»—¡Quédate donde estás! —dijo. No sólo se parecía a Seyithan en su aspecto y en su pelo rizado, sino que también sus voces eran idénticas.
»—No tienes la menor posibilidad. Estás rodeado.
»—No me lo creo —respondió él con tono cansado—. Seyithan quería matarme él mismo. No se habría traído a mucha más gente con él.
»Me sorprendió lo acertada que había sido su suposición.
»—¿Tan bien te crees que conoces a tu hermano?
»—No es que lo crea, es que lo conozco bien —respondió con voz llorosa—. No nos parecemos sólo en el cuerpo, sino también en los sentimientos y en la forma de actuar.
»—¿Lo lamentas por él, o sólo me lo parece? —le pregunté con sarcasmo.
»—Lo siento de verdad.
»—Entonces, ¿por qué lo has matado?
»—Estaba oscuro y no lo reconocí —me explicó.
»—¿No le habrías disparado de haberle reconocido?
»—No —replicó decidido.
»—Pero él sí te habría matado a ti —le dije con la intención de distraerle haciéndole sufrir un poco más—. Él vivía sólo para matarte.
»—Lo sé. Estaba obligado a hacerlo.
»—No estaba obligado. Simplemente era un hombre valiente capaz de matar hasta a su hermano por amor a la patria y a la nación.
»—¿De veras te crees todo eso? —me preguntó. En su voz había una ironía imprecisa.
»—Por supuesto que sí, llevo meses con él en la montaña. Me lo contó todo.
»—No, no te lo contó todo.
»—¿Qué quieres decir? —le pregunté con curiosidad.
»—Si Seyithan no me mataba, el clan habría marginado a nuestra familia. Quizá incluso habrían llegado a matarlos. Tenemos otros siete hermanos. Él estaba obligado a matarme por el bien de mis padres y mis hermanos.
»—¡Estás mintiendo! —grité, sorprendido yo mismo de estar tan furioso—. Él había jurado matarte para que no destruyeras la patria, para que no debilitaras la nación.
»—Es de mí de quien hablas. Fui yo quien renunció a su familia y se opuso a su clan para que su pueblo consiguiera la libertad. Pero mi hermano pagó el precio para que su familia pudiera vivir…
»Miré de reojo a Seyithan, que yacía en el suelo. En el pecho de su parka había dos manchas oscuras de las que fluía la sangre, como si fueran pequeños manantiales.
»—No era mi enemigo —continuó Bedirhan—. Era mi hermano, ojalá me hubiera matado él a mí.
»—Estás mintiendo —repetí.
»—No, no miento —dijo de nuevo de forma fría y con una gran seguridad—. Estaba acorralado, si no me mataban hoy, sería mañana. Que fueran otros o mi hermano gemelo me daba igual. Pero de haber sido Seyithan quien me hubiera matado, mi familia, mis hermanos se habrían salvado. Y además él no habría perdido la vida.
»Recordé el extraño comportamiento de Seyithan. Lo que me decía el terrorista que tenía frente a mí empezaba a sonarme lógico. Le miré a la cara. En su mirada había una expresión sincera parecida a la que había en los ojos de su hermano el día que cerramos el trato. Se me ocurrió una extraña idea. Por un segundo, sólo por un segundo, pensé que si le hacía pasar por Seyithan nadie se daría cuenta. Bedirhan, como si hubiera podido leerme la mente, susurró:
»—Si tuviera otra oportunidad…
»—¿Y ahora se te ocurre? —le interrumpí.
»—Hay cosas que no se pueden comprender si no se viven.
»Una voz interior me decía que no podía confiar en él, que en el momento en el que lo dejara en libertad iría a matar al jefe del clan. Y yo sería el único responsable.
»—Si muero, mi familia habrá perdido dos hijos en un solo día —murmuró—. Hay que detener este baño de sangre…
»—¡No digas eso! —grité desesperado—. No confío en ti.
