La Tumba Negra (44 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ahora Esra estaba realmente confusa.

—¿Y cómo se hizo imán?

—¿Y por qué no? —contestó Halaf—. Ahora son todos musulmanes. Nadie dice soy armenio o soy cristiano. Les da un poco de reparo, además. Por eso el padre de Abid Hoca mandó a su hijo al instituto de imanes y predicadores.

Esra tenía cara de no encontrarle sentido a todo aquello.

—¡Qué curioso! Bueno, ¿y cómo se llevan los de las aldeas armenias con los demás?

—Bastante bien. No tienen problemas. Hay quien no habla bien de ellos, pero yo nunca he visto que les hicieran nada malo. ¿Qué puedo decirle? Son gente muy seria en todo.

Ella no dejaba de pensar en Abid Hoca. Así que era de origen armenio. El primer crimen se había cometido en la mezquita en la que trabajaba, el segundo en su aldea… ¿Acaso era él el asesino? ¿Intentaba vengarse de la muerte de sus antepasados mientras simulaba ser un musulmán convencido? Trató de profundizar en la cuestión:

—Hace setenta y ocho años aquí se cometieron unos asesinatos muy parecidos a los de Hacı Settar y Reşat Türkoğlu.

Los ojos de Halaf brillaron. Dejó de ensartar carne en la brocheta y la miró con curiosidad.

—Nunca lo había oído. Pero puedo enterarme. ¿Quiénes eran los muertos?

—Al padre Kirkor lo tiraron del campanario de lo que ahora es la mezquita; a Ohannes Agá lo decapitaron y lo dejaron con la cabeza en el regazo en el camino de la aldea de Göven. También mataron al maestro estañador Garo; lo colgaron de una viga de su taller.

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! —dijo Halaf asustado—. Es verdad que se parecen.

—¿Habías oído los nombres de los muertos?

—Usted misma ha oído hablar del cura Kirkor —respondió él.

—¿Sí?

—¿Se acuerda de cuando vino Nadide,
la Infiel
?

—¿Qué tiene que ver ella con todo esto?

—¿Qué tiene que ver? Nadide, o sea, Nadya, es la hija del padre Kirkor.

—Es verdad —dijo Esra—. Ahora me acuerdo. Bueno, ¿y Ohannes?, ¿y Garo?

—He oído hablar de Ohannes Agá. İsfendiyar,
el Kurdo
, el abuelo de Reşat Agá, era bandolero por entonces. Cuando estuvo claro que los franceses se iban a retirar de Antep, se convirtió en el miembro más entusiasta del Ejército Popular y no les dio respiro a los armenios. Mató a Ohannes Agá y se quedó con sus tierras. Pero nunca he oído hablar de Garo.

—Hay otra cosa por la que siento curiosidad. ¿Eran familia Abid Hoca y el padre Kirkor?

—Eso no lo sé, pero sí he oído que es nieto de Ohannes Agá.

Los ojos de Esra empezaron a brillar.

—O sea, hay dos razones de peso para que Abid Hoca fuera enemigo de Reşat —hablaba mirando al cocinero, pero en realidad estaba intentando convencerse a sí misma—. El tipo se quedó con las propiedades de su abuelo y tomó como amante a su hermana.

Halaf sonrió con el orgullo de ver que tenía razón.

—Por fin ha llegado a lo que yo decía. No podía ser de otra manera. El capitán se equivoca. Mahmut y ésos no se habrían atrevido a matar a Reşat Agá. Sólo Abid puede haberlo hecho.

Pero Esra no estaba tan convencida.

—Muy bien, pero ¿qué razón tenía Abid Hoca para matar a Hacı Settar?

Halaf frunció el ceño.

—Ninguna. No puede haber sido Abid, el asesino de Hacı Settar es Şehmuz…

De repente se calló. Había visto que se acercaban Timothy y Bernd. Los dos arqueólogos extranjeros venían discutiendo amistosamente sobre los siríacos y los haraníes, tan apegados a sus antiguas tradiciones, ambas comunidades eran la continuación de los asirios. Al ver los preparativos de la cena, dejaron a un lado la historia y regresaron al presente.

—Oh,
şiş kebap
—Timothy chasqueó la lengua con apetito. Parecía haberse recuperado de la disputa de aquella tarde—. Bravo, Halaf, por fin preparas algo que me gusta.

—Si hubiera sabido que te gustaba tanto, lo habría hecho antes.

—No lo harás muy picante, ¿verdad? —dijo Bernd observando atentamente cómo el cocinero ensartaba la carne—. Una vez lo tomé en Adana y casi me quedo sin lengua.

—Esto no es asado de Adana,
herr
Bernd —respondió Halaf—. El asado de Adana se hace con carne picada y en éste la carne se corta en trozos.

El alemán pareció ruborizarse.

—Ya veo que no es carne picada. Sólo te digo que mejor que no lo hagas demasiado picante.

—Y eso es lo que yo también le digo: este asado nunca es demasiado picante.

