—¿Por qué? —preguntó Teoman apretando los puños furioso—. ¿Por qué razón lo han matado?
—¿Por qué va a ser? —gritó Murat—. Fue testigo del crimen. Y el asesino le mató temiendo que descubriera su identidad.
A Timothy y a Halaf no habrían podido abrirles la boca ni con una palanca. Miraban tristes al suelo, intentando asimilar el terrible acontecimiento.
Bernd, que volvió sus asustados ojos azules hacia el capitán, también tenía una teoría.
—Alguien está intentando impedir que continuemos con la excavación. Mataron a tres hombres de la región para asustarnos y, al no conseguirlo, nos atacan directamente a nosotros. Es el único significado que puede tener el asesinato de Kemal un día antes de la conferencia de prensa.
—Me temo que la cosa es un poco más complicada —dijo el capitán. Seguía sin parecer cómodo. Era como si no hubiera contado lo que de verdad tenía que decir. Su mirada se desplazó a Esra, que continuaba llorando—. Si me escuchan un momento, les expondré mi teoría —añadió. Elevó la voz a propósito para que Esra le oyera bien. Pero la reacción no vino de ella sino de Bernd.
—Nos gustaría saberlo y ayudarle en lo que pudiéramos. Pero ahora tenemos que irnos a la conferencia de prensa.
Sus ojos se habían deshecho del miedo y habían vuelto a adquirir aquella frialdad azul acerada. Un breve soplo de duda cruzó la mesa.
—No —rugió Esra, apartando de sí el cuerpo de Elif. Continuó hablando sin hacer caso de las lágrimas que le rodaban por las mejillas—. Al demonio la conferencia de prensa. No me moveré de aquí sin saber lo que le ha pasado a nuestro amigo.
Sus ojos enrojecidos brillaban testarudos a la luz del amanecer como si quisieran demostrar la firmeza de su afirmación.
—Pero… —protestó Bernd.
—Ni pero ni nada. No iré a la conferencia sin saber lo que le ha ocurrido a Kemal.
El alemán frunció su rubio ceño.
—Entonces iré yo.
—Usted tampoco irá —la voz de Esra era imperativa—. Se quedará aquí y escuchará lo que tiene que contarnos el capitán.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —estalló Esra—. Han matado a cuatro hombres aquí mismo y uno de ellos era compañero nuestro. Puede que el asesino sea uno de nosotros.
Sus últimas palabras horrorizaron al resto del equipo, dejándoles petrificados por la sorpresa. De nuevo fue Bernd el primero en reaccionar.
—¿Está diciendo que uno de nosotros es el asesino?
—Digo que puede ser. Hasta ahora hemos buscado a alguien de fuera. ¿Por qué no puede ser uno de nosotros?
Tras decir aquello, cogió de la mesa una servilleta de papel y se secó las lágrimas.
—Esra, ¿estás bien? —le preguntó Teoman mientras ella se sonaba.
No podía concebir que pudiera estar acusándoles.
—No, no estoy bien —gritó ella—. Estoy triste, estoy furiosa, estoy suspicaz y nerviosa, y tengo miedo. Pero todavía puedo pensar con claridad. No permitiré que nadie se vaya de aquí sin haber escuchado lo que tiene que decir el capitán.
—Entonces empiezo ya —dijo él para no dar pie a más objeciones—. La situación es realmente confusa. Y lo que van a oír quizá les apene aún más, o quizá piensen que he perdido la cabeza —guardó silencio y, volviéndose a Esra, añadió—: Quizá seas tú la que más crea que estoy diciendo tonterías, pero para llevar a cabo como es debido la investigación tengo que decir lo que voy a decir y pedir la opinión de todo el equipo.
Aquellas palabras tan imprecisas confundieron a Esra. ¿Qué quería decir? Eşref pronto la sacó de dudas.
