—Claro que sí —Esra rozó la mano de Eşref y le sonrió confiada—. Créeme, esta vez obtendremos resultados.
Él la miró como diciéndole que esperaba que tuviera razón.
—Bueno, ya no os entretengo más. —Eşref apretó suavemente la mano de Esra—. ¿Vais al pueblo?
—Al ayuntamiento —respondió Murat—. Tenemos unos textos que fotocopiar.
Esra se volvió hacia el capitán antes de montarse en el todoterreno.
—Pásate esta noche si te apetece.
En el rostro de Eşref apareció una expresión muy ambigua.
—Debéis estar cansados, no quiero molestar.
Ella se ruborizó.
—Siento lo de anoche. Hoy no estaremos tan cansados.
No se pusieron en marcha hasta que el capitán no subió a su vehículo. Mientras el vehículo militar desaparecía en la carretera de asfalto, que casi parecía evaporarse por el calor, ellos tomaron la dirección del pueblo.
—Te estaba observando hace un momento mientras hablabas con el capitán —dijo Murat sin disimular su contento—. Más que una arqueóloga parecías una detective.
—¿Qué quieres decir?
—Te admiro. Admiro tu forma de ver los hechos, tu capacidad de razonamiento, y, lo más importante, tu decisión. Pensaba que, aparte de mi madre, ninguna mujer podría enseñarme nada. Tú has conseguido que cambie de manera de pensar. Eres la que más me grita en la excavación, pero también la persona de la que más aprendo.
A Esra le agradó lo que estaba oyendo.
—Me alegro de que pienses así. Sabes que te aprecio. Me gustaría que llegaras a ser un buen arqueólogo. Pero tienes que librarte de todas esas obsesiones tontas. Me entiendes, ¿no?
El estudiante asintió con la cabeza.
—Lo entiendo, lo entiendo —y después de clavar la mirada en la carretera que se extendía ante ellos, volvió a hablar con voz tímida—. Te diré algo, si no te enfadas.
Esra le miró con curiosidad.
—Me ha gustado cómo le hablabas al capitán, cómo te comportabas con él, pero me da la impresión de que te esfuerzas demasiado. ¿Crees que es correcto intentar manipularle?
—No intento manipularle —protestó Esra—. Sólo le he dicho lo que pensaba. Y tú también.
—Sí, yo también, de acuerdo. Pero el pobre hombre ha acabado un poco confuso.
En otro momento le habría dado la razón porque era plenamente consciente de su enfermizo impulso por destacar y por manejar a la gente, pero ahora, todavía en el calor de la discusión, le era difícil admitirlo.
—Mejor así. Está buscando al asesino en el lugar equivocado. Mira cómo ha intentado que la cosa no le salpique a Abid Hoca.
—Quizá no quiera cometer una blasfemia —lanzó como hipótesis el estudiante.
—Muy bien, en ese caso el pecado es mío por manipularle.
Pisiris parecía haber olvidado a Ashmunikal tanto como sus pecados. A lo largo de los años de paz se dedicó a la caza, que tanto le gustaba. Se pasaba días persiguiendo por las montañas a algún enorme gamo, un fiero león o un jabalí herido. Aquella pasión suya nos proporcionó a Ashmunikal y a mí innumerables posibilidades de encuentro, que nosotros supimos convertir en largos momentos de felicidad, sin que nadie lo notara o gracias a que confundíamos a los que lo intuían. Pero los dioses sólo pensaban en vengarse de mí desde el mismo día en que los traicioné. Quizá me consintieron que disfrutara de aquellos momentos felices con Ashmunikal para que después sufriera más. Como siempre, serían ellos quienes dijeran la última palabra. Como un árbol que se emponzoña con sus propias flores, nuestro amor moriría por su fruto.