Esra observaba disimuladamente a Bernd desde que se les acercaron. La había tranquilizado el añadir a Abid Hoca a la lista de los posibles asesinos, pero no por eso había dejado de sospechar del alemán. Sentía curiosidad por saber si su suegro había vivido en aquella región o no. Al ver que se le aparecía la oportunidad, no la desaprovechó:

—Esto, Bernd… ¿En qué parte de Turquía vivía la familia de su mujer?

Él no sospechó nada y respondió inocentemente:

—En Cilicia, más exactamente en Hatay.

Así que no habían vivido por allí. Esra se alegró al saberlo.

—A mi suegro también le gusta hacer carne a la parrilla —continuó el alemán—. Los del sur siempre han tenido buena mano para eso.

—¿Sólo los del sur? —intervino Timothy—. Mira a Esra, es estambulí, pero prepara las brochetas con más habilidad que el mejor cocinero… Y qué buen aspecto tienen. Se me hace la boca agua. —Luego señaló la parrilla colocada ante la cocina y le preguntó a Halaf—: ¿Encendemos el fuego?

—Todavía es pronto —contestó el cocinero—. El fuego estará en un abrir y cerrar de ojos. Lo encenderemos cuando lleguen todos.

Llevó dos horas que llegaran. Exceptuando a Elif, el resto de los miembros del equipo habían ocupado su lugar a la mesa. Kemal, agazapado en el mismo sitio en el que se había sentado a mediodía, escuchaba en silencio las conversaciones, pero no intervenía. El último en llegar fue el capitán. Llevaba un paquete, se había quitado el uniforme y vestía una camisa blanca y un pantalón beige de algodón. Fue Esra quien le recibió.

Entre ellos se produjo una agradable tensión. De no haber sido por los demás, quizá se hubieran abrazado en ese mismo instante, pero por el momento se vieron obligados a limitarse a una mirada lánguida y a un roce momentáneo de manos. Eşref le entregó el paquete.

—Helado de pistacho. Ha aguantado desde Antep, pero si no lo ponemos ahora mismo en la nevera se derretirá.

Halaf, que lo había oído, no pudo quedarse callado.

—Muy bien pensado, mi capitán. Irá muy bien después de las brochetas.

Mientras Esra se llevaba el paquete a la nevera, Eşref se acercó a la mesa y empezó a saludar a todo el mundo.

—Está muy elegante, mi capitán —bromeó Murat—. Es la primera vez que le veo así.

El joven no lo había dicho con la intención de molestarle, pero pareció que el rostro moreno de Eşref se ruborizaba.

—No siempre voy de uniforme. Fuera de las horas de servicio me gusta vestir de civil.

Fue a Timothy a quien le correspondió defender al capitán:

—En realidad, los uniformes son muy cómodos. Te libras del problema de tener que pensar cada mañana qué te vas a poner.

—¡Vamos, Tim! —dijo Teoman—. No se lo tome a mal, capitán, pero en mi opinión los uniformes sirven para eso, para uniformar a la gente. No le queda a uno nada personal.

De repente la conversación se había vuelto seria. Todos esperaban la respuesta de Eşref, pero fue Murat quien se lanzó:

—Qué pena que haya ciertas características que ni siquiera el uniforme puede cambiar.

Teoman se volvió hacia el estudiante.

—¿Como qué? —preguntó.

—Como el comer. Podemos tomarte a ti como ejemplo. Aunque llevaras uniforme, ¿no seguirías siendo el que más come de la excavación?

Todos se echaron a reír con Murat.

—Je, je —le remedó Teoman—. Chico, ¿no te has cansado todavía de los chistes de comida? Usa la cabeza y encuentra algo nuevo para que yo también me pueda reír.

Mientras en la mesa continuaban las bromas, Halaf colocó las brochetas con tomates sobre las brasas rojas como granadas. Los chasquidos que se elevaban de la parrilla atrajeron la atención de los comensales hacia el asado.

En cierto momento el capitán se inclinó al oído de Esra y le preguntó por qué Elif no estaba allí.

—No lo sé —respondió ella un poco tensa—. No se ha recuperado del todo, quizá se haya quedado dormida. Voy a enviar a Murat para que la llame.

Pero Murat regresó de la habitación de Elif con las manos vacías. Al parecer no se sentía bien y no quería cenar. Ni Kemal, ni Timothy dejaron traslucir la más mínima emoción. Esra se molestó y pensó en ir a reprender a la joven, pero luego se lo pensó mejor y cambió de opinión. Quizá fuera mejor así. Quizá les tranquilizara un poco no verse, aunque sólo fuera por una noche.

Eşref explicó que había hablado con el alcalde. Edip Bey, en cuanto supo que acudiría la prensa nacional e internacional, le había dicho que se sentiría muy contento de ayudar en lo que fuera necesario y que ponía a disposición del equipo de la excavación todos los medios, vehículos y personal del ayuntamiento.

Entre tanto los tomates ya se habían hecho y Halaf empezó a colocar sobre la parilla las brochetas con la carne. Unos minutos más tarde se extendía un olor delicioso. Teoman, que no paraba quieto, como si el olor le hiciera sufrir, gimió:

—Por lo menos esta noche podríamos tomarnos un trago de algo. Esta carne no entra sin alcohol.

