«¿Tendrá razón Kemal? ¿Estará Elif enamorada de Timothy?»
Los del todoterreno también la vieron a ella. Se pararon a su lado.
—¿Dónde estabais? —les preguntó. Clavaba la mirada en Murat y la voz le salió un poco más alta de lo necesario.
Murat se sobresaltó.
—Estábamos con Timothy —tartamudeó.
Elif exclamó entusiasta sin darse cuenta de que Esra estaba disgustada:
—Las aldeas son tan interesantes… Les encantan los forasteros.
Su voz era alegre, tersa, tan ligera como la de un niño que ignora lo que es la responsabilidad.
—¿No ibas a ir a nadar con Kemal? —le preguntó Esra. En el rostro de Elif apareció una expresión de hastío.
—No me apetece nadar.
A Esra su actitud le pareció la de una niña mimada, pero también se le pasó por la cabeza que a aquello no era cosa de su incumbencia.
Con todo, no pudo contenerse y dijo:
—Ojalá se lo hubieras comentado cuando te fuiste esta mañana, el pobre parece muy preocupado.
—¿Y por qué está preocupado? Hemos pasado por el estudio de fotografía del pueblo.
—¿Cómo? ¿Habéis bajado al pueblo?
—Sí —contestó Elif sin comprender la reacción de su colega—. ¿Qué ocurre?
—La cosa está complicada. Ojalá no hubierais ido.
—El pueblo estaba muy tranquilo —intervino Timothy. Inclinaba la cabeza para poder ver la cara de Esra por la ventana—. Y las personas con las que hemos hablado han sido muy amables.
—Nadie nos ve como a gente de mal agüero que traiga consigo el desastre —dijo Elif—. Puede que Bernd tenga razón y que estemos exagerando.
—No exageramos —replicó Esra irritada—. Ha muerto un hombre. Todos los días me llegan mensajes de amenaza al teléfono móvil…
Y no he sido yo quien ha dicho que no bajáramos al pueblo, sino el capitán.
—¿Eşref Bey? —preguntó Timothy—. A él también lo hemos visto.
—¿Lo habéis visto?
—Sí, nos hizo parar delante del cuartelillo cuando volvíamos del pueblo.
—¿Os ha dicho algo sobre Şehmuz? ¿Ha confesado?
—No lo sé. No nos habló de Şehmuz, pero dijo que vendría a vernos esta noche.
—Y nosotros le invitamos a cenar —añadió Elif.
—¿Esta noche?
Elif parpadeó inocentemente con sus ojos verdes.
—Sí, cuando supo que teníamos
şapıt
para la cena no se hizo de rogar.
Esra se quedó plantada un momento junto al coche, sorprendida.
—Sube que te llevemos —le dijo Murat.
—Marchaos vosotros, yo volveré andando. Total, no queda mucho.
Murat no insistió y puso en marcha el todoterreno. En el camino de tierra se levantó una nube de fino polvo. Esra se retiró un poco para evitarla. Así que Eşref no la había llamado para avisarla de que iría.
¿Había que interpretarlo como que había capturado al asesino y resuelto el caso o como que el interrogatorio no había tenido ningún resultado? En fin, de cualquier manera dentro de unas horas sabría la verdad.
¿Cómo puede saber la verdad un niño que se encuentra indeciso entre su abuelo y su padre? ¿Qué otra cosa puede hacer sino atender a uno y a otro como un pobre siervo que se encuentra indefenso entre dos dioses que disputan?
Cuando mi abuelo Mitannuwa empezaba a contarme su disputa con mi padre, perdía el control de sí mismo y hablaba sin parar.
—¿Cuándo se ha visto algo parecido? —rugía—. ¡Que te traicione el mismo a quien has dado la vida, que lleva tu sangre, el continuador de tu estirpe!
Según Mitannuwa, mi padre se dejó arrastrar por una ambición tan desenfrenada que ni siquiera tuvo la menor objeción en utilizar al joven rey Astarus para convertirse en gran escriba.