Pisiris no podía tener hijos. Pero el ambicioso rey no se consideraba a sí mismo responsable y acusaba a la reina y a sus concubinas. No obstante, por muchas nuevas mujeres que acogiera en el harén, el resultado era siempre el mismo y el soberano seguía sin tener hijos. Pisiris, incansable, continuaba esperando a la mujer que según los augures habría de darle un heredero. Pero era un engaño. La verdad era que nuestro monarca era tan estéril como una roca. Por desgracia, los malvados dioses me tenían destinado demostrar esa realidad. Puede que ésa sea una de las maneras más crueles de vengarte de tu enemigo. Aunque, por mucho que odiara a Pisiris, yo no buscaba una venganza parecida porque sabía la enorme desgracia que caería sobre nuestras cabezas.
Nuestro amor, que ocultábamos de miradas perversas, de mujeres murmuradoras, de aduladores y funcionarios de palacio, lo desvelaría mi semilla al caer en las fecundas tierras de Ashmunikal.
En cierta ocasión en que Pisiris había vuelto a salir a una larga expedición de caza, mi amada vino a la biblioteca. Me sorprendí porque no era uno de nuestros días de encuentro. Su hermoso rostro estaba cubierto por la amargura. A toda prisa, me dijo lo siguiente:
—Estoy encinta.
Yo no acababa de entenderlo. Le pregunté:
—¿De Pisiris?
Negó con la cabeza con una profunda preocupación.
—No, de ti. Hace meses que Pisiris no yace conmigo.
Es extraño, pero primero se despertó en mí un sentimiento parecido al orgullo, aunque de inmediato comprendí las dimensiones del desastre que se nos venía encima.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté en un susurro.
—No lo sé —contestó. Y después de pensar un instante con la cabeza gacha, añadió—: Tengo que acercarme a Pisiris. Debo llegar a su cama.
Tenía razón, aquélla era la única salida, pero no pude evitar que se me angustiara el corazón y que me invadieran unos sombríos celos. Comenzamos a esperar el regreso de Pisiris entre doloridos y esperanzados, aunque a mí me torturaban los celos. Por desgracia, nuestras esperanzas fueron en vano. Antes de que volviera de cazar le llevaron una nueva favorita. Pisiris, inflamado por la esperanza de un heredero, no miraría siquiera a Ashmunikal mientras tuviera en la cama a una nueva joven. Y así fue. Mi amada, sabiendo que no tenía otro remedio, decidió esperar a que el rey olvidara a su nueva favorita. Pero su vientre se iba hinchando y temía que las demás mujeres del harén notaran su embarazo. Sus temores no tardarían en hacerse realidad. Puduha, la primera mujer que el rey había acogido en su harén, comenzó a vigilarla comprendiendo el motivo de su inquietud. Y al notar cómo crecía su vientre, corrió a darle la buena noticia a Pisiris.
Cuando supo que Ashmunikal estaba encinta, el soberano primero se sorprendió y luego entró en el harén como una fiera rabiosa. Derribó de una bofetada a Ashmunikal, a la que yo era incapaz de dañar ni con un beso, y le dijo que si no confesaba quién era el responsable de aquello le marcaría con un hierro al rojo los órganos sexuales y la mataría. La gentil Ashmunikal, que se desmayó a la segunda bofetada, fue encarcelada en un cuarto del harén en la parte más alta del palacio, la que daba al Éufrates.
Pisiris, avergonzado por aquella traición inesperada, intentó ocultarlo a todo el mundo. Amenazando a las mujeres, dio órdenes estrictas de que el asunto no saliera del harén.
El rey se marchó de allí después de mandar que le avisaran cuando Ashmunikal volviera en sí para iniciar la investigación y descubrir al culpable. Yo no tenía noticia de nada mientras él ya estaba interrogando a la gente para saber con quién se veía Ashmunikal. Algunos de los funcionarios de palacio le dijeron que aquella pecadora acudía en ocasiones a la biblioteca, pero la atención de Pisiris, que no sospechaba de mí, se desvió hacia la visita que Ashmunikal había hecho a su familia hacía tres meses. Pensaba que lo que hubiera pasado, habría ocurrido allí. Y por esa razón ordenó que trajeran a palacio a los padres de mi amada.