»—Debes hacerlo —dijo como si se rindiera—. Debemos confiar el uno en el otro. Yo sí que confío en ti, toma mi pistola si quieres.
»—No. No puedo dejarte escapar.
»Me miró sin decir nada, como alguien que aguarda la muerte sin la menor esperanza. Yo me encontraba muy confuso. Si le dejaba libre, nadie se daría cuenta de que era Bedirhan, quizá sólo su madre pudiera saberlo. Y ella no se lo diría a nadie… Por lo menos un hombre, no sólo un hombre, sino una familia entera podría… Me di cuenta de que empezaba a bajar el cañón del fusil. Debía de haberme vuelto loco. ¿Por qué quería dejarle con vida? ¿De dónde me había salido ahora ese corazón de mantequilla después de meses de sangrientos enfrentamientos? Pero por alguna extraña razón era incapaz de impedirlo… Quizá, si le dejaba libre, sus hermanos y sus hijos no vieran a los soldados como enemigos. No podía estar seguro, no podía estar seguro, pero… En ese momento resonó un disparo en el refugio y me lancé al suelo poniendo de nuevo el dedo en el gatillo del fusil. El cuerpo de Bedirhan se sacudía bajo las balas como una hoja atrapada por una tormenta.
»—Lo he matado yo, lo he matado yo —oí que decía una voz. Volví la cabeza y vi a Seyithan, que con un último esfuerzo había disparado su fusil desde donde yacía—. No lo olvides, mi teniente, lo he matado yo —y su cabeza cayó hacia atrás.
»Me acerqué a él. Tenía la mirada perdida, le puse la mano en la yugular, no había pulso. Esa vez sí que había muerto de verdad. Le dejé y volví junto a su hermano. Me miraba a la cara con una expresión tranquila, como si estuviera cómodamente sentado con la espalda apoyada en la pared. Tenía el pecho hecho un colador. Se le llenaba de sangre la boca cuando la abría, pero intentaba decirme algo sin que aquello le importara. Acerqué el oído a sus labios.
»—Di que ha sido Seyithan quien me ha matado. Hazlo, di que ha sido él quien me ha matado.
»No le respondí, y cuando empezó con los últimos estertores, me puse en pie y me dirigí a la salida de la cueva.
»Fuera ya había bastante luz y al encender mi
walkie-talkie
comenzó una lluvia sucia. Después de explicarle al sargento Reşit dónde estaba, volví a entrar y cogí del bolsillo de Seyithan la petaca de tabaco. Por suerte no se había manchado de sangre. Encendí un cigarrillo y aspiré el humo. Así fue cómo comencé a fumar por segunda vez.
Esra estaba muy impresionada, aunque intentaba no demostrarlo. Con todo, no pudo impedir preguntarle:
—¿Entregaste tú a la familia los cadáveres de Bedirhan y Seyithan?
—Sí, yo se los entregué. Aceptaron el de Seyithan con gran respeto, como si fuera un santo. El de Bedirhan no lo quisieron. A Seyithan le hicieron un funeral militar, con el ataúd envuelto en la bandera. Bedirhan fue enterrado al pie de una montaña, sin oficio de difuntos ni ceremonia.
—Una historia muy triste.
—Sí —asintió el capitán suspirando profundamente—. Por desgracia, hay miles de historias parecidas. Pero donde salta una chispa prende el fuego. Hay mucha gente que ni siquiera es consciente de que estamos en guerra. Sólo lo notan los que pierden a sus hijos, a sus maridos, a sus hermanos, o los que están en ella. Los que patrullan por valles y quebradas, por montañas en las que cada cueva, cada árbol y cada agujero huele a emboscada, sin que les importe si es invierno o verano, si llueve o hace sol. Los mutilados, los que pierden la cabeza, los que regresan indemnes, pero con el corazón marcado por el dolor. Ésos nunca olvidarán lo que han vivido. Y aunque intenten olvidarlo, siempre se les filtrarán los recuerdos por algún hueco de la memoria y revivirán el pasado. Los que no pueden saberlo son los que ven las noticias en la televisión, los que leen sobre la guerra en las columnas de los periódicos, los que pontifican desde sus cómodos sillones.
