La tumba perdida (21 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

—Pero después de conocer los designios de Tutankhamón, nuestras preguntas sólo parecen tener una respuesta —sentenció Ramose—. Debemos amarrar la situación, impedir ese enterramiento maldito en tierra sagrada de Amón. De lo contrario. .. —El gran sacerdote de Amón guardó silencio, parecía no querer dar voz a sus pensamientos.

—De lo contrario… ¿qué? —le instó Amenhotep.

—De lo contrario, quizá haya que tomar la misma decisión que se adoptó con su padre. No es cómoda, es peligrosa y arriesgada, pero Amón necesita un gobierno sólido y afín a su clero para garantizar la estabilidad del país. Y si Tutankhamón se dispone a hacer lo que suponemos, se encuentra muy lejos de conseguirlo.

—Deberíamos contar con el apoyo del general Horemheb y de Ay —opinó Amenhotep—. Podrían sernos de gran ayuda. Ellos participaron en el… fin del hereje.

—Horemheb no participó. Se limitó a mirar para otro lado.

—Eso es lo mismo. Si hubiera sido fiel al hereje, ahora no estaríamos hablando de esto.

—Quizá tengas razón —convino el gran sacerdote de Amón—, pero habrá que ser prudentes con él.

—Así se hará. Hablaré con los secretarios para concertar un encuentro con ellos. Incluiremos este tema entre otros negocios que hay que tratar con urgencia, así la premura de la reunión no levantará sospechas.

Ramose se limitó a asentir con la cabeza y luego dirigió sus pasos hacia la puerta. La charla había finalizado.

Amenhotep lo siguió preocupado por el cariz que podían tomar los acontecimientos en los próximos días. Si las cosas no se sucedían como el clero de Amón deseaba, no habría otro remedio que matar al faraón.

Capítulo 12

La noche cubría con su densa negrura la Montaña Tebana del mismo modo que las alas de la diosa Isis protegían con su abrazo sagrado los sepulcros de los reyes enterrados en sus tumbas.

Sin embargo, hacía siglos que el sortilegio de la Gran Maga de Egipto había perdido su eficacia. Las tumbas habían sido saqueadas en innumerables ocasiones casi desde el mismo momento en que se cerraron en tiempo de los faraones. El hallazgo de una tumba prácticamente inviolada —como la que había encontrado Howard Carter— era algo tan insólito que habría sorprendido a los mismos dioses egipcios.

La esperanza de descubrir una nueva sepultura intacta, llena de tesoros y joyas, era el objetivo de los cinco hombres cuyas sombras apenas se reflejaban en la oscuridad de la noche sobre la arena del desierto. Con paso firme, sin temor a ser descubiertos, descendieron por una de las laderas del Valle de los Reyes. Aferrando cada uno su propia lámpara, los cinco emisarios de Jehir Bey penetraron en el lugar sagrado de Biban el-Moluk. Los guardas, avisados de su llegada, habían mirado para otro lado cuando los habían visto aparecer desde uno de los
wadis
externos al valle poco después de la puesta de sol.

No disponían de mucho tiempo. Antes de que el sol ascendiera de nuevo por el horizonte su trabajo debía haber terminado. En lo alto de la montaña el viento arreciaba con fuerza y la sensación de frío era aún mayor. François Lyon iba acompañado de cuatro de sus hombres de confianza. Se habían abrigado a conciencia, con un tabardo sobre la galabiya tradicional y una manta que les cubría los hombros y la cabeza para resguardarlos de la fría ventisca nocturna.

Aquellos egipcios, buenos obreros, fuertes y recios, eran capaces de someterse a un intenso esfuerzo físico durante unas horas, y eso era lo que el francés esperaba de ellos esa noche. Pertrechados con cuerdas, palas y un par de capazos, bajaron a buen paso hasta el centro del valle, a pocos metros de la tumba de Tutankhamón. Uno de los guardas de la necrópolis se unió a ellos. Como todas las noches a esa misma hora,
el gaffir
llevaba una tetera con agua hirviendo a la tumba del Faraón Niño. Todo estaba planeado según lo hablado el día anterior.

El francés no era un avezado egiptólogo ni tenía demasiada experiencia en el trabajo de campo, pero sabía que hallar la tumba maldita no requeriría más de cuatro o cinco metros de excavación. Con sus hombres, eso podría hacerse en dos o tres horas como máximo. Estaba convencido de que el éxito estaba más cerca de lo que había pensado el día anterior.

Algunos detalles de aquel misterioso ostracon habían llamado su atención desde el primer momento. Según la traducción que habían realizado, el sepulcro de Tutankhamón había permanecido intacto por un guiño del destino. Las cabañas que se construyeron sobre ella, ocultando su entrada, en época ramésida, unos doscientos años después de su reinado, habían posibilitado que la tumba resistiera intacta. Lyon sabía que frente a la puerta descubierta por Carter se habían encontrado restos de cabañas de los antiguos obreros de la necrópolis. Aquella zona, situada frente a la entrada de la tumba de Amenmesse, el rey «Nacido de Amón», coincidía con una de las demarcaciones del extraño texto. Todo parecía indicar que aquél era el lugar donde podría hallarse la tumba maldita.