Mientras tanto, ella había vuelto en sí y Puduha, al verlo, le dijo que el rey había mandado traer a sus padres a palacio, que los torturaría y que la única manera de impedirlo era confesando quién era su amante. Ashmunikal meditó un rato y luego le dijo a Puduha:
—Confesaré quién es mi amante, ve a llamar al rey.
En cuanto la mujer salió de la habitación, Ashmunikal se arrojó por la ventana abierta sobre las rocas que había más abajo como un águila con el ala rota.
Cuando Pisiris, que había regresado al harén gracias al aviso de Puduha, no pudo encontrar a Ashmunikal, se volvió loco de rabia y comenzó a golpear a la pobre mujer. Pero cuando los guardias vieron por la ventana la roja sangre de mi amada sobre las blancas rocas, también él bajó y se encontró su hermoso cuerpo sin vida. El valor de aquella joven, capaz de desafiarle incluso muerta, sacó de sus casillas a Pisiris y encargó a sus mejores hombres que encontraran al amante de Ashmunikal.
Mi ayudante Eriya fue quien me trajo la amarga noticia. En ese momento yo estaba encerrado en la biblioteca escribiendo una tablilla en la que felicitábamos al nuevo rey de los asirios, Salmanassar, por su ascensión al trono y en la que le reiterábamos nuestra fidelidad. Eriya entró en la biblioteca y dijo:
—Señor, la honorable Ashmunikal, la amante de Ludingirra, se ha arrojado por una ventana de palacio. Han encontrado su cadáver entre las rocas.
Sí, Eriya se detuvo en el umbral de la puerta de la biblioteca y me dijo exactamente eso. Comprendí la verdad en cuanto lo hizo. No me sorprendió en absoluto, puesto que, aunque no me lo hubiera confesado a mí mismo, me esperaba aquel resultado. Ella había demostrado el valor que yo no fui capaz de demostrar. Había abandonado este mundo despiadado, falso y tramposo.
Ya no existían la fuente de mi placer en el lecho, la dulce nostalgia de mis noches, la emoción inquieta de mis días, la belleza que rodeaba mi soledad, el calor que envolvía mi sombra, la locura que forzaba los límites de mi razón. Mi amor de perfumado aroma, ojos de noche y pelo de lluvia, que gobernaba el fluir de mis venas, se había ido para no regresar dejándome con mis miedos y mi miseria.
Y yo, a pesar de saberlo, no enloquecí, no me mesé los cabellos. No le grité a mi ayudante Eriya, mensajero del desastre: «No, ella no amaba a Ludingirra, me amaba a mí». Tampoco oculté bajo mis ropas una daga afilada con la intención de atravesar el cruel corazón de Pisiris. Me quedé petrificado en medio de la biblioteca. Y luego salió a flote mi bajeza aplastando mi miedo, mi sorpresa y mi pena. Comencé a pensar que el rey me descubriría y me torturaría. Oculté mi tristeza, contuve mis lágrimas y disimulé mi rabia. Por salvar mi miserable vida, ni siquiera me arriesgué a mirar el cuerpo destrozado de la mujer que amaba.
Pero mi miedo no tenía razón alguna. Ashmunikal había muerto para protegerme. Fue algo que sólo fui capaz de comprender al día siguiente. No obstante, no pude librarme del todo de mi inquietud. Sabía que Pisiris no dejaría estar el asunto. Pero la única persona que conocía mi relación con Ashmunikal era el sumo sacerdote Walvaziti, que había muerto el año anterior, y resultaba bastante difícil que pudieran probar que el hijo que Ashmunikal llevaba en su seno era mío. Todo ocurrió tal y como yo pensaba. Comencé a librarme de aquel miedo que atenazaba mis piernas, pero ya no iba a existir la paz en este mundo para mí.
