La tumba perdida (44 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

—Lo guardo dentro del primer volumen de tu libro, el que me regalaste al poco de salir publicado. Pero, tranquilo, no voy a insistir, Howard. —Por un momento Evelyn pensó que a Carter, como a todos los grandes hombres, le molestaba admitir un fracaso—. ¿Crees que aún quedan sepulturas por descubrir? —preguntó.

—El Valle de los Reyes es muy extenso. Hasta que nosotros llegamos, los trabajos que se habían realizado en él no habían sido sistemáticos. Ya dije en una ocasión que la única manera de saber qué queda es vaciarlo entero de los escombros que durante décadas se han ido amontonando en las márgenes del wadi. ¿Sabes dónde está la tumba de Ramsés VIII?

Carter lanzó la pregunta a modo de juego, sabía que ella no conocía la respuesta. En efecto, Evelyn se limitó a mover la cabeza reconociendo su ignorancia.

—Pues yo tampoco —mintió el egiptólogo—. Y seguramente esté allí, esperando a que alguien la saque a la luz. Si el resto de los miembros de la dinastía se encuentran en el Valle de los Reyes, él también debe de estar allí.

Carter se acercó a una estantería y cogió un libro de gran formato. Las cubiertas eran de color verde botella y sobre la portada, en letras doradas, podía leerse
Cinco años de excavaciones en Tebas
.

—Durante el tiempo que estuvimos trabajando en la necrópolis tebana, prácticamente no encontramos nada.

—Nada si lo comparas con Tutankhamón —le corrigió ella—. Todos valoraron vuestro trabajo en esos años. Papá me lo dijo en más de una ocasión. No se descubrieron grandes cosas. Lo más importante fue el sarcófago de un gato, si no recuerdo mal. Pero desde el punto de vista arqueológico, fue un trabajo magnífico. No me digas ahora que valoras el resultado de las excavaciones según los tesoros descubiertos —dijo con ironía; sabía que Carter no era de ese estilo de arqueólogos.

—Quizá tengas razón —reconoció el egiptólogo.

—Lo que sucede es que los libros que has publicado sobre Tutankhamón, aunque estén llenos de fotografías magníficas, no pueden compararse con el que ahora tienes en tus manos. En cinco años casi hicisteis más cosas que en los diez que habéis trabajado en Tutankhamón.

Las palabras de su amiga punzaron a Carter en su orgullo profesional.

—Eran otros tiempos. Lo que descubrimos en el Valle de los Reyes requería otro método de trabajo —señaló al tiempo que devolvía el libro a la estantería como queriendo negar la evidencia—. El no haberlo publicado no quita mérito a todo lo que el equipo ha trabajado en la última década.

—Por supuesto que no, Howard —convino Evelyn—. Tómate un descanso y dentro de unos meses podrás volver a trabajar en las piezas para sacar una publicación más detallada.

—No sé si nos quedarán fuerzas para eso. Burton tiene otras cosas, lo mismo que Mace y Lucas. Además, Callender se retirará definitivamente; está enfermo y cansado. Lo que no entiendo es cómo ha aguantado hasta el final. Ha tenido mucha fuerza de voluntad.

—¿Estás dolido por cómo te trató el gobierno egipcio? —preguntó lady Evelyn intentando ahondar en las causas de la desazón de su amigo.

Carter tardó en responder. Tenía la mirada fija en la alfombra; su dibujo geométrico le ayudaba a evadirse. Durante unos instantes por su cabeza pasaron sueños y desilusiones que había vivido de manera muy intensa en la última década y que paulatinamente habían acabado minando su moral.

—No se puede decir que los egipcios cumplieran sus promesas. Cuando retomamos la excavación en la tumba después de mi gira por Estados Unidos, afirmaron que la familia Carnarvon podría quedarse con algunas piezas que no fueran singulares, pero esas palabras se las llevó el viento del desierto al poco tiempo. Todo era único y valioso.

—Bueno, a la reina Isabel de Bélgica le regalaste algunos objetos y no pusieron pegas —dijo la hija de lord Carnarvon con tono de reproche—. No sé por qué se negaron luego a que mi familia se quedara con algunas piezas. Al fin y al cabo, nosotros, y especialmente tú, hemos puesto nuestro empeño en que el trabajo se hiciera de la manera más correcta.

—¿Te olvidas del ushebti de fayenza blanco, del mango del látigo, del juguete del perro, del anillo de oro, del saltamontes…? —dijo el arqueólogo entre risas—. Bueno, seguro que fue una artimaña del nuevo ministro de Obras Públicas para conseguir que trabajara para ellos. Porque en definitiva el trabajo, aunque pagado por la casa Carnarvon, ha sido para el gobierno egipcio. La situación era rocambolesca.

Por primera vez en mucho tiempo, lady Evelyn comenzó a preocuparse de verdad: su amigo empezaba a apagarse. Tal vez era la reacción lógica tras la culminación de tantos años de trabajo.