Envalentonado porque Esra no se había opuesto de inmediato, se volvió hacia Eşref:

—Bebemos todos, ¿no, capitán?

—Por supuesto que sí —contestó él, que ignoraba la discusión que habían tenido al respecto—. De haberlo sabido les habría traído
rakı
. Tengo dos botellas en la nevera.

Teoman se levantó con la agilidad de quien está seguro de lo que hace.

—No importa, mi capitán. Nosotros también tenemos —y preguntó a los de la mesa—. Tomamos
rakı
, ¿no?

—Yo preferiría vino tinto —dijo Bernd.

—Muy bien, vino tinto para Bernd. —Teoman se volvió hacia Murat—. Vamos, muchacho, sígueme. Traigamos la bebida.

Esra se limitó a asentir con la cabeza mientras los dos amigos se dirigían a la cocina. En realidad, también a ella le apetecía tomar algo.

Hacía mucho tiempo que no bebía. Y además quizá el alcohol ayudara a superar la frialdad existente entre Kemal y Timothy. Unos minutos más tarde, los vasos llenos de
rakı
estaban en la mesa y, por un instante, el olor a anís veló el de la carne. Esra levantó su copa:

—Mi padre cree que el primer trago que se toma antes de empezar a comer trae buena suerte. ¿Qué decís? ¿Brindamos?

Todos estaban levantando las copas cuando Timothy les detuvo.

—Ya que la idea de que bebiéramos esta noche ha sido de Teoman, propongo que sea él quien haga el brindis.

—Muy bien —el orondo arqueólogo se puso en pie con la copa en la mano sin hacerse de rogar—. Ojalá nuestro único problema fuera tener que hablar.

Estaba pensando cómo empezar cuando Murat comenzó a tirarle de la camisa.

—Vamos, vamos, se nos está calentando el
rakı
.

—Tranquilo, hombre, ya voy. Quiero brindar por las dos personas que nos han ofrecido esta noche. Por dos grandes maestros que han vivido en estas tierras aunque con una diferencia de dos mil setecientos años. Uno es Patasana, capaz de exponer la verdad en sus tablillas, o al menos lo que él creía que era la verdad, entre tantos escribas de palacio pelotilleros. El segundo es el gran maestro Halaf, capaz de preparar todo tipo de comidas con enorme habilidad día tras día para llenarnos la barriga. Levanto mi copa en honor de estos dos grandes maestros.

Al oír que se le mencionaba, Halaf, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, sonrió mostrando sus blanquísimos dientes. Esra creyó que se sentiría avergonzado, pero el cocinero de Barak dijo:

—Yo también soy capaz de hablar bien de la gente con palabras vacías —estaba claro que no pensaba morderse la lengua—. Nadie me ha dicho: «Toma, hermano, bebe tú también un trago».

—¿Qué? —gritó Teoman con una ira artificial volviéndose hacia Murat—. ¿No le has dado de beber a Halaf, hombre?

—No me has dicho que le ofreciera.

—¿Es que tengo que decírtelo todo? Dale
rakı
al gran maestro.

Se rieron a carcajadas, entrechocaron las copas y tomaron un sorbo alegres. La carne, que Halaf llamaba «asado en dados con puré», estaba deliciosa. Empezaron a tragar ansiosamente los bocados, y no sólo Teoman, sino también Bernd, tan pronto como saboreó la blanda y jugosa carne, a pesar de que al principio la probó con prudencia por si picaba. Esra, que observaba de reojo a sus compañeros, pensó que la discusión de aquella tarde había quedado atrás al verles a todos de tan buen humor. Hasta Kemal, aunque no se hubiera desprendido del todo de su ensimismamiento, se había unido a los demás, les escuchaba y se reía de sus bromas. Incluso había dejado de mirar de mala manera a Timothy. De haber seguido así, habría sido una noche muy agradable, pero una repentina discusión lo estropeó todo. El alemán, que se había tomado cuatro brochetas acompañándolas con una botella de vino tinto, unió el pulgar y el índice, como hacen los italianos, y dijo:

—Perfecto. El asado más sabroso que he tomado en mi vida. Pero ¿por qué no nos preparas albóndigas crudas?

—Ya te las haré, Bernd —contestó Halaf. Los elogios recibidos le habían animado bastante, así que empezó a tutear al arqueólogo alemán—. Ahora que has empezado a entender de asados, basta con que me las pidas para que te las haga.

Bernd malinterpretó la naturalidad de Halaf. Creyó que el cocinero se estaba burlando de él.

—No es la primera vez que como estos asados. Los he comido muchas veces en Adana y Diyarbakır.

—Y muy bien que has hecho —le respondió Halaf como si le estuviera aconsejando—. Y de tanto venir a Turquía también has oído hablar de las albóndigas crudas, claro.

El tono de voz de Bernd se volvió más serio.

—No he sabido de las albóndigas crudas por vosotros, sino por los armenios.

Halaf frunció los labios.

—Vamos, Bernd. Los armenios no saben de albóndigas crudas.

—¿Por qué no? —dijo el alemán. Sus ojos habían perdido el brillo alegre de antes—. ¿Es que son propiedad vuestra?

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