El rey Pisiris, representante de los dioses en la tierra, había ordenado que decapitaran a mi padre, había causado la muerte de mi amada y mi hijo, y yo, el cobarde Patasana, no me enfrenté a él, no le escupí en la cara. El miedo se desplomó sobre mi mente y mi corazón como una noche oscura que ahogara la luz, envolviendo todo mi cuerpo. Sí, yo era un cobarde, pero los cobardes también se vengan. Quizá sean los cobardes quienes mejor se vengan. Sin aviso, esperando arteramente, en el momento más inesperado…
Los asesinatos habían empezado a cometerse sin aviso, esperando arteramente, en el momento más inesperado. Sólo unos asesinatos tan magistralmente planeados podían aplacar setenta y ocho años de rencor, setenta y ocho años de rabia. Sí, el criminal sólo podía ser Abid Hoca. Eso era lo que pensaba Esra de camino al ayuntamiento.
Cuando llegaron, les recibió un funcionario que les saludó inclinándose casi hasta el suelo. Edip, el alcalde, habría estado también allí de no haberse ido a visitar las obras de un canal. La obligación siempre antes que la devoción. Mañana, cuando llegaran los periodistas, estaría presente. Pero que no se preocuparan, el ayuntamiento entero estaba a su servicio y sus deseos eran órdenes para ellos. A Esra le agradó no encontrarse con el alcalde. Así se salvaría de cortesías hipócritas. Le dijo al funcionario que no disponían de demasiado tiempo y que les gustaría hacer las fotocopias de inmediato. El hombre, con su eterna sonrisa en los labios, se puso en marcha a toda velocidad para complacerla. Les llevó hasta la habitación del sótano en la que estaba la máquina fotocopiadora. Mientras Murat la encendía, Esra comenzó a marcar el número de Rüstem en su teléfono móvil, pero seguía fuera de cobertura. ¿Acaso Kemal le había hecho apagarlo a sabiendas? ¡Qué idea más absurda…! En fin, eso era todo lo que podía hacer.
No tardaron mucho en acabar con lo que tenían que hacer en el ayuntamiento. Antes siquiera de que Esra se hubiera terminado su soda fría, Murat ya había hecho todas las fotocopias. Al salir vieron a Abid Hoca, que se dirigía a la mezquita. Esra le observó atentamente mientras Murat subía al todoterreno. Quería saber si tenía alguna herida. Pero el imán parecía en extremo saludable. Quizá no fuera una herida grave y la ocultara bajo la camisa, pensó.
Abid Hoca caminaba con la cabeza gacha, como si temiera que alguien pudiera descubrir su secreto si le miraba a los ojos. Esra, de no haber temido enredar aún más las cosas, le habría parado, le habría observado más de cerca y habría tratado de tirarle de la lengua. Pero sabía que el capitán se enfadaría si lo hacía. Después de ver, impotente, cómo Abid Hoca entraba en la mezquita se unió a Murat, que la esperaba en el coche. Tras haber visto así a Abid Hoca, caminando con la mirada en el suelo, estaba aún más convencida de que él era el asesino. Creía mucho en el lenguaje corporal, que muchas veces traicionaba los sentimientos, las debilidades y las mentiras que la gente intentaba ocultar. Recordaba que cuando conoció a Abid Hoca había visto en sus ojos una expresión huidiza. Sí, esta vez no se equivocaba, el asesino tenía que ser él. Y por eso caminaba así, sacando chepa y ocultando la cara, porque no podía soportar la carga que llevaba sobre los hombros. Pero quedaba un punto que todavía no había resuelto. Digamos que había matado sin problemas al anciano Hacı Settar, pero ¿cómo había podido asesinar a un hombre tan precavido como Reşat? Y el pobre tipo al que había matado la noche anterior debía de haberse dado cuenta en el último momento de sus aviesas intenciones, pues había intentado resistirse, había herido al asesino incluso, aunque no había logrado salvarse. Debió de dejar inconscientes a sus víctimas primero y luego las mató. Y esos pobres hombres no sospecharon de él porque era un religioso. Había podido acercarse sin problemas a ellos. ¿A quién se le iba a pasar por la cabeza que un imán pudiera ser un asesino?