La tarea no había sido sencilla. Mucha gente había olvidado ya las terribles dificultades habidas hasta el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón en 1922. No fue un camino de rosas. Ni tampoco lo fueron los meses siguientes, con la muerte de su padre, los problemas con el gobierno y el abandono obligado del egiptólogo; todo aquello hirió su profesionalidad. Cuando se retomaron los trabajos, una vez arreglados los problemas o, al menos, aparcados, la situación se encauzó en el marco de una tranquilidad un tanto forzada. El miedo a que volvieran a producirse contratiempos —aunque no los hubo— hizo que en muchas ocasiones el trabajo no fuera todo lo fluido que cabría esperar.

Carter y Evelyn de pronto cruzaron una mirada.

Aquel esperado reencuentro se estaba tornando en una penosa evocación de los malos momentos vividos en los últimos diez años.

—También hubo cosas buenas —dijo entonces el egiptólogo.

—Desde luego que sí —asintió Evelyn con una sonrisa—. La gente no conoce los vericuetos y los entresijos de la historia. Sólo ven el brillo del oro de la máscara del joven rey. Y quizá con eso sea suficiente.

—Conozco un sitio magnífico en Kensington para pasear y tomar un helado —dijo Carter cogiendo ya su chaqueta—. Se encuentra junto a la estatua de Peter Pan.

—A los dos nos vendrá bien un poco de aire fresco.

Parecía claro que comenzaba una nueva etapa en la vida de Howard Carter. Sólo en aquel momento lady Evelyn fue consciente de que la tumba perdida, como le había anunciado su amigo, se había hundido en los recuerdos del pasado.

Capítulo 27

En las calles de Men-nefer, la capital del Estado, la vida se había detenido de forma repentina. Las noticias de las dificultades por las que lejos de allí, en Uaset, estaba pasando el faraón, habían creado una situación de incertidumbre no vivida desde hacía años. Nadie sabía qué les deparaba el futuro. Los sacerdotes nigromantes no eran capaces de discernir qué ocultaban las oscuras aguas empleadas en los rituales de clarividencia. Todo era inquietud y turbación. El equilibrio de Maat se había quebrado como cuando se lanza una piedra a un lago y la superficie se llena de ondas que impiden ver el reflejo con nitidez.

El grueso de la corte se había trasladado al sur para seguir de cerca los acontecimientos que se estaban sucediendo en la residencia real. Se avecinaban cambios y nadie quería quedarse fuera del juego cuando las fichas del tablero comenzaran a moverse.

Mientras, al contrario de lo esperado, dentro de palacio las cosas transcurrían de forma tranquila. Los médicos habían hecho cuanto podían hacer y los magos habían empleado los sortilegios más eficaces para intentar apaciguar a las fuerzas del mal y recuperar el equilibrio de Maat. Sólo quedaba esperar el desenlace final.

En la alcoba del faraón, Maya permanecía junto al soberano. Por primera vez, el jefe del Tesoro había delegado las tareas en algunos subordinados para poder acompañar al joven rey en aquellos difíciles momentos. Una única lámpara de aceite brillaba sin mucha fuerza sobre una mesa pequeña, llenando de sombras el amplio aposento del rey y creando un ambiente siniestro.

Un aparatoso vendaje cubría la pierna izquierda del faraón, la zona más dañada. Los médicos no habían podido evitar la infección y ésta había empezado a extenderse por el resto del cuerpo. Apositos de lino cubrían su frente para intentar bajar la fiebre.

El reposacabezas de marfil tenía la forma de una divinidad con los brazos en alto en los que descansaba el malherido cráneo del rey. Dos leones, los felinos Aker que daban la bienvenida al sol en cada amanecer, sujetaban al sol encarnado en el faraón. Sin embargo, en esta ocasión el sol se apagaba, no parecía ser la luz del alba sino las últimas horas del día, cada vez más anaranjadas y con menos vigor.

En el silencio de la alcoba sólo se oía el sonido de la respiración del rey, lenta y forzada. Tutankhamón tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en el infinito. Reposaba sobre una cama baja fabricada con madera y una cómoda esterilla de fibras vegetales, pero tenía tantas heridas que los dolores eran intensos. Los preparados de semillas y raíces que le habían suministrado los médicos apenas hacían efecto. Los sacerdotes magos habían depositado junto al lecho varios amuletos para ayudar a la recuperación del faraón, que permanecía con los brazos pegados al cuerpo, sin mover un solo músculo, a la espera de que Osiris hiciera acto de presencia.

—Maya… ¿dónde estás?

Un hilo de voz fue suficiente para alertar al tesorero.

—Aquí estoy, faraón, Vida, Salud y Prosperidad —respondió el funcionario acercándose a la cama.

—No te veo. Acércate, por favor —pidió Tutankhamón, que apenas podía mover el cuello; el tesorero se colocó en el ángulo de visión del rey, y entonces éste preguntó—: ¿Qué dice el clero de Amón?