—Anoche, cuando me fui de aquí, me dirigí a la cueva de la que nos habían hablado los cazadores. Está a unos tres kilómetros, una gruta pequeña horadada por el agua a la orilla del Éufrates. Como hay una roca enorme que tapa la entrada, es un refugio difícil de detectar. Los perros de los cazadores olfatearon la sangre y les llevaron hasta la cueva. Al entrar vieron el cadáver ensangrentado y una serie de pertrechos, así que decidieron avisarnos creyendo que era un refugio de terroristas. Cuando llegué a la cueva, enfoqué la linterna hacia el cadáver del suelo. Lo primero que me llamó la atención fue la ropa. La reconocía de algún sitio. Pero, puede que por la sorpresa o por los nervios, no me di cuenta de que era Kemal. Ya se pueden imaginar mi asombro cuando le vi la cara. Le habían golpeado en la cabeza, tenía una profunda herida de dos centímetros y medio en la sien derecha, pero no había demasiada sangre en el suelo. Tras el desconcierto inicial, comencé a registrar la cueva. Encontré ropa manchada de sangre, un par de botas, dos cuchillos de monte, un hacha de mano muy afilada, seis pares de guantes delgados, tres linternas de tamaños distintos, dos aerosoles de defensa personal, una pistola Baretta de nueve milímetros, material de primeros auxilios y una túnica negra de monje.
—O sea, ¿que era el asesino quien usaba la cueva? —preguntó Esra.
—Exactamente. Así es como hemos averiguado por qué no pudimos encontrar armas, huellas ni pruebas en el lugar de los crímenes. Después de cada asesinato, iba a la cueva, ocultaba las armas, se cambiaba de ropa y volvía a su vida normal.
—Pobre Kemal —dijo Murat—, encontró la guarida del asesino y por eso lo mataron.
El capitán era más cauto.
—Eso fue lo primero que pensé —dijo—, pero no pudimos hallar en la cueva el arma que había herido a Kemal.
—¿No habías mencionado un hacha? —aventuró Esra.
—No había huellas de sangre en el hacha. Además, habría producido una herida de más de dos centímetros. A Kemal lo hirieron con algo punzante, pero que no era un cuchillo, debió de ser algo parecido a una hoz —y, clavando la mirada en Esra, añadió—: Presta atención, una hoz.
Pero se vio obligado a dar una explicación al darse cuenta de que Esra le miraba con ojos interrogantes sin comprender lo que quería decir y sin entender a qué debía prestar atención.
—Ya te conté que habíamos encontrado una hoz ensangrentada en el lugar en el que se cometió el último asesinato.
—Sí —dijo ella recordándolo—. Dijiste que la víctima había herido al asesino con una hoz… —De repente guardó silencio. Ahora comprendía por qué Eşref había vacilado—. Un momento, un momento… —su voz ahora sonaba irritada—. ¿Estás pensando que el asesino era Kemal?
El capitán la miró como un niño que espera cierta tolerancia, pero dio marcha atrás al ver chispas de furia en los ojos enrojecidos de Esra.
—Para llegar a una conclusión definitiva, tenemos que examinar los cabellos que haya en la ropa y las huellas digitales. Pero las botas que encontramos en la cueva son del número que calzaba él.
—Eso es una estupidez —contestó Esra—. Kemal no pudo ser el asesino.
—No estamos seguros de que lo fuera. Pero pensamos que es una posibilidad que no debemos descartar.
La actitud conciliadora del capitán no sirvió de nada. Esra ya no le escuchaba.
—Os equivocáis —estalló—. ¡Kemal no pudo ser el asesino! Podéis decir lo que queráis o encontrar cualquier prueba. No podréis convencerme.
—Para mí también ha sido algo inesperado que las sospechas hayan recaído sobre él, pero nos vemos obligados a sospechar de la persona a la que nos lleven las pistas y las pruebas. Eso es algo que no cambiaría, aunque se tratara de mi mejor amigo. No debería cambiar.
