Murat propuso que ampliaran fotografías del yacimiento y que las colgaran en el lugar donde se iba a celebrar la rueda de prensa. Bernd les dijo que el Instituto Arqueológico Alemán ya las había ampliado y que las traía la comisión presidida por Joachim. La conferencia sería a las once. Los periodistas vendrían en el avión que salía de Estambul a las siete y cuarto. Esa misma mañana se levantarían temprano, como si fueran a ir a la excavación, terminarían los preparativos, lo controlarían todo y se pondrían en marcha hacia Antep. Quizá fuera conveniente que dos de ellos fueran la noche anterior, incluso. Lo decidirían después de hablar con Joachim.
Llamaron a la puerta mientras aún proseguía la reunión. Volvieron la cabeza con curiosidad. En el umbral apareció la cara hosca de Kemal. Elif le seguía. Ella tampoco sonreía y parecía tener los ojos enrojecidos. «Ha estado llorando», pensó Esra.
Kemal, después de saludar a los demás con la cabeza bastante fríamente, en lugar de dirigirse hacia los pupitres en los que estaban celebrando la reunión, se fue hacia su cama. Elif, de mejor humor en cuanto vio a sus compañeros, ya había empezado a repartir abrazos. Al notar que se le acercaba el norteamericano sus ojos verdes brillaron de alegría. Pero Timothy había intuido que algo iba mal y se limitó a estrecharle la mano en lugar de abrazarla. Aquella seca actitud molestó a Elif, aunque intentó disimularlo. Kemal, sentado en una esquina de la cama, les observaba a todos con una mirada fría como el hielo. Esra se acercó a él como si no se hubiera dado cuenta de nada.
—Hola. ¿Qué hay?
—Mierda y más mierda —contestó Kemal.
—¿Qué ha pasado?
—¿Qué va a pasar? Mira eso, en cuanto le ve, pierde la cabeza.
—¿No exageras un poco?
—No exagero nada. Hemos hablado en el hospital y me ha confesado que le gusta ese viejo verde.
—Olvídalo, no vale la pena que te amargues —dijo Esra tras un instante de silencio.
Kemal suspiró deprimido.
—No puedo, me es imposible olvidarlo. Quizá si me fuera de aquí…
—No creo que ésa sea una buena idea. El problema está en tu cabeza y lo llevarás dondequiera que vayas. No tienes otro remedio que superarlo quedándote aquí.
—No puedo soportarlo —dijo él. Su voz sonó tan fuerte que sus compañeros, que en ese momento aún rodeaban a Elif, se volvieron a mirarlo. Bajando la voz repitió—: No puedo soportar que Elif ande mariposeando alrededor de ese tipo.
A Esra le asustaron las chispas de furia que aparecieron en los ojos de su amigo.
—Vamos a dar un paseo —pensaba que si lograba alejarlo de allí quizá se tranquilizaría.
—No, estoy bien aquí.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. No quiero parecerles un pobre desgraciado.
—Entonces será mejor que te rehagas —le advirtió—. Mézclate con los demás en lugar de quedarte sentado aquí solo.
—Muy bien, muy bien. No te preocupes.
Teoman y Murat se habían acercado a Kemal.
—Pero ¿qué pasa, hombre? —le dijo Teoman de broma—. En el hospital los médicos te han echado una bronca y la pagas con nosotros, ¿no?
Kemal sonrió haciendo un esfuerzo.
—Déjame tranquilo y ocúpate de tus cosas, chico —palmeó despacio la enorme barriga de Teoman mientras lo decía—. Dentro de nada te vas a convertir en un auténtico barril.
Teoman sonrió con descaro.
—La barriga es una necesidad para los arqueólogos, amigo. Tienes que almacenar energía para cuando la necesites.
—¿Y en qué usas tú la energía? Estoy seguro de que te pasas el día en el yacimiento durmiendo la siesta a la sombra de una columna del templo.
Esra se relajó; Kemal estaba volviendo a la normalidad.