—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad, el clero de Amón ya ha hablado…

Al escuchar estas palabras, Tutankhamón cerró los ojos. Sabía perfectamente a qué se refería su fiel tesorero. Como había sospechado, el accidente de la Explanada del Horizonte del Sol había sido provocado por una oscura mano, seguramente la misma que acabó con la vida de su padre.

—Oí que el bueno de Huy corrió peor suerte que yo.

—Así es, mi señor; murió al instante. Cuando el eje del carro se rompió en dos, Huy salió despedido y los que venían detrás no pudieron hacer nada para sortearlo. Lo aplastaron.

—Como me aplastaron a mí, ¿no es así?

Maya permaneció unos instantes en silencio, no sabía qué debía contar al dios encarnado, un joven frágil y de salud endeble que estaba a punto de morir, pero al final dijo la verdad.

—Así es, mi señor.

—No entiendo por qué los médicos me esconden la evidencia —dijo el faraón en un susurro—. Ellos no saben mejor que yo cómo me siento. Noto que las fuerzas abandonan poco a poco mis brazos y mis piernas. Apenas puedo hablar y respiro con dificultad. —Tutankhamón hizo una pausa para descansar unos instantes y luego añadió—: Has de hacer una cosa por mí, Maya.

—Estoy a tu servicio, mi señor —respondió Maya.

—Ve al taller de Tutmosis, el escultor. Tiene algo que darte. Él ya sabe de qué se trata. Luego…

El tesorero esperó con paciencia a que Tutankhamón recuperara energías.

—… luego encárgate del traslado de los restos de mi padre a la tumba que Amenemhat está excavando en el cementerio real. Es mi deseo que seas tú mismo quien, en mi nombre, deposites en la tumba lo que Tutmosis te entregue.

—La tumba de tu padre está prácticamente acabada, mi señor. Los artesanos han seguido de manera estricta las órdenes que me transmitiste.

—Hazlo todo en el máximo de los secretos. Sé cauto, Maya. De lo contrario, correrás la misma suerte que yo. Has trabajado fielmente para mí, para mi hermano Semenkhare, para mi padre y para mi abuelo. Pocos hombres cuentan con ese honor y pocos reyes pueden afirmar, orgullosos, que entre sus hombres ha habido alguien de tu integridad.

—Gracias, mi señor.

—Ahora déjame solo, Maya. Marcha tranquilo y haz lo que te he ordenado.

—Llamaré a alguien del servicio para que te acompañe.

—No es necesario, no te preocupes. Sé que el reino de Osiris está cerca, y será mejor así.

El tesorero real agachó la cabeza y se llevó las manos a los muslos. No le gustaba dejarle solo, pero debía cumplir sus órdenes.

Tutankhamón tragó saliva con una mueca de dolor y cerró los ojos. La respiración volvió a ser el único sonido en la alcoba. Durante unos instantes, Maya observó en silencio, a la luz de la lámpara de aceite, el cuerpo del faraón. El temblor de la llama creaba sombras fantasmales que recorrían la estancia dando la sensación de que el lugar estaba repleto de espíritus. Pero allí sólo estaban ellos dos: Tutankhamón, el hombre más poderoso de las Dos Tierras, el soberano de un enorme imperio, y Maya, el tesorero real, honesto y fiel a su señor.

Con sumo sigilo, el funcionario se dio la vuelta y caminó despacio hacia la puerta. De pronto Maya se dio cuenta de que el sonido de sus sandalias era lo único que se oía en la habitación. Se detuvo. El silencio era absoluto.

Tutankhamón había comenzado su viaje en el Amenti hacia la eternidad.

Capítulo 28

Londres, 29 de marzo de 1972

Todo indicaba que la exposición iba a ser un éxito. El Museo Británico de Londres se había volcado en organizar un acontecimiento que rompiera los moldes de las exhibiciones tradicionales. Las entradas estaban agotadas, y las colas, dispuestas en innumerables zigzags dentro del patio del edificio, llegaban hasta la cercana Russell Square, detrás del museo.

El buen tiempo del que habían disfrutado la semana anterior había dado paso a una mañana desapacible. Parecía que la llegada de «Los Tesoros de Tutankhamón», como se denominaba la exposición, reavivaba en Londres los viejos miedos a la maldición, algo que sin embargo no inquietaba en absoluto a lady Evelyn.

Cuando su coche alcanzó la reja del museo y uno de los hombres de su servicio se apresuró a abrirle la puerta, lady Evelyn se topó con el esperado protocolo montado para la llegada de la reina Isabel II. La exposición celebraba los cincuenta años del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón y la hija de lord Carnarvon temía la tormenta de recuerdos y emociones que la embargaría al contemplar de nuevo los tesoros del Faraón Niño. «A Howard le habría encantado estar aquí», pensó. Pero eso era imposible. El egiptólogo había fallecido en 1939, hacía ya más de tres décadas. El cabello negro de aquella joven inquieta y jovial se había convertido en una mata de color blanco. Su rostro, aunque avejentado por la edad, conservaba esa belleza antigua que la caracterizaba, pero sus ojos pocas veces brillaban ya como antaño.

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