—Muy bien, de acuerdo —intervino Teoman—. Pero Kemal no tenía ninguna razón para matar a esos tres hombres.
—Hemos enviado a Antep todo lo que hemos encontrado. Ahora mismo están realizando las pruebas periciales. Espero que Kemal fuera inocente, pero debéis comprenderme. No podemos resolver este asunto con los sentimientos.
—Yo no estoy hablando de sentimientos —replicó Teoman, que parecía tan tranquilo como el capitán—. Estoy hablando del motivo. A no ser que el asesino sea un pervertido o un loco, debe tener algún motivo para cometer los crímenes. Kemal no conocía ni al jefe de los guardias Reşat, ni a ese pobre hombre que acaban de matar. En cuanto a Hacı Settar, de todos nosotros, quizá fuera él quien más le apreciaba. ¿Por qué iba a asesinarle?
—Eso es lo que me gustaría que me dijeran. ¿Notaron algún comportamiento sospechoso en Kemal? ¿Algo que les resultara extraño?
—Estás buscando información en el lugar equivocado —dijo Esra de manera fría, casi hostil—. No somos tan miserables como para calumniar a un amigo.
En los ojos oscuros del capitán apareció una mirada herida.
—No hace falta hablar con tanta dureza. No soy enemigo de este equipo, ni tampoco de Kemal. Estoy intentando encontrar a un asesino que también te amenaza a ti y al resto de tus compañeros. Si me equivoco, ayúdenme, corríjanme —dijo mirando a los demás—, pero no deben sentirse ofendidos.
—El capitán tiene razón, muchachos —dijo Timothy, que desde el principio de la conversación había guardado un extraño silencio—, aunque no nos guste lo que dice, tenemos que ayudarle. Olvidaos, si queréis, de que es un miembro de las fuerzas de seguridad, estamos obligados a hacerlo, aunque sólo sea por todo lo que él nos ha ayudado a nosotros. Sí, la víctima ha sido uno de nosotros. Era amigo nuestro, pero por el bien de la investigación, tenemos que responder a las preguntas del capitán.
Elif, con los ojos inyectados en sangre de tanto llorar, levantó la mano derecha como si le pidiera permiso al maestro para hablar y dijo:
—Quiero decir algo —su voz sonaba todavía temblorosa y sorbía mientras hablaba—. Kemal era incapaz de matar a nadie —guardó silencio temiendo una nueva crisis de llanto, y cuando se repuso, prosiguió—. Era celoso, irritable y rencoroso, pero incapaz de matar a nadie —no pudo seguir. Inclinó la cabeza y se echó a llorar.
Timothy volvió a tomar la palabra.
—En mi caso, yo nunca he visto en Kemal ningún tipo de actitud sospechosa. Sí, era un hombre un tanto celoso. A veces era capaz de hacer daño, pero nunca fui testigo de nada que pudiera relacionarle con los asesinatos. No sé qué hace su cadáver en esa cueva, ni lo que significa la herida en la sien, pero, como dicen mis compañeros, no creo que él fuera capaz de cometer esos asesinatos. Quizá lo matara el asesino y llevara su cuerpo hasta la cueva porque no quería que lo encontraran.
La suposición de Timothy animó la discusión.
—Estoy de acuerdo —dijo Murat—. Es una posibilidad mucho más razonable que la de que Kemal fuera por sí mismo hasta la cueva después de que le hirieran. Él vio al asesino cometiendo el crimen, intentó impedírselo, lucharon y el asesino le hirió con la hoz. Perdió la vida allí mismo y el que le mató, para que no encontraran su cuerpo, se lo llevó a la cueva.
—Muy bien, pero ¿por qué no iba a querer el asesino que encontraran el cadáver? —preguntó el capitán, que había estado escuchando en silencio—. ¿Por qué iba a arriesgarse a cargar el cuerpo en un carro para llevárselo a una cueva a varios kilómetros de distancia? Debería tener una buena razón para arriesgarse tanto. Llevo toda la noche pensándolo y no he encontrado ninguna respuesta. Me alegraría mucho que alguno de ustedes fuera capaz de aclarármelo.
