Pisiris estaba pasando los peores años de su vida. Sus sueños de volver a levantar el gran reino hitita habían quedado a medias con el ataque de los asirios, se había descubierto que era estéril y había comprendido que no habría nadie que continuara su estirpe. Para alguien tan ambicioso como él, era difícil aceptar todo aquello. Así que se entregó a la caza, que tanto le gustaba desde la niñez. A la menor oportunidad, se precipitaba fuera de las gruesas murallas de la ciudad y no regresaba durante días. Mientras él intentaba olvidar sus fracasos de años y restañar el honor herido en aquellas placenteras partidas de caza, yo alimentaba en mi interior la furia que habría de llevarle a la tumba.
En casa, en palacio, en la biblioteca, en las orillas del Éufrates, pensaba continuamente en cómo podría vengarme de él. Mi venganza no debía ser a corto plazo, tendría que preparar lentamente y de manera perfecta la trampa en la que pensaba hacerle caer. Pisiris no debía comprender lo que yo estaba tramando, y para cuando se diera cuenta de que había caído en la trampa, debía ser ya demasiado tarde. Lo más importante para aquella deliciosa venganza era tener paciencia. Comencé a esperar la oportunidad más apropiada para capturar a mi presa manteniéndome inmóvil como una serpiente ciega.
Mientras tanto debía apartar la atención que empezaba a recaer sobre mí poniendo fin a mi soltería, que ya estaba provocando rumores. Me casé con Pishshuwati, hija de un noble. Mi madre estaba feliz, la muchacha con la que me había casado estaba feliz y su familia también. Pisiris estaba feliz y a mí todavía me quedaba algún tiempo para poder estarlo.
Eran años de paz. Los asirios tenían sus propios problemas. Salmanassar resultó ser un rey de vida breve. Sargon, que subió al trono en su lugar, heredó un imperio sacudido por todo tipo de tensiones. Pero, tras demostrar sanguinariamente su soberanía en el reino, sus ojos se volvieron hacia fuera.
Rusa, el nuevo rey de Urartu, ardía en deseos de sacarse la espina de las derrotas que habían sufrido a manos de los asirios. De hecho, no ocultaba su propósito y, en las tablillas que nos enviaba, hablaba abiertamente de su pretensión de tener un encuentro con nuestro rey. Mientras le leía a Pisiris las tablillas de Rusa, podía ver en su mirada, que ya comenzaba a languidecer, un brillo parecido al de los viejos días. Para llevar a cabo mi venganza, yo necesitaba los pensamientos valientes pero irreflexivos que yacían tras ese brillo. No obstante, Pisiris, que no había olvidado la lección de las derrotas, era precavido. Y mientras, por un lado, buscaba mantener buenas relaciones con Urartu, por otro, evitaba darles abiertamente su apoyo.
Yo debía esperar. Debía esperar hasta que el tiempo enturbiara la memoria de Pisiris, hasta que olvidara el pasado, hasta que cicatrizaran las heridas de la barbarie. Y esperé. Esperé durante días, meses, años. Mi mujer quedó embarazada, tuve mi primer hijo. Esperé. Mi pelo encaneció, aparecieron arrugas en mi frente. Esperé. Mi madre murió, tuve mi segundo hijo. Esperé. Los de Urartu siguieron enviando cartas llenas de buenas intenciones y los asirios elevando los impuestos. Esperé.
Cuando Pisiris empezó a criticar de forma airada a los asirios ante todo el mundo, comprendí que mi espera había terminado. Me deslicé arteramente en la mente de Pisiris. A pesar de su irritación con los asirios, seguía temiendo tomar claro partido por Urartu. Al darme cuenta, le propuse otro camino para su perdición. Le dije que debíamos mejorar nuestras relaciones con los frigios, que, aunque no entrarían en guerra de manera abierta con los asirios, estaban esperando la oportunidad de derrotarlos. La guerra entre Sargon, rey de Asiria, y Rusa, rey de Urartu, era inevitable en un futuro próximo. Ganara quien ganara, ambos reyes quedarían debilitados. En ese momento, si actuábamos conjuntamente con los frigios, cuyos ejércitos estarían intactos, podríamos librarnos de los asirios. Mi propuesta, en apariencia inofensiva, le resultó atractiva al ambicioso pero estúpido Pisiris, que la aceptó ignorante de lo que yo me disponía a hacer.
De inmediato me hizo escribir una tablilla al sabio rey Midas de Frigia declarándole nuestras buenas intenciones. La tablilla alegró profundamente a Midas, como habría alegrado a cualquier otro, porque demostraba que un reino bajo el dominio de sus odiados asirios intentaba aproximarse a él. Poco después llegó su respuesta, en la que nos hacía saber su satisfacción. Pisiris, envalentonado gracias a mi estímulo, redactó otra tablilla en la que ahora expresaba abiertamente sus intenciones. Hablaba de la barbarie de los asirios, de cómo nos aplastaban como a garrapatas, y describía a Midas como si fuera nuestro salvador. La respuesta de Midas fue muy generosa. Decía que estaba dispuesto a ayudar a Pisiris como fuera necesario.
