea.
—¿Y el terrorista muerto?
—Quizá fuera herido en el enfrentamiento del otro día, logró llegar hasta el refugio y murió.
No podía creer que Eşref hubiera ido hasta allí sólo para contarle aquello. Esa expresión reprimida de su cara, esas miradas que temían enfrentarse a la suya, los movimientos nerviosos de los brazos… De repente Esra lo entendió.
—¿Qué ha pasado con Abid Hoca? —preguntó con un tono muy significativo.
—Es inocente —contestó él. Ahora las palabras le habían salido más lentamente de la boca. Volviendo la mirada tímida hacia la joven, le explicó—: Estaba en otro sitio cuando se cometió el asesinato. Tiene testigos.
—¿El último asesinato?
—Sí.
—¿Y cuándo mataron a Reşat?
—Mira, Esra —dijo Eşref—. Abid Hoca es inocente. He hablado con los testigos. No existe la menor prueba que demuestre su culpabilidad.
—Entonces, ¿por qué creíste que era conveniente interrogarle?
—Quise estar seguro.
—Y en cuanto te dijo que era inocente, ¿estuviste seguro, no?
—No es tan simple. Si te digo que es inocente, es que lo es. Confía en mí.
Esra lo examinó con una mirada helada. Estaba segura de que ocultaba algo, pero sabía que no era tan miserable como para encubrir a un asesino. Se lo preguntó abiertamente:
—¿No le estarás protegiendo?
—¿Qué quieres decir?
Al ver sus ojos ardiendo de furia, Esra se convenció; no, Eşref no estaba encubriendo a Abid Hoca.
—Me estás ocultando algo —le dijo con una voz más suave—. Y eso hace que me vuelva suspicaz.
Era verdad. Eşref le ocultaba que el imán trabajaba para las unidades de inteligencia. La noche en que mataron a Reşat Agá, Abid Hoca había sido visto en la aldea de su hermana y por eso el capitán había sentido la obligación de interrogarle en la comandancia. Le preguntó dónde se encontraba a la hora en la que habían matado a Reşat:
—En mi casa —le contestó Abid Hoca—. Regresé tarde de la aldea.
Pero vivía solo y no había nadie que pudiera confirmar aquello. Y cuando le preguntó dónde había estado la noche anterior, le había respondido que había ido a Antep, a casa de un amigo. El capitán le pidió el nombre y la dirección de ese amigo, y como Abid se resistía a decírselo, le advirtió:
—Estás aquí como sospechoso de tres asesinatos.
Al oír mencionar los asesinatos, el imán se asustó y quiso llamar por teléfono. El capitán no se lo permitió.
—O me das el nombre y la dirección del hombre con el que dices que te viste en Antep, o tú y yo tendremos otro tipo de conversación.
Abid Hoca empezaba a inquietarse de veras, así que decidió colaborar, pero le pidió a Eşref que hablaran a solas. Cuando los soldados abandonaron la habitación, le confesó que el hombre con quien se había visto en Antep era el comisario jefe Yılmaz, de la unidad antiterrorista. Si le llamaba por teléfono, comprobaría que no le mentía. El capitán miró con ojos incrédulos a Abid Hoca, pero eso no le impidió telefonear a la unidad antiterrorista. En un primer momento el comisario jefe, que respondió personalmente al teléfono, no entendió para qué le llamaba el mismo Eşref, pero al enterarse de la situación le dijo:
—Sí. Abid Hoca estaba anoche conmigo. Puede confiar en él, es un ciudadano fiel al Estado.
Con todo, el capitán no acababa de estar seguro. Llamó al coronel Nedim, de la inteligencia de la gendarmería, y le preguntó por el comisario jefe Yılmaz. Era hombre de confianza, sin la menor duda. Así que le pidió disculpas a Abid Hoca y le dijo que podía irse.
—Espero que esto quede entre nosotros —le rogó el imán mientras se iba.
Por supuesto que quedaría entre ellos, porque aquello era secreto de Estado. Por eso no se lo podía contar a Esra. Pero ella le creía, aunque sabía que le estaba ocultando algo. Su confianza no procedía de ninguna prueba concreta, ni de la confianza que proporcionan años de vida en común, ni de una promesa sólida, sino sólo de esa relación de final incierto y continuamente cambiante a la que algunos llaman amor. No obstante, el hecho de que Esra creyera al capitán no resolvía ningún problema, así que volvía a salir de manera preocupante a la superficie la pregunta fundamental, la misma que permanecía sin respuesta desde la muerte de Hacı Settar: si Abid era inocente, ¿quién era el asesino? Tampoco el capitán lo sabía, y en ese momento no quería ni pensar en ello. Se alejó de la escuela dejando a Esra con un buen montón de preguntas sin contestar. Él sólo pensaba en el cadáver de la cueva.
El cadáver de Ashmunikal desapareció. Pisiris no le entregó a su familia su cuerpo destrozado, no hizo como con las demás favoritas que fallecían y no colocó sus restos en una vasija y la hizo enterrar, no le dijo a nadie lo que había hecho con ella. El cuerpo de Ashmunikal, tan hermoso como para provocar celos a las diosas, se desvaneció por completo.
Más que el hecho de que Ashmunikal le hubiera engañado, a Pisiris le había irritado que se supiera que él era estéril. La verdad que él sabía desde hacía años ahora era de conocimiento público en palacio. Y el rey, temiendo que tan vergonzoso asunto se filtrara fuera de los muros palaciegos, no prolongó demasiado la investigación.
Entre el pueblo se difundió la mentira de que Ashmunikal se había caído por una de las ventanas del harén por accidente. En cuanto a sus padres, se les dejó libres después de intimidarlos para que permanecieran callados. En una ocasión el rey habló conmigo sobre ella. Me preguntó cuándo había sido la última vez que la había visto, qué tablillas leía y si parecía triste. Le respondí con mucha sangre fría. Me escuchó sacudiendo lentamente la cabeza. Luego pasó a otro tema.