Apenas faltaban diez horas para que la luz regresara al cementerio y se vieran obligados a huir de allí. El tiempo necesario para excavar un pozo, echar un vistazo y, con suerte, entrar en alguna habitación para luego volver a tapar el agujero a toda prisa. El saqueo tendría que esperar.

Pocos metros antes de llegar al centro del valle, el grupo de Lyon se detuvo detrás de un saliente rocoso y el guarda de la necrópolis continuó su camino hasta Tutankhamón. La tetera era para Richard Adamson, el jovencísimo soldado que vigilaba el sepulcro. Desde donde estaban los hombres de Jehir Bey se oía la música del gramófono que acompañaba el paso de las horas del militar inglés. Carter le prestaba discos de ópera que Adamson ponía una y otra vez para que la espera del amanecer resultara más placentera.

Como hacía diariamente, el guarda egipcio golpeó con su porra los barrotes de la entrada para llamar la atención del vigilante. Lyon y sus hombres observaban la escena desde la lejanía, resguardados tras una roca. Oyeron que el egipcio intercambiaba unas palabras con el soldado. Éste tomó la tetera y los dos hombres se despidieron. El guarda volvió sobre sus pasos hasta la cima de la montaña. Al pasar junto a Lyon y sus hombres, un simple gesto con la mano bastó para comunicarles que todo había ido según los planes previstos.

El francés miró el reloj. Las agujas apenas marcaban las seis y media de la tarde, pero era noche cerrada. El sol invernal de Egipto cae pronto tras el horizonte y deja una negrura estremecedora sobre el cementerio real. Con una seña, Lyon indicó a los cuatro obreros que permanecieran escondidos detrás de la roca. Muy lentamente, procurando no hacer ruido, caminó hasta la entrada de la tumba, desde la que emergían las notas de un aria de Mozart.

Apoyado en el murete que rodeaba la entrada al sepulcro, Lyon oyó ruido de cacharros. Como sospechaba, Adamson se estaba preparando un té con el agua que le había llevado el egipcio. En apenas dos minutos acabó el disco del gramófono y se hizo el silencio. El potente narcótico disuelto en el agua había hecho su efecto de manera inmediata sobre el joven soldado, dejándolo fuera de combate.

El secretario del gobernador se puso en pie y, sin miedo ya a que lo oyeran ni vieran, abandonó su escondite detrás del muro. En la oscuridad, alzó la mano e indicó a sus hombres que se acercaran; luego encendió su lámpara e iluminó el área que se abría frente a la tumba de Amenmesse, donde se podían ver los restos de algunas antiguas cabañas de obreros.

—Éste es el lugar donde vamos a trabajar —dijo de forma seca a sus hombres.

Sin mediar más palabras, los cuatro obreros dejaron en el suelo las bolsas que llevaban al hombro, cogieron las palas y empezaron a cavar. En perfecta sincronía, a un ritmo de paladas casi frenético, el suelo de la necrópolis fue rebajándose paulatinamente. No tardaron en alcanzar el límite inferior de los muros de las cabañas ramésidas.

Lyon observaba con mirada atenta el trabajo de sus hombres. Cuando alcanzaron el borde de las cabañas, habiendo rebajado apenas unos centímetros la superficie arenosa, el francés se percató de inmediato de una anomalía: en un lateral, una especie de hondonada dejaba ver que allí la tierra era completamente distinta.

—Esperad un momento —ordenó.

Lyon se acercó y, con una brocha, apartó la arena del borde del hoyo. Era el suelo original de la necrópolis, la roca madre en la que se excavaban las galerías que llevaban a las tumbas en el interior de la Montaña Tebana. Acariciando la piedra con la mano, descubrió que en esa zona la superficie se interrumpía bruscamente. Cogió una pala y él mismo apartó unos centímetros de arena hasta dejar a la vista lo que antes solamente se intuía. El suelo daba paso a una pared vertical: el comienzo de un pozo.

Lyon se agachó y sacó del bolsillo de su chaqueta un papel plegado en cuatro partes. Era el boceto del ostracon robado a Carter unos días antes. Iluminando el pliego con su lámpara y haciéndolo girar hasta localizar lo que él pensaba que era la ubicación en la que se encontraban, señaló con el dedo un punto en el mapa. Acto seguido, miró el suelo y el lugar que le rodeaba.

Los egipcios que le acompañaban no entendían nada de lo que hacía. Se miraban extrañados, esperando la orden para retomar su trabajo o cambiar de lugar, cuando vieron que monsieur Lyon esbozaba una sonrisa. Para él todo tenía sentido.

—Aquí es —dijo levantándose inmediatamente—. Excavad en esta parte. Hay un pozo. Seguid el contorno de esa pared hasta dar con los límites mientras descendéis. Daos prisa; no disponemos de mucho tiempo.

En cuanto se apartó del agujero, los obreros comenzaron a excavar con brío en la zona que les habían indicado. Poco a poco la pared del pozo apareció a la luz de las lámparas. No tardaron en perfilar su contorno. Tenía casi un par de metros por uno y medio, por lo que no había mucho espacio en su interior para moverse.