Mientras se desarrollaba aquella correspondencia, el hombre en el que más confiaba Pisiris, yo, Patasana, ya estaba en comunicación con el comandante asirio que administraba los territorios exteriores. Argumentando que Pisiris estaba conduciendo a nuestro país a una aventura sangrienta, comencé a entregarle copias de nuestras cartas a Midas para que se las remitiera al rey Sargon.
Mientras tanto, los ejércitos de Sargon, una vez terminadas las campañas de Siria y Egipto, empezaron a remontar el Éufrates. Sargon primero llegó a Tabal y, después de coronar allí a un rey que le fuera fiel, se acercó a nuestras puertas antes de iniciar su guerra con Urartu. Había llegado el momento de que yo ajustara mis cuentas con Pisiris. Por fin me vengaría de la muerte de mi padre, de la de Ashmunikal y de la de mi hijo no nacido.
Por fin había llegado el momento. Desde que se inició en la profesión, Esra, como cualquier arqueólogo, ardía en deseos de conseguir pruebas, documentos o huellas que iluminaran las páginas oscuras del pasado. Al igual que todos sus colegas, ella adornaba sus sueños con la idea de ser una de esas personas legendarias que consiguen importantes hallazgos que muestran la verdadera imagen de civilizaciones perdidas a pesar de que el tiempo cruel intente borrar su rastro con terremotos, guerras, incendios, emigraciones y epidemias. Y por fin había conseguido lo que tanto deseaba; se había hecho realidad un sueño al que ni siquiera se habían aproximado otros cientos de arqueólogos aunque hubieran consagrado sus vidas a la profesión, y, además, a pesar de lo joven que todavía era.
Esa mañana saltó alegre de la cama, dispuesta a no permitir que nada ensombreciera la emoción que sentía. No obstante, aquella noche había estado despierta hasta tarde, agitada por la inquietud. En cuanto el capitán le dijo que Abid Hoca no era el asesino, había vuelto a pensar en Bernd. Pero ¿acaso no debía estar herido el asesino? Sin embargo, su colega alemán estaba ileso. O por lo menos eso parecía. ¿Eso parecía? Lo estaba. No podía ocultar la herida llevando camisetas ligeras. Y eso demostraba que él no había cometido los asesinatos. ¿Se convencería con aquella prueba el capitán? Desde la discusión de la otra noche había comenzado a ver a Bernd como a un enemigo potencial. ¿Y si lo detenía? La detención caería sobre el equipo, ya bastante nervioso por la desaparición de Kemal, como un jarro de agua fría. Pero ¿y si realmente era culpable? ¿Y si la familia de su mujer no había emigrado de Hatay, como decía, sino de aquella región? ¿Y si todavía tenían familiares allí y Bernd había cometido los asesinatos con la ayuda de alguno de ellos? Las preguntas, que le venían inesperadamente a su mente una tras otra, le hicieron perder el sueño. ¿A cuento de qué venían todas aquellas tonterías? No había visto que Bernd mantuviera una charla amistosa siquiera con ninguno de los habitantes de la región. Al parecer volvía a exagerar, había reaparecido su incurable paranoia. Debía quitarse todo aquello de la cabeza. El esfuerzo de tantos días había dado su fruto por fin, lo habían conseguido. ¿Qué podía haber más importante? Pero ella, en lugar de disfrutar del éxito, se obsesionaba con asesinatos sin resolver y sospechosos como una policía aficionada.
Recordó de nuevo a su padre diciéndole que pensara como era debido. Lo cierto era que había llegado el momento de disciplinar su mente. Por mucho que la desaparición de Kemal la pusiera nerviosa y que no se hubiera encontrado aún al responsable de los asesinatos, tenía que concentrarse en la conferencia de prensa y no pensar en ninguna otra cosa. Después de aprobar aquel importante examen, podría volver a los crímenes. Satisfecha por su decisión cerró los ojos y, bien por su fuerza de voluntad o porque estaba realmente cansada, se quedó dormida poco después. Al despertarse parecía haberse deshecho de todas sus preocupaciones. Se levantó, se dio una ducha y se vistió. Se arregló el pelo rebelde y ondulado. Mirándose al espejo, intentó adivinar el aspecto que tendría durante la rueda de prensa. Salió de la habitación contenta con la imagen que había aparecido ante sus ojos.
Sus compañeros, reunidos en torno a la mesa del desayuno, estaban de un ánimo parecido. Por primera vez, aquella mañana no había nadie que no hubiera podido levantarse de la cama, que llegara tarde, que se sentara a la mesa con ojos adormilados. En sus rostros se veía una agradable tensión y en sus miradas podía leerse el orgullo de los triunfadores. Los tejanos rotos, los manchados pantalones de dril y las camisetas desteñidas por el sol que llevaban para trabajar habían desaparecido y en su lugar lucían pantalones planchados, faldas, blusas y camisas.
Todos los preparativos, exceptuando algunas de las fotografías que Elif había revelado y que habían salido mal, estaban perfectamente concluidos, según lo previsto. El equipo de la excavación estaba preparado para enfrentarse al ejército de periodistas.