Mitannuwa estuvo largos años sin casarse tras la muerte de su esposa Tunnawi, pero cuando comenzaron los días de su vejez, la diosa Kupaba le concedió la oportunidad de enamorarse de nuevo. Mi abuelo, cuyo pelo empezaba a encanecer, cuya espalda comenzaba a doblarse y se quedaba sin aliento al subir las escaleras de palacio, dejó que le arrebatara el corazón su esclava Mashtigga, una mujer de pelo ensortijado, grandes ojos y ágil y hermosa como una potra.
De haber querido, podría haberse calentado la cama cada noche con ella. Pero eso era algo que su noble carácter no le permitía. Quiso casarse con Mashtigga. Según las leyes hititas, no había ningún impedimento en que un hombre libre se casara con una esclava. No obstante, la situación cambiaba cuando el hombre en cuestión era el gran escriba de palacio. Muchos nobles de la Asamblea le reprocharon su comportamiento. Pero como nuestro poderoso rey Kamanas aún estaba vivo y Mitannuwa lo tenía tras él como una montaña nevada, pudo neutralizar a los que se oponían a su boda. Pero no pudo ir en contra de los deseos de Teshup, dios de la tormenta. Pocos días después de su boda, el rey Kamanas murió al caerse del caballo.
Según mi abuelo, mi padre supo aprovechar la oportunidad, organizó una sigilosa conspiración, consiguió que le apartaran de sus funciones e hizo que le eligieran a él en su lugar. Cuando mi abuelo supo que la decisión ya había sido tomada, no protestó y se retiró a su casa enojado con todo el mundo. De la familia, sólo se veía conmigo. Evitaba a mi madre y ni siquiera quería que se nombrara a mi padre en su presencia. Lo único que le consolaba era la compañía de su joven esposa Mashtigga. Cierto, le habían apartado de las funciones de gran escriba que durante años había cumplido con tanta dignidad, pero ¿y qué?, tenía el amor que había vuelto a encontrar después de tantos años, tenía a Mashtigga, la nueva amada de su corazón. Cada día le escribía un poema a la joven. El pelo ondulado de Mashtigga, que recordaba a la hiedra silvestre; los ojos negros como uvas de Mashtigga; las mejillas rojas de Mashtigga; el cuerpo de Mashtigga, parecido a un ciprés… Mashtigga, Mashtigga, sólo Mashtigga.
Durante un año aproximadamente vivió encerrado en casa con su antigua esclava y nueva esposa. Pero luego ocurrió una catástrofe que nadie se habría esperado. Su hermosa mujer, por la que había perdido su profesión, a la que le había escrito tablillas y más tablillas de poemas, se fugó con un joven poeta arameo al que él mismo había invitado a su casa. Mi abuelo se dejó llevar por una furia delirante, como un león herido. Expulsó de la casa a cuantas mujeres había en ella y arrojó al Éufrates todos los poemas que le había escrito a Mashtigga junto con los objetos que le pertenecían. Durante días no se mezcló con la gente. No permitía que nadie le viera. Ni siquiera quiso aceptarme a mí en su presencia. Días después, ya más calmado, salió de casa. Pero parecía haber perdido su antiguo entusiasmo, su alegría y su vigor. Miraba a los demás seres humanos con unos ojos tan carentes de vida como el calmado Éufrates de finales del verano.
Su gran amigo, el sumo sacerdote Walvaziti, le sugirió que hiciera uso del Sueño Límpido. Quizá los dioses tuvieran algo que comunicarle. Mi abuelo aceptó con agrado la sugerencia. Se preparó para el Sueño Límpido como si lo hiciera para una ceremonia y se acostó en su cama. Y realmente en su sueño vio a Teshup, el dios de la tormenta, que se le apareció de repente surgiendo de la oscuridad con su puntiaguda tiara adornada por dos cuernos, con su lanza en la mano derecha, la espada al cinto, y en la mano izquierda el triple haz de rayos. Teshup le sugirió a mi abuelo que, en lugar de emponzoñar sus días con el recuerdo de una mujer ingrata, se ocupara de su joven nieto.