—Estábamos hablando de lo que vamos a hacer en la rueda de prensa —dijo invitando a todos a que se sentaran de nuevo en los pupitres. Colocó a Kemal en un rincón alejado del resto, especialmente del americano y de Elif. Ésta, como si lo hiciera por despecho, se sentó frente a Tim. Él no estaba muy cómodo con aquello pero, como no tenía otra opción, permaneció sentado donde estaba. Para no dar oportunidad a que volviera a surgir tensiones, rápidamente Esra hizo un breve resumen de lo que habían hablado. Después continuaron con el orden del día. Cuando Halaf entró con la bandeja del té, la reunión estaba a punto de terminar. Comenzó a repartir los tés humeantes con la velocidad de un camarero experto.
Elif no le prestó atención al té que el chico ponía ante ella. Estaba concentrada en Timothy.
—Menos mal que estaba David, nos ha ayudado mucho. A ti te tiene mucho cariño.
—Es un buen hombre —dijo el americano—. También a mí me ha ayudado muchas veces.
Mientras hablaban, Kemal empezó a mirarles furioso.
«¡Ay, Dios! —pensó Esra—. Ahora van a volver a discutir».
Pero o bien Elif no tenía ni idea de la tormenta que estaba a punto de estallar, o no le importaba lo más mínimo.
—Dijo que nos visitaría lo antes posible. Esra le ha invitado.
Timothy se agitó inquieto en el pupitre.
—¡Qué bien! Hace mucho que no le veo.
—Ahora podréis ir de paseo en parejitas —murmuró Kemal desde su rincón. Su voz estaba llena de rencor. Sacudiendo la cabeza añadió para sí mismo—: A estos tíos les ha dado por nuestras mujeres.
Por la mesa cruzó un viento helado. Ni Esra ni Timothy dijeron una palabra, pero Elif, como si no hubiera oído a su ex novio, continuó testaruda:
—¿Hace mucho que conoces a David?
—Bastante —respondió Tim, a quien no agradaba en absoluto la situación.
—Has causado en él una impresión muy fuerte. No deja de hablar bien de ti.
—¿En quién no causa Timothy una fuerte impresión? —volvió a intervenir Kemal—. Todos le admiramos.
El americano no podía ignorar aquel acoso que ya había llegado a lo personal.
—Gracias, Kemal, pero exageras un poco.
—En absoluto. —El joven dejó el vaso de té sobre el pupitre y se volvió hacia Timothy—. En muy poco tiempo has logrado impresionarnos a todos, incluso hay quien se ha enamorado de ti.
—¡No digas tonterías! —gritó Elif.
—¿Por qué? ¿No es eso lo que me dijiste? ¿No me dijiste que te gustaba?
—Muchachos, por favor —intervino Esra lanzando por dentro una lluvia de maldiciones sobre Kemal.
Éste había empezado a jadear preso de la ira.
—Esra, tú no te metas, por favor. Estos dos me están engañando delante de mis narices.
Por un instante, Timothy se mostró sorprendido, pero se recuperó con rapidez.
—Te equivocas. No hay nada entre Elif y yo. Acabo de enterarme de que le gusto —se volvió hacia ella y continuó con expresión tímida—. Si eso es verdad, me siento muy honrado, pero en este momento no pensaba en tener ninguna relación.
La joven se había sonrojado intensamente y sus labios temblaban.
—Éste… Él se lo está inventando —tartamudeó. No pudo seguir, y cuando empezaron a saltársele las lágrimas, se cubrió la cara con las manos y salió del aula como si huyera de allí.
—Todo esto es absurdo —dijo Timothy—. ¿Por qué os hacéis daño de esa manera?
—¿Y todavía te atreves a hablar? —replicó Kemal—. Tú tienes la culpa de todo.
El americano se empeñaba en conservar su sangre fría.
—Te equivocas, trato a Elif como a todos los demás.
—No, la has manipulado para que se enamore de ti.