Nadie contestó a su pregunta. Se expusieron diversas hipótesis, pero ninguna demasiado convincente.
—Les entiendo muy bien —continuó el capitán—, no pueden aceptar que se declare culpable a un amigo muerto. Tienen razón, pero no se preocupen; si no lo era, las huellas dactilares lo probarán rápidamente. Pero nosotros tenemos que seguir con la investigación para no perder tiempo.
Suspiró y luego, intentando no volver la vista hacia Esra, que le miraba desafiante, preguntó a todos:
—¿Alguien oyó a Kemal hablar sobre los armenios o charló con él sobre el tema?
Su mirada se dirigió a Timothy.
—No —dijo el americano, pensando que se lo estaba preguntando a él—. Nunca hablamos de eso.
—¿Qué tienen que ver los armenios con todo esto? —preguntó Bernd parpadeando suspicaz.
A Esra no se le escapó el tono de su voz.
—Sólo preguntaba —contestó el capitán como si no tuviera importancia—. Y con usted, ¿habló del asunto?
—Tuvimos algunas discusiones estando nuestros compañeros presentes. Sólo una vez hablamos a solas. Yo critiqué la actitud del Estado turco y él me dio la razón. Aceptó el genocidio armenio.
—¡Miente! —gritó Esra—. Kemal nunca defendería nada parecido.
Todas las miradas se volvieron asustadas hacia ella. Era la primera vez que la veían tan furiosa.
—Por favor, Esra, tranquilízate —dijo Teoman. Pero ya no había quien la parara.
—Tú no te metas en esto, Teoman. Este hombre está mintiendo.
—No miento —se defendió Bernd. La reacción de Esra le había sorprendido, más aún, avergonzado—. No miento —repitió ruborizado.
—No, sí está mintiendo —los ojos de Esra echaban chispas. Golpeando la mesa, gritó—: ¡Ahora va a explicarnos por qué lo hace! ¿Qué está ocultando? ¿O es que ha sido usted el responsable de los asesinatos?
—Esra, ¿qué dices? —terció Timothy—. Tranquilízate un poco.
—Tim tiene razón —dijo el capitán intentando calmarla también—. No llegaremos a ninguna parte culpándonos unos a otros.
Eşref no tardó en llevarse su ración de la furia de Esra.
—Pero sí podremos llegar a algún sitio culpando al pobre Kemal, ¿no? Porque él está muerto y ya no puede defenderse, ¿no es así? —miró a sus compañeros sentados a la mesa y prosiguió—. Amigos, quiero contaros algo que el capitán sabe, pero que vosotros ignoráis: estos asesinatos, todos ellos, son la repetición de otros tres cometidos hace setenta y ocho años. Uno o varios locos los han llevado a cabo para vengarse de tres armenios asesinados aquí mismo hace setenta y ocho años. Pero, como ya sabéis, Kemal no tenía ninguna razón para hacerlo.
De nuevo volvió la mirada hacia su colega alemán.
—Pero usted, señor Bernd, usted sí que puede tener un motivo. Ha estado hablando del genocidio armenio desde que llegó. Ha provocado malestar muchas veces sacando el tema a relucir. Bien podría haber cometido usted los asesinatos y luego haber matado a Kemal para intentar que pareciera él el culpable.
En los labios del arqueólogo alemán, que procuraba parecer entero, apareció una sonrisa nerviosa.
—Está loca. ¿Me está llamando asesino porque defiendo una verdad histórica?
—No sólo por eso. Sé cuánto quiere a su esposa. ¿No dijo que sería capaz de cualquier cosa por ella? Si uno de los tres muertos de hace setenta y ocho años fuera un familiar de su mujer, por ejemplo su abuelo…