El Sueño Límpido le cambió. Me llamó a su lado y me dijo así:
—A partir de ahora yo me ocuparé de ti. Me hago cargo de tu educación.
Mi padre acogió con prevención la noticia. No confiaba en mi abuelo y temía que me produjera algún daño. Yo no pensaba como él. A pesar de todas sus locuras, mi abuelo no era capaz de hacer mal alguno ni a su peor enemigo, no digamos ya a su nieto. De hecho, cuando meses después capturaron a su esposa Mashtigga y a su amante, demostró una vez más su gran corazón perdonándoles. Como mi madre apoyó la propuesta de mi abuelo, comenzamos las clases.
Ahora permanecía con él desde el amanecer hasta el atardecer. Me llevó a ver a sacerdotes, poetas y escultores. Me incluyó en sus conversaciones. Yo le mostré los cuartetos que había escrito. Al saber que escribía poesía, se alegró mucho. Comenzamos a trabajar mis poemas. Resultaba muy agradable estar con mi abuelo; si alguna vez hubiera dejado de hablar mal de mi padre… Pero no lo hizo, y hasta el momento en el que, después de haberse asegurado de que me había educado lo suficiente, se marchó de esta ciudad a la orilla del río sin avisar a nadie, no dejó de lanzar maldiciones contra él.
Una mañana, al llegar a su casa de dos pisos, encontré las puertas abiertas. Dentro no había nadie. En la amplia habitación en que trabajábamos había dejado una tablilla para mí. Decía lo siguiente: «Querido hijo Patasana: mi tiempo se ha cumplido. Noto que dentro de poco los dioses me llamarán junto a ellos. De hecho, estoy cansado de esta ciudad y estas gentes. Y como tú ya eres un adulto, tampoco me queda nada que hacer. No quiero morir aquí. No quiero que en la ceremonia de mis funerales lloren detrás de mí un montón de falsarios y mentirosos que nunca me apreciaron, ni que se pronuncien huecos elogios. Mi corazón no soportaría que mi muerte fuera mancillada por la pena hipócrita de un montón de miserables.
»Tú eres un buen muchacho. Has recibido una buena educación. Lo único que no debes hacer es tomar como modelo a tu padre, ni ser como él. Créeme, hijo, para ser feliz te basta con no hacer lo que él ha hecho. Es más fácil que aprender la escritura cuneiforme. Pero no sé si podrás conseguirlo. Porque a veces me parece advertir en tus ojos el mismo aire frío de su mirada. Espero que los dioses me hagan equivocarme. Espero que no sea como creo. Espero que seas lo bastante inteligente como para no desperdiciar tu vida en beneficio de los absurdos intereses de los reyes. Espero que encuentres ocupaciones que le den sentido a tus días. Adiós, querido hijo mío. Que Teshup, dios de la tormenta, su esposa Hepat, diosa del sol, y sus hijos, el dios Sharruma y la diosa Kupaba, te bendigan con la salud y la belleza. Que te otorguen una vida larga y feliz».
Al terminar la tablilla me quedé sin saber qué hacer. Cierto, mi abuelo siempre me había sorprendido con sus comportamientos inesperados, pero aquello era excesivo. Ya era viejo, ¿qué sentido tenía que en lugar de pasar sus últimos días cómodamente como un hombre respetado por todos se embarcara en una aventura absurda? Agarré la tablilla y salí de la casa. En el mercado me encontré a los esclavos de mi abuelo. Me dijeron que su señor les había manumitido y se había ido de la ciudad. Eché a correr a palacio y me presenté ante mi padre. Le expliqué la situación. No le dio importancia. Me dijo que no me preocupara y que ya aparecería. Los dioses son testigos de que yo pensaba lo mismo. Pero mi abuelo no apareció.
