La tumba perdida (46 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

Sin embargo, sabía perfectamente dónde estaban los tres volúmenes de Tutankhamón. Los guardaba con un cariño especial, y aunque nunca los había leído al completo, por el simple hecho de no querer ahondar en viejos recuerdos, sí había disfrutado muchas veces de sus fotografías, y solía enseñarlas en la visita de amigos que sentían curiosidad por conocer detalles sobre la historia del descubrimiento.

Los libros de Carter estaban en la tercera estantería, junto a la ventana. Se encontraban en un estado excelente; la camisa que cubría las tapas estaba impoluta. El primero reproducía en la cubierta la cabeza dorada de un leopardo con decoración de cristal de color azul. Aunque la imagen era en blanco y negro, aún conservaba el esplendor de hacía casi cinco décadas.

Lady Evelyn abrió lentamente el libro. En su interior había un sobrecito blanco dentro del cual guardaba uno de sus mayores secretos. Desdobló la pestaña y extrajo un papel doblado en cuatro.

Tal como ella recordaba, allí estaban el texto, la letra de Carter y el dibujo que había realizado a partir de las instrucciones marcadas por el antiguo escriba de la necrópolis para localizar la ubicación de las tumbas reales.

La anciana volvió a introducir el papel en el sobre y dejó el libro en la estantería.

Salió de la biblioteca y fue directa al despacho del secretario de la familia.

—Buenos días, señor Partridge.

—Buenos días, lady Beauchamp. No sabía que ya hubiera regresado de la inauguración… ¿En qué puedo ayudarla?

—Hoy es martes día 29, ¿no es así?

—En efecto, mañana miércoles es la inauguración oficial de la exposición. ¿Quiere que encargue algunas entradas más, como me dijo la semana pasada?

—No, gracias, señor Partridge. Lo que voy a pedirle no tiene nada que ver con la exposición… Bueno, en cierto modo sí, pero… En fin, quiero que gestione dos pasajes para viajar a Luxor lo antes posible.

El secretario se quedó de una pieza. Sabía que el antiguo Egipto era un tema un tanto tabú para los Carnarvon; viajar al país de los faraones era algo que no entraba en absoluto en sus planes.

—¿Cómo dice, lady Beauchamp? ¿Viajar a… Egipto?

—Exacto. Como mi esposo está enfermo, usted me acompañará. Gestiónelo cuanto antes. Hable con la embajada egipcia en Londres para tramitar los visados desde aquí y evitar cualquier clase de problema burocrático una vez que lleguemos a Egipto.

—Pero… ¿cuándo quiere viajar? ¿La semana que viene, el próximo mes de mayo… ?

—Si salimos mañana, mejor que pasado mañana.

El señor Partridge era un hombre terriblemente eficiente y puntilloso en su trabajo. El matrimonio Beauchamp llevaba con él casi dos décadas y la relación laboral y humana era magnífica por ambas partes. El secretario se rascó la barba canosa. Conocía bien a la esposa de sir Brograve Beauchamp y sabía que no valía la pena llevarle la contraria. Si decía que quería viajar mañana, más le valía ponerse a trabajar en ese mismo instante.

—Haré un par de llamadas por teléfono y en menos de una hora le informaré de los detalles del viaje. Saldremos cuanto antes, lady Beauchamp.

—Muchas gracias, señor Partridge. —La hija de lord Car-narvon sonrió por primera vez en ese día—. Si necesita cualquier cosa, estaré en mi estudio.

* * *

La gestión del viaje a Luxor fue más sencilla de lo esperado. Ese mismo miércoles volaron a Roma, donde hicieron noche para, a la mañana siguiente, tomar un nuevo avión rumbo a la capital de Egipto.

Los trámites realizados desde Londres por el secretario facilitaron la entrada, así como el enlace aéreo que los llevó de El Cairo a Luxor.

El torrente de recuerdos comenzó a aflorar al poco de llegar al Winter Palace. Lady Evelyn había pedido al señor Partridge que reservara habitación en el mismo hotel donde se había hospedado cincuenta años atrás. Había realizado la reserva con su nombre de casada, aunque tampoco creía que fueran a reconocerla después de tanto tiempo. Pero así estaba más tranquila.

A primera hora de la mañana, dejó las maletas en su suite. No quería pasar más tiempo del necesario en aquella ciudad. Tras cambiarse de ropa y tomar un frugal refrigerio, indicó al señor Partridge que la siguiera.

Al secretario le sorprendió verla con pantalones y con un atuendo que nada tenía que ver con las reuniones de etiqueta tan frecuentes en la casa de Londres. Y no fue menos asombroso descubrir que la anciana conocía la ciudad como si hubiera pasado gran parte de su vida en ella. Él sabía que hacía cinco décadas que no ponía el pie en Luxor; sin embargo, las cosas habían cambiado tan poco que a la mujer le costó apenas unos minutos familiarizarse con aquel ritmo de vida, lento y pausado, ahora adaptado a las nuevas necesidades del turismo.