Timothy sacudió la cabeza con la tristeza de alguien a quien están malinterpretando.
—No me conoces en absoluto. No es que sea una persona maravillosa, pero tampoco soy tan miserable como para negarlo si me enamoro de alguien —dudó un instante—. Pero es que no estoy enamorado. Y mejor, porque el amor es un feo asunto. Un sentimiento tan negativo como para convertir en una bestia maleducada a alguien tan amable como tú. Como he dicho, los asuntos del corazón no me interesan tanto como antes.
En los ojos de Kemal parpadeó una luz ladina.
—¿Porque te aburren las jovencitas que seduces?
Timothy sonrió con amargura.
—No —su voz estaba cargada de ironía—. Porque mi mujer se escapó con un joven arqueólogo belga.
El corazón de Esra comenzó a latir a toda velocidad. Creía que, llegados a ese punto, Tim sería incapaz de contener su ira y que estallaría en cualquier momento. Pero siguió hablando con un tono de voz tan franco como si estuviera charlando con un buen amigo.
—Por eso te entiendo tan bien. Yo también he sufrido, no resulta fácil ver cómo te deja por otro la mujer a la que quieres, en la que confías. Pero luego te acostumbras. Después de mucho llorar, mucho emborracharte, mucho sentir lástima por ti mismo, te calmas y empiezas a pensar en lo que ha ocurrido. —De repente se echó a reír—. Y la conclusión a la que llegas es que estas tierras son las que tienen la culpa en todo lo que se refiere al amor.
Todos, a excepción de Kemal, que se hacía el desentendido, comenzaron a escucharle con mayor atención después de que dijera aquello.
—Creedme, no me lo estoy inventando. Todo empezó en estas tierras hace nueve mil años… Ya habéis oído hablar de la diosa madre. La primera diosa, una mujer gorda con un leopardo a cada lado y un niño entre las piernas. El primer ser al que adoró la humanidad. ¿Sabéis por qué los habitantes de la antigua Anatolia la eligieron como diosa? Porque los hombres ignoraban su papel fecundador. Creían que lo que fecundaba a las mujeres eran elementos naturales como el viento, la lluvia o los ríos. Esa forma de pensar no era tan rara en aquellos tiempos. La gente se consideraba parte de la naturaleza y creía que el nacimiento era algo mágico, un milagro. Sin duda, influía que por aquella época existiera un sistema matriarcal. Pero lo más importante era que se ignoraba cómo funcionaba la fecundación. Fue esta ignorancia la que creó a la diosa madre, uno de los primeros seres divinos de la humanidad. Esa manera de pensar tuvo tanta importancia que el culto a la diosa siguió existiendo en Anatolia incluso después de que se pasara a un sistema patriarcal. Por ejemplo, nuestros patriarcales hititas, aunque tuvieran una divinidad masculina como Teshup, dios de la lluvia, nunca renunciaron a Hepat, diosa del sol, ni a Kupaba.
»Y el amor es como una diosa, una ilusión magnífica. Ante todo, es un invento de los hombres. Y también es un callejón sin salida para nosotros. Por un lado, creas una familia para que la mujer sea tuya y, por otro, tienes la mirada puesta en la mujer del vecino. Recordad el rapto de Helena por Paris en la
Ilíada
, recordad los amores caballerescos de la Edad Media. Pero para las mujeres es mucho peor. Porque la mujer, que en el sistema matriarcal tenía múltiples amantes, en el patriarcal está encerrada en casa como propiedad de un hombre. ¿Y qué cosa más natural que ella también tenga la mirada puesta en el marido o el hijo de la vecina? Pero ese deseo está prohibido, es pecado, está mal visto. Y el amor nace de esa imposibilidad de satisfacer el deseo. El amor consiste en sentir un cariño apasionado por alguien que no puedes alcanzar, exagerando sus virtudes, creyendo que es la persona ideal. Y cuantos más impedimentos existan, más apasionada es la ilusión. De la misma forma que nuestros antepasados prehistóricos crearon una diosa de las mujeres porque no acertaron a resolver el misterio del nacimiento, nosotros, creyendo que cualquiera que se cruce en nuestro camino es esa persona indispensable para nuestra vida, nos creamos una dependencia que llega hasta prácticamente adorarla. En mi opinión, el amor es la forma en la que ha llegado hasta nuestros días ese impulso primitivo de exagerar.