Esra ignoró el reproche implícito en lo que decía el capitán.
—Qué extraño. Me he fijado que al contarlo no diferenciabas entre Seyithan y Bedirhan. Sin embargo, uno estaba de vuestro lado y el otro en contra.
—Dame otro cigarrillo —dijo él. Lo encendió y después de darle dos largas caladas intentó explicarse—. Tienes razón. No odiaba a Bedirhan. Y tampoco a Seyithan. Los dos me daban pena.
—¿Y quizá les tenías un poco de respeto?
—Sí. El respeto que el cazador siente por la presa.
—¿El cazador?
—No me malinterpretes. No lo digo en un solo sentido. A veces, puede que la mayor parte de las veces, nosotros somos la presa. Por muy despiadado, terrible e insoportable que sea lo que hacemos, ellos son nuestros adversarios. Y nosotros los suyos. Ambas partes exponen la vida. En ocasiones hablábamos por radio con su jefe.
—¿Para pedirles que se rindieran?
—No, no, sólo charlábamos. Sin insultos, sin amenazas. Hablábamos de esto y de aquello, de los resultados del fútbol… Puede parecerte una tontería, pero yo notaba en su voz que sentía cierta afinidad conmigo, y creo que yo con él. En esos momentos, me encontraba más próximo a ese terrorista que quería matarme, y a quien yo quería matar, que a todos los que estaban lejos de la guerra.
—Lo entiendo —susurró Esra.
De repente, Eşref se volvió hacia ella y la miró extrañado, como si estuviera viendo a una completa desconocida. Ella, incapaz de descifrar en la oscuridad el significado de su mirada, sonrió inocente. Él ni siquiera se dio cuenta de su sonrisa. «¿De verdad lo entiendes?», le habría gustado preguntarle, y estuvo a punto de hacerlo, pero al final renunció a ello. En su interior, en lo más profundo de sí mismo, volvió a sentir aquel conocido escalofrío. Poco después empezarían a temblarle las manos. Temiendo que ella pudiera vérselas intentó ocultarlas. Tenía que regresar a la comandancia.
—¿Y si nos vamos? —dijo con una naturalidad que sólo a duras penas lograba mantener—. Se ha hecho tarde.
Esra se había dado cuenta de que, mientras se lo contaba, Eşref había vuelto a vivir el suceso, que había vuelto a sentir el mismo miedo, el mismo dolor, la misma inquietud, el mismo arrepentimiento. Sintió que dentro de ella nacía un sentimiento mezcla de afecto, pena y cariño hacia el capitán. De haber podido, habría cogido en brazos, como si fuera un niño pequeño que se despierta aterrorizado de una pesadilla, a aquel soldado sentado a su lado, vestido de uniforme y con la pistola al cinto, y le habría dicho que todo había pasado ya.
—Muy bien, vámonos —fue lo único que pudo decir, en cambio. Porque el capitán Eşref no quería hacerla cómplice de sus preocupaciones, sus miedos y sus tensiones.
En los días en que Pisiris subió al trono, yo estaba enfrentándome a las primeras preocupaciones de mi juventud e intentaba controlar la despiadada tensión de mi cuerpo, que comenzaba a despertar. Por mucho que mi padre, manteniendo firmes las riendas, pretendiera que no me ocupara de nada que no fuera mi educación, todo mi interés había empezado a desplazarse hacia las mujeres, como si fuera un potro que olfatea a las yeguas. Había sido testigo con mis propios ojos de la gran pasión que mi abuelo Mitannuwa había alimentado por Mashtigga. Que los dioses me perdonen, pero he de confesar que me había afectado profundamente el cuerpo firme de la hermosa Mashtigga, que sus costosos vestidos dejaban bastante al descubierto. Aunque sabía que aquello era un pecado que no quedaría sin castigo, no podía impedir pensar en ella cuando me quedaba a solas en mi cama.