El capitán no apareció a pesar de su promesa de ir a cenar. Como todas las noches, el equipo de la excavación se había reunido en torno a la larga mesa de madera dispuesta bajo el emparrado, y llevaba aproximadamente una hora esperándole. Halaf había puesto la mesa, iluminada por una bombilla amarilla colocada en una viga, para ocho personas. El joven cocinero había preparado un arroz con verduras para acompañar el pescado y una buena ensalada de lechuga de la que crece en abundancia a orillas del Éufrates. Esperaba a que llegara el invitado para cocinar el pescado.
—Será mejor que empecemos a cenar nosotros —dijo Esra por fin—. Al capitán le habrá surgido algún asunto importante.
—¡Pues podía haber llamado por teléfono! —comentó molesto Kemal—. Con tanta gente esperándole…
—Supongo que ha sido un día intenso para él —saltó en su defensa Timothy—. Cuando nos lo encontramos, estaba a punto de irse a algún sitio.
Pero Kemal no estaba dispuesto a calmarse con tanta facilidad.
—En cualquier caso, podía haber telefoneado —y añadió con un tono de voz muy significativo, mirando de reojo a Elif—: La verdad es que parece que se ha convertido en costumbre esto de hacer esperar a los demás.
Por la mesa sopló un viento helado. Cuando Elif y Timothy regresaron, Kemal se había ido aparte con ella y había intentado sermonearla, pero la joven le había desafiado diciendo: «Yo puedo hacer lo que quiera y tú no eres quién para meterte en ello». Al parecer Kemal quería volver a empezar la discusión ahora. Elif se dio cuenta, ignoró sus palabras y, con la excusa de ir a ayudar a Halaf, se encaminó hacia la cocina.
—Hoy hemos ido a ver a una anciana llamada Nadide,
la Infiel
—dijo Murat con la esperanza de acabar con aquella violenta situación.
—¿Nadide,
la Infiel
? —preguntó interesado Teoman—. ¿Y por qué «infiel»?
—La mujer es cristiana y musulmana a la vez. Cree en Cristo y en Mahoma. A un lado tiene la Biblia y al otro el Corán.
Aquello le resultó francamente extraño a Teoman.
—¿Hay alguna secta así por aquí?
—En realidad, Nadide era cristiana —explicó Timothy—. Sus padres pertenecían a la Iglesia gregoriana.
—Entonces debe ser armenia —comentó Bernd—. Mi mujer también es gregoriana.
Timothy asintió con la cabeza.
—Sí, armenia. Después de la guerra, cuando los armenios huyeron a toda prisa, muchos entregaron a sus hijas pequeñas a los vecinos.
«Lo que faltaba», pensó Esra, ahora Bernd empezaría a echarles un discurso, pero no intentó intervenir en la conversación. Teoman, que con los codos apoyados en la mesa escuchaba atentamente lo que se estaba diciendo, preguntó:
—¿Había armenios en esta región?
—¡Hombre, Teoman! —dijo Murat—. ¿No has visto la mezquita del pueblo?
—La he visto, ¿y qué?
—¿Cómo que «y qué»? Antes era una iglesia.
—¿Y cómo iba a saberlo?
—Lo habrías sabido si hubieras prestado atención a su arquitectura —dijo el alemán—. ¿Se parecen los arcos, la cúpula y las vigas a los de las mezquitas de por aquí?
—¿Así que el alminar desde el que arrojaron a Hacı Settar lo levantaron después los nuestros?
—Sí —continuó imparable Bernd—. Los turcos lo convirtieron en una costumbre. En Gaziantep también hay una gran iglesia convertida en mezquita. La iglesia, cuyos planos hizo Serkis Bey Balyan, uno de los arquitectos más famosos de Estambul, fue usada durante muchos años como prisión por el gobierno turco, y después de desalojarla, se le añadió un alminar y se abrió al culto como mezquita.