Al principio, Esra no sabía dónde quería llegar Tim. Pero al ver que los demás le escuchaban con atención, se dio cuenta de que era la manera que tenía el arqueólogo de quitar hierro a aquella injuriosa discusión. Admirándole de veras, dijo:
—Pero todo eso sólo lo explica desde el punto de vista masculino —lo que pretendía, más que discutir con Tim, era atraer la atención hacia otro lugar—. Entonces, ¿las mujeres nunca se pueden enamorar?
—Claro que sí. De hecho, el culto de la diosa madre es una imagen creada no sólo por los hombres, sino por toda la humanidad. En mi opinión el amor, femenino, masculino u homosexual, da igual, es la continuación de la misma ilusión primitiva.
Bernd, que era todo oídos desde que se había comenzado a hablar del amor, por fin no pudo aguantarse más y dijo:
—Puede que tengas razón, pero aunque sea una costumbre creada por una manera de pensar primitiva de hace miles de años, por mucho que sea una ilusión estúpida, por mucho que provoque más dolor que felicidad, para mí una vida sin amor es una vida estéril.
—Es cierto —contestó Tim—. Yo también creo que una persona que muere sin haber probado el amor no ha vivido plenamente, pero eso es algo que ya no vale para mí. Yo digo, como ese famoso refrán vuestro: «Ni azúcar de Damasco ni picha de árabe». No lo quiero por bueno que sea.
—No te creo —exclamó Kemal justo cuando parecía que se habían calmado los ánimos y se había acabado la discusión—. Todo eso lo dices para salvar la cara. Pero yo sacaré a la luz tus mentiras.
Luego, sin darle a nadie la oportunidad de decir nada, se puso en pie y salió del aula dando un portazo. Timothy se quedó mirándole impotente.
Por fin lo había conseguido, me había convertido en el gran escriba de palacio. Pero no podía olvidar los ojos de Ashmunikal mirándome impotentes. Quizá por eso, para sentir menos su ausencia, pero probablemente más para demostrar lo bueno que podía ser como escriba, me entregué con pasión a mi oficio.
Por aquellos días aún no nos habíamos librado del todo de la maldición de los asirios. Su ejército seguía calcinando la región entera como un gigantesco incendio. Tras el reino de Sam’al, derrotó también a los de Gurgum y Kashka. En cuanto acabaron con ellos, las unidades de la guardia, los carros de cuatro hombres, la caballería y la infantería volvieron a llamar a nuestras puertas.
Aumentaron enormemente la carga de nuestros impuestos. Lo aceptamos sin oponer resistencia, pero a Tiglatpileser aquello no le bastó. Había abandonado por completo la idea de retirarse con sus ejércitos a su país. Incorporó nuestro reino a una jurisdicción llamada «gobierno de los territorios exteriores». En tiempos de guerra nos veríamos obligados a dar tropas a esa autoridad si nos las pedían.
Volvimos a asegurar la paz mediante un acuerdo deshonroso. Digo deshonroso, pero los nobles eran los únicos que sentían vergüenza por el acuerdo. El pueblo y los esclavos celebraron la paz con tres días y tres noches de fiestas. Porque son ellos quienes mueren en la guerra, suyas las casas que arden, ellos son quienes pasan hambre, quienes son desterrados. Por muy duro que fuera trabajar en los campos a orillas del Éufrates, construir edificios levantando muros de piedra u ocuparse de los trabajos de la casa, siempre era mejor que la guerra. Por eso el pueblo y los esclavos le otorgaron a Pisiris el título de «rey compasivo».