Una noche soñé que me había convertido en mi abuelo Mitannuwa. Era un sueño extraño. Mi cuerpo no había cambiado, pero yo era Mitannuwa. Me encontraba en la fresca cama del bajo de su casa de dos pisos. Estaba tumbado tarareando una canción en arameo en el mismo amplio lecho en el que mi abuelo dormía sus siestas. En ese momento vi que alguien me estaba observando. Al volver la cabeza me encontré con los intensos ojos de Mashtigga, pintados con
kohol
. Mi corazón empezó a latir enloquecido. No obstante, conseguí sonreír a aquella hermosa mujer. Ella no me sonrió a su vez, sino que se me acercó silenciosa como un río que fluye o una brisa que sopla. Se sentó en la cama y comenzó a acariciarme. El calor de sus manos pasó a mi cuerpo y prendió la sangre que corría bajo mi piel. Traté de incorporarme para besarla, pero me lo impidió empujándome en el pecho. Estaba tan segura de sí misma que era como mi madre, como mi crea - dora, que no se ofenda la gran diosa Kupaba. Lo más sorprendente es que aquello me gustaba. Me embrujaba con su tacto y con su mirada. Contemplaba lo que me hacía de reojo, como fuera de mí. Me quitó la ropa muy despacio. La vergüenza me impedía mirar mi propio cuerpo, pero la presión entre mis piernas era tan poderosa que sabía que mi órgano estaba duro y tenso como las lanzas de los guardias de palacio. En cierto momento noté que la mirada de Mashtigga se deslizaba a mi entrepierna y en sus ojos pintados con
kohol
vi la pasión que ardía con ansia y glotonería. Intenté incorporarme para abrazarla, pero con un empujón autoritario volvió a clavarme boca arriba en la cama. Luego se subió la túnica hasta la cintura y se sentó sobre mí como si montara un caballo. Entonces me di cuenta de que un fluido me corría por las piernas. Al abrir los ojos, sorprendido, me tranquilizó ver que sólo era un sueño. Pero la humedad de mis piernas aún seguía allí. Me incorporé a toda velocidad y, sí, estaba mojado. Me sentí avergonzado. Me levanté de inmediato y me lavé. Al día siguiente acudí al templo para implorar a los dioses que me perdonaran por aquel mal sueño. Desde aquel día me esforcé en no mirar a Mashtigga mientras no fuera necesario y en no quedarme a solas con ella. Pero no podía impedir ruborizarme cuando la veía. La joven se dio cuenta. Varias veces vi que me lanzaba significativas miradas con sus ojos pintados. Aquello me excitaba, pero también me aterrorizaba. Me excitaba porque una mujer joven me miraba con agrado, me aterrorizaba porque era la esposa de mi abuelo.
Después de la fuga de Mashtigga, aumentó aún más mi interés por las mujeres y las jóvenes. No podía apartar la mirada de ellas. Un día, mientras nadábamos en el Éufrates, Pirwa, el hijo de nuestro vecino y mi hermano de sangre, tres años mayor que yo, con quien solía ir a cazar, me preguntó: «¿Tu órgano también se endurece como el mío?» Intenté cambiar de conversación, pero mi amigo insistió. Me dijo que era normal y que ya iba siendo hora de que nos buscáramos una mujer. Yo le pregunté cómo la encontraríamos y él me respondió que una de sus esclavas nos lo haría a cambio de un cuarto de
shikel
de plata. Él ya se había acostado varias veces con ella. Yo me negué. Pirwa intentó convencerme diciéndome que la mujer era joven y bella, pero yo no podía soportar la idea de hacer el amor con una mujer que se acostaba con cualquiera por dinero y que además era esclava.