Halaf, que les vio nerviosos y vestidos como niños en día de fiesta, no pudo contenerse y preguntó:
—¿Puedo ir yo también a la conferencia de prensa?
—Por desgracia, no —le respondió Esra—. Alguien tiene que quedarse. Los periodistas también vendrán por aquí. Todo debe estar en perfecto orden. Todos han recogido sus habitaciones, pero no estaría de más que echaras un vistazo después de que nos fuéramos.
El cocinero no insistió. Había hecho el servicio militar en los comandos y era consciente de la importancia de la disciplina. Él también formaba parte del equipo. Si le decían que se quedara, se quedaría.
Bernd parecía haber perdido su famosa sangre fría aquella mañana. Había acabado de desayunar antes que los demás y no dejaba de repetirles que debían darse prisa.
—Tranquilo, Bernd —le dijo Teoman, que estaba disfrutando con calma del desayuno—, todavía son las cinco de la mañana.
—Pero tenemos un largo camino por delante —respondió el alemán—. Y hay cosas que hacer en Antep.
—Llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo, no te preocupes.
Pero no era Bernd el único que tenía prisa.
—Cuanto antes nos vayamos, mejor —le apoyó Timothy. También él parecía un tanto nervioso esa mañana—. Ya me conozco las conferencias de prensa, a cada momento surge un problema.
Esra puso punto final a aquella pequeña discusión.
—Yo también creo que Bernd tiene razón. No debemos dejar solo a Joachim.
Teoman protestó, poco dispuesto a correr, pero no le era posible ignorar las advertencias de sus compañeros. Comenzó a comer más deprisa. Esra, que observaba sonriendo a su glotón amigo intentando engullir a toda velocidad los bocados que se llevaba a la boca, lamentó haberle obligado a darse prisa. Ojalá se hubieran levantado antes. Pero ¿habría cambiado algo si lo hubieran hecho? Ya habían entrado en la dinámica psicológica de la conferencia. No podrían librarse de esa sensación mientras no entraran en el salón y se enfrentaran a los periodistas. Lo mejor era aligerar y ponerse cuanto antes en marcha. Pero no les fue posible. Cuando estaban a punto de levantarse de la mesa, surgió de entre la claridad matutina el jeep color ceniza del capitán, que se detuvo algo más allá. Al oír el ruido del motor todos volvieron la mirada hacia el coche.
—Por lo visto el capitán ha confundido la cena con el desayuno —intentó bromear Teoman, pero nadie rió.
Todos se quedaron inmóviles, como si presintieran que les iba a dar una mala noticia.
—Quizá también él quiera venir con nosotros —continuó Teoman, para romper la silenciosa espera—. Nos hemos hecho tan íntimos suyos que ya es parte del equipo.
Esra no hizo el menor caso a sus palabras, dichas en parte con la idea de meterse un poco con ella. Tenía la mirada clavada en el camino y observaba a Eşref, que tras haber descendido del vehículo se acercaba a la mesa.
Fue Halaf quien expresó la preocupación general.
—No es buena señal que el capitán venga a estas horas. Ojalá no haya pasado nada malo.
Mientras Eşref se aproximaba, Esra notó que andaba arrastrando los pies y con los hombros caídos, como el viernes anterior, cuando les dio la noticia de la muerte de Hacı Settar. «Ha pasado algo malo», pensó. Y cuando vio el pesimismo en su rostro y cómo sus ojos cansados rehuían su mirada, susurró:
—Algo muy malo.
No se equivocaba. De la boca del capitán no salió ni un saludo ni un «buenos días». Se quedó parado de pie ante la mesa con una expresión culpable, como si él mismo fuera el responsable de la mala noticia que iba a darles. Todos le observaban y aquello le angustiaba todavía más, impidiéndole contar lo que venía a decir. Por fin levantó la cabeza, miró a Esra a los ojos y dijo sin respirar:
—El cadáver de la cueva no era el de un terrorista —a excepción de ella nadie supo de qué estaba hablando. La joven le escuchaba con atención—. Los cazadores se equivocaron —continuó el capitán, pero se calló al ver el dolor creciente en las pupilas de Esra. Había comprendido lo que quería decir, pero esperaba que diera más explicaciones mientras intentaba engañarse pensando que quizá fuera ella quien se equivocara. Por fin no pudo aguantar más el silencio del capitán:
—¿Es Kemal? —le preguntó.
—Sí —contestó él—, por desgracia el cadáver de la cueva es el de Kemal.
—¡Dios mío! ¡Kemal! —gimió Esra.
Los sollozos comenzaron a sacudirle el cuerpo y las lágrimas cayeron rodando por sus mejillas. En ese momento se elevó un grito de la mesa. Era Elif.
—¡No! ¡No es posible! —chilló la joven.
Esra la abrazó olvidándose de su propia pena. Las dos mujeres comenzaron a llorar juntas. Los hombres miraban horrorizados y preocupados al capitán. Ya antes habían asesinado a tres hombres, pero ninguno había sido un miembro del equipo. Esta vez les había tocado a ellos.