Cuando tomaron el ferry que solían emplear los extranjeros para cruzar el Nilo hacia la orilla oeste, lady Evelyn se sintió como una más. No había prerrogativas ni excelencias que la convirtieran en una visitante especial con toda clase de privilegios. Así lo quería y así se sentía más cómoda.

Cuando el taxi que alquilaron en el embarcadero occidental los llevó hasta el Valle de los Reyes, los recuerdos se convirtieron en una avalancha de imágenes que comenzaron a palpitar en su corazón con nostalgia. Antaño no había carretera, tan sólo un camino de tierra que comunicaba los yacimientos y las casas de los obreros de Gurna. Parecía que el tiempo se había detenido. Salvo la carretera, unas pocas viviendas nuevas y alguna conservación realizada en los templos, todo estaba exactamente igual a como lo recordaba.

Cuando el coche dejó el Rameseum a la derecha y enfiló el camino hacia Elwat el-Diban el corazón de la anciana se encogió al ver al fondo Castle Carter.

—Deténgase un momento, por favor —pidió al taxista haciéndole un gesto con la mano.

La casa parecía abandonada. A su alrededor no había absolutamente nada. La sombra de unos pocos árboles resecos, que no recordaba que fueran los mismos que Carter mandó plantar cuando se construyó la vivienda, impedía ver el conjunto de la residencia. Las paredes estaban cubiertas de desconchones y las ventanas parecían cerradas a cal y canto.

El taxista miró con curiosidad a la anciana mientras se encendía un cigarrillo.

—La casa del señor Carter —dijo el egipcio con una sonrisa—. Si quiere me acerco para que la vea mejor.

—No es necesario, es usted muy amable. Siga, por favor, en dirección al Valle de los Reyes —indicó ella señalando la entrada de la necrópolis real.

El taxista se percató de que aquella mujer conocía el lugar.

—¿Es usted arqueóloga? —preguntó con curiosidad.

—No, no —respondió lady Evelyn mientras miraba por el cristal de atrás la casa de Carter a medida que se alejaban del lugar.

—Muy pocos saben que esa casa era la de Carter —señaló el taxista—. La mayoría de los guías la confunden con la que hay en la montaña. Quizá ésa sea más vistosa.

Lady Evelyn no siguió la conversación del hombre. Permaneció en silencio, acompañada de su secretario, empapándose en aquel paisaje en el que tantas veces se había sentido protagonista.

Al llegar a la entrada del Valle de los Reyes, el coche se detuvo frente a la taquilla y el conductor señaló una destartalada caseta de madera.

—Ahí es donde tienen que comprar las entradas —les dijo con desgana mientras tomaba de debajo del asiento una vieja botella de plástico llena de agua—. Yo los esperaré aquí. Comienza a hacer calor, así que les aconsejo que no se entretengan demasiado. En cualquier caso, yo no me moveré del aparcamiento.

El señor Partridge salió del coche para comprar un par de entradas. Con ellas en la mano, regresó al vehículo, abrió la puerta y ayudó a salir a lady Evelyn.

Al cruzar el umbral de acceso al recinto, la hija de lord Carnarvon se vio arrastrada por un grupo de turistas japoneses. Cuando consiguió separarse de ellos, ya estaba en el sendero principal del valle que llevaba al centro de la necrópolis, donde estaba la tumba de Tutankhamón.

Desde donde se encontraba pudo ver el muro de piedra que rodeaba la entrada. No había cambiado absolutamente nada. La imagen era idéntica a como la recordaba y a las pocas referencias que había visto en revistas y programas de televisión recientes.

Cuando consiguió centrarse en lo que había ido a hacer, abrió su bolso de mano y extrajo el sobre que contenía el dibujo de Carter. La tumba de Ramsés II estaba a apenas cincuenta metros al norte de la entrada de Tutankhamón. Y la de su hijo y sucesor en el trono ramésida, Merneptah, estaba prácticamente a la misma distancia pero en la loma occidental de la montaña.

—Espéreme aquí, señor Partridge. Tengo que comprobar una cosa. No me llevará mucho tiempo.

—Pero ¿adonde va? —exclamó el secretario, que no dejaba de abanicarse con una gorra a cuadros—. ¿No quiere que la ayude? Subir por ahí puede ser peligroso.

—No se preocupe. Conozco bien este lugar. No me perderá de vista, es aquí mismo. Pero he de ir sola; espero que lo entienda.

Con el plano en la mano, la hija de lord Carnarvon comenzó a ascender por el sendero que las autoridades habían delimitado para que los turistas caminaran con comodidad hasta la tumba de Merneptah.

A esas horas de la mañana, pasadas las once, había muy poca gente en el Valle de los Reyes. Sin embargo, parecía que no iba a tener suerte; un grupo de italianos la seguía. A pocos metros de la entrada, lady Evelyn se detuvo, se apoyó de forma distraída en una roca y los dejó pasar.

Observada desde abajo por su secretario, la anciana salió del camino de entrada a la tumba y avanzó hacia la de Ramsés II, cuyo acceso se divisaba a pocas decenas de metros de allí.