Antes de seguir descendiendo, uno de los hombres desenrolló la soga que habían traído y la ató a conciencia a una de las piedras del muro de la antigua cabaña de los obreros. Continuaron vaciando el pozo de arena. Los minutos pasaban y el hoyo se hundía más y más en la roca. El vaciado era sencillo pero lento y tedioso. Allí no había más que arena y no costaba demasiado esfuerzo retirarla, pero parecía que aquello no tenía fin. Cuando el agujero ya superaba los tres metros, uno de los obreros se detuvo un instante para tomar aire mientras su compañero sacaba un nuevo capazo de arena.

—Señor… —dijo el egipcio.

—Dime, Kamal —contestó Lyon asomándose al borde del agujero.

—No sé si este pozo pertenece a una tumba o en realidad es un hoyo inacabado. —Kamal no contaba con estudios pero su conocimiento del lugar era notable—. Es extraño que en lo que llevamos excavado no haya aparecido nada. Quizá deberíamos buscar en otro lugar o continuar la tarea otro día.

—Seguid un poco más —repuso el francés—. No podemos tener la certeza de que no haya aparecido ningún objeto. Es de noche y no estamos cribando la arena; es posible que hayamos pasado por alto más de uno. Ése no es nuestro objetivo ahora. Estamos buscando una tumba, no cosas pequeñas.

El egipcio tuvo que reconocer que en parte su jefe tenía razón. Su trabajo allí se limitaba a vaciar de arena aquel pozo. Sin embargo, por lo que él sabía, de haber alguna tumba allí abajo, habría sido saqueada y algunos fragmentos del ajuar tenían que haber quedado ya a la vista. Esos objetos solían anunciar la proximidad de un nuevo sepulcro. No obstante, en esa ocasión no había aparecido nada, y eso era lo que le inquietaba.

Pero Lyon sabía que había otra posibilidad. Confiaba en que si al final de aquel pozo se hallaba una tumba, ubicada justo bajo las cabañas de los obreros, hubiera pasado inadvertida a los ladrones de la necrópolis, al igual que sucedió con la de Tutankhamón. En ese caso, estaría intacta, y eso explicaría que no hubieran encontrado ningún objeto.


Efendi!
—gritó de pronto una voz desde lo más profundo del pozo.

Lyon acercó su lámpara y alumbró desde arriba a los obreros. Abajo, Kamal le miraba sonriente mientras señalaba con la mano un agujero en uno de los laterales del pozo.

Agarrado a la cuerda, el francés descendió los más de cuatro metros que separaban el suelo del valle y el fondo del pozo. En una de sus esquinas, varias lascas de piedra caliza cerraban lo que parecía ser una tumba.

—Es una tumba,
Alhamdu li Alá
—señaló Kamal con espontánea efusividad—. Seguro que se trata de la tumba que estamos buscando. Usted tenía razón.

Lyon se agachó y rebajó un poco más la arena para poder ver mejor la entrada que acababan de descubrir sus hombres. Éstos, emocionados por el hallazgo, no disimulaban su alegría.

—Seguro que está repleta de tesoros, mi señor —continuó Kamal—. Tiene que ser la tumba de la que me ha hablado. Continuemos el trabajo. Aún quedan varias horas de oscuridad, tenemos tiempo suficiente para entrar, tomar lo que nos guste y haber desaparecido de aquí antes de que hayan salido los primeros rayos del sol.

El secretario no abrió la boca. Se limitó a hacer una señal de consentimiento y se apartó a una de las esquinas del pozo, pegado a la pared para no estorbar.

—No parece muy feliz por el descubrimiento, señor —le espetó el egipcio.

Lyon chasqueó la lengua.

—No sabremos qué hay dentro hasta que entremos; así que más vale que salgamos de dudas cuanto antes —dijo Lyon con tono contenido y prudente. Estaba acostumbrado a los descubrimientos que auguraban maravillas y que se deshinchaban como un globo en cuanto se cruzaba el umbral de la tumba.

Iluminándose con la lámpara, el francés y dos de sus hombres comenzaron a retirar con cuidado las losas de piedra que cubrían la pequeña abertura que servía de entrada a la tumba. No tardaron mucho tiempo en hacer un agujero lo suficientemente grande como para poder ver el interior. Dentro, la luz dibujaba extrañas sombras. Lyon no conseguía distinguir nada, pero de pronto su mirada se posó en un rostro amarillo y unos ojos que lo miraban. Un ataúd. Un escalofrío recorrió el cuerpo del francés. Aquel rostro quieto y tranquilo parecía observarle desde el Más Allá. A su alrededor había montones de jarras blancas de gran tamaño. Junto a ese primer ataúd había otros, todos pintados de negro y medio abiertos, con lo que parecían ser las momias de sus ocupantes a la vista.

El escenario era caótico, como si hubieran depositado allí los cuerpos de forma precipitada hacía siglos y hubieran abandonado el lugar. Lyon pensó en la antecámara de la tumba de Tutankhamón: miles de objetos amontonados en una habitación muy pequeña, sin apenas margen para maniobrar entre ellos.

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