Con el plano en la mano, no tardó en delimitar la «X» del lugar exacto donde el egiptólogo había creído que se encontraba la tumba perdida. Una vez más leyó con voz queda la traducción completa del ostracon. Un texto indescifrable que solamente entonces comenzó a tener sentido.

Desde el sauce al General en Jefe, dieciséis metros, y a la tumba de Meryatum, el más Grande de los Supervisores, trece metros. Desde el sauce a la tumba de los aceites a la de mi más Grande de los Supervisores, veintiún metros. Corriente abajo sobre el camino norte donde está la tumba vieja, quince con seis metros hasta el General en Jefe…

Lady Evelyn miró a ambos lados para comprobar que no había nadie en las inmediaciones, se quitó las gafas de sol y echó un vistazo al suelo. Había hecho un largo viaje sólo para realizar una pequeña comprobación.

Se agachó y removió con la mano la gravilla que cubría el suelo de aquella zona de la loma del valle. La mayor parte era simplemente arena. En otras afloraba la roca, algo completamente natural.

La anciana caminó unos pasos y lo volvió a probar sin éxito. De repente se sentía completamente estúpida. Aquel viaje no tenía sentido, se había dejado llevar por una absurda ilusión y por la recuperación de un sueño que cinco décadas antes ya se había demostrado imposible. Algo fallaba en aquel ostracon. Las palabras que Carter le había dicho a su regreso de Luxor tenían más sentido que nunca: «La tumba perdida es una quimera».

No había tardado ni cinco minutos en darse cuenta de su error. Si hubiera sido tan sencillo, Carter la habría descubierto después de acabar los trabajos en la tumba de Tutankhamón.

Lady Evelyn comenzó a descender hacia el centro del valle, pero no lo hizo por el sendero de acceso a la tumba de Merneptah sino por el estrecho pasadizo rocoso que llevaba hasta la de su padre, Ramsés II, el General en Jefe del texto del ostracon. Tras unos cuantos metros, se sentó en una roca. Quería disfrutar unos instantes del hermoso paisaje que había cautivado a su amigo. Entonces, ahí sentada, arrastró con la bota la gravilla que cubría el suelo en aquella zona de la necrópolis y lo vio: el suelo no mostraba un aspecto irregular sino perfectamente plano. Con la mano comenzó a apartar la arena que cubría lo que desde arriba parecía el descenso a un segundo peldaño igual de liso y regular que el primero.

Se detuvo un instante, volvió a sacar el papel y observó una vez más el boceto realizado por Carter medio siglo antes. Frente a ella tenía la tumba de Merneptah y a su espalda, en el mismo enclave delimitado por el dibujo, la de Ramsés II. Sus pies estaban en el sitio exacto que delimitaba la «X» del mapa.

Cuando había logrado desenterrar casi todo el primer peldaño y no quedaba duda de que aquello era una escalera que descendía a las entrañas de la montaña, la anciana se detuvo: había oído el ruido de unos pasos detrás de ella. Lady Evelyn se giró asustada.

—Creí que nunca iba a llegar —dijo un egipcio de aspecto recio y vestido con una galabiya de color azul claro y turbante blanco.

Cegada por la luz del sol, la anciana no podía verle el rostro. Se colocó de nuevo las gafas de sol y se incorporó torpemente apoyándose en las rocas que había alrededor.

—Buenos días, lady Evelyn. Es un placer volver a verla —añadió el anciano.

Aquellas palabras desconcertaron a la hija de lord Carnarvon.

—¿Me conoce? ¿Quién es usted?

—No tema, es usted bienvenida. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que pisó la arena de este valle acompañada de su padre y del señor Carter.

Lady Evelyn se protegió de los rayos del sol con la mano e inclinó un poco la cabeza para poder ver el rostro del hombre. Cuando lo vio, la sonrisa amigable del egipcio despertó en ella una imagen arrinconada desde hacía décadas en lo más profundo de sus recuerdos.

—¿Omar? Eres el hermano de Ahmed Gerigar, el chico que trabajaba para Carter.

—Tiene buena memoria, lady Evelyn. Todos hemos cambiado, pero algunos detalles nos hacen inconfundibles.

—¿Sigues trabajando en el Valle de los Reyes?

—Así es. Aquel joven que era un simple obrero es ahora el jefe de los gaffires de la necrópolis. Mi hermano Ahmed desempeñó este puesto hasta que murió hace casi veinte años.

—Lo siento, no sabía que había muerto. Mi familia perdió el contacto con Egipto después de la muerte de mi padre.

—No tiene por qué disculparse, lady Evelyn, lo entiendo. Nuestras familias estaban unidas por el mudir. Cuando éste desapareció, se rompió el vínculo. Desde entonces ninguno de ustedes ha vuelto a visitar mi país. Pero la estábamos esperando.

—¿Sabíais que vendría? —señaló la anciana, sorprendida.

—El mudir nos pidió que cuidáramos del Valle de los Reyes como si fuera el legado más rico de nuestra familia. Había una buena razón para proteger el lugar. Y usted la conoce.

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