La tumba perdida (23 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La voz del encargado del embarcadero llamó la atención del francés.

—Tranquilo, podemos esperar —contestó con desacostumbrada educación.

—Ésa ha tenido que salir antes. El señor Carter tenía bastante prisa —continuó el encargado mientras colocaba unos sacos de alfalfa en un lateral del embarcadero.

—¿Sabe por qué? —preguntó Lyon con estudiada indiferencia.

—Al parecer el otro inglés está muy enfermo. Por lo visto se lo quieren llevar a El Cairo.

—¿Quién, lord Carnarvon?

—Sí, el mismo. Es por esa tumba…, hágame caso —dijo el hombre poniendo cara de contrariedad—. Los demonios que la han habitado están molestos. No les gusta que les roben. Primero fue la casa del señor Carter…, alguien entró en ella y golpeó a sus sirvientes. Uno de ellos me lo dijo. Luego la sirvienta de la hija del aristócrata tuvo que irse porque no se encontraba bien. Y ahora es el conde el que está enfermo. Y por la prisa del señor Carter, tiene que ser algo grave.

Lyon reprimió una sonrisa mientras reflexionaba sobre las palabras de aquel modesto egipcio. El transbordador en el que iba Carter estaba cada vez más lejos, pero él tenía sus pensamientos en un nuevo proyecto. Si Carter se iba a El Cairo, él tendría más tiempo para explorar el Valle de los Reyes en los próximos días.

Parecía que, por una vez, la suerte se había puesto de su lado.

Capítulo 13

El porte del general en jefe de los ejércitos de Kemet sobrecogía a todos. Horemheb era un hombre alto, fuerte, cuya piel se había curtido con el sol durante los años al frente de las expediciones a países extranjeros. Ni el reinado de Akhenatón ni el de Semenkhare habían sido tranquilos. Tampoco lo estaba siendo el de Tutankhamón. Las razias de las tribus de las fronteras eran continuas y lo obligaban a permanecer alerta todas las horas del día y de la noche. Sin embargo, las cualidades de Horemheb como estratega y funcionario del Estado eran mayores que las que pudiera mostrar en el campo de batalla. En su trabajo en los despachos de palacio era indispensable. Nunca se había visto en la tesitura de tener que desenvainar la espada para luchar contra el enemigo, pero en cambio había participado como representante del faraón en la recepción de comitivas extranjeras que traían tributos al monarca.

El carácter de Horemheb era conocido por todos. No tenía grandes aspiraciones ni ambiciones. «Lo que tenga que ser, será», decía con frecuencia al final de las largas y tediosas reuniones con sus suboficiales. El militar nunca dejaba las cosas en manos de los dioses. Era más práctico que todo eso. En los últimos años había comprendido que los dioses los ponen y los quitan los hombres y que, dependiendo del carácter del rey, unos tienen más poder que otros.

Él mismo —como todos en la corte— había actuado de una forma voluble después de Akhenatón. Cambió su nombre atoniano por uno más acorde al nuevo régimen religioso de Amón, abandonó su tumba en Akhetatón y comenzó una nueva al sur de la capital, Men-nefer, en la necrópolis del dios Sokaris, siguiendo las premisas de muchos otros funcionarios del gobierno en ciernes trasladados con la corte a aquella ciudad.

Horemheb no consideraba aquello una deslealtad al antiguo soberano herético ante el cual había jurado total fidelidad sino una simple adaptación al medio. El militar evitaba siempre valorar las creencias de las personas. Al igual que muchos de los mandos o de la soldadesca que estaba bajo su cargo, pensaba que la vida había que disfrutarla y que lo que pudiera divertirse aquí era lo que se llevaría al Más Allá, lugar del que no conocía que hubiera regresado nadie para contar cómo era. Así pues, desconfiaba del clero de Amón pero comprendía que era algo con lo que había que convivir. Por eso aceptó la entrevista que Ramose le había solicitado esa mañana. Simple protocolo.

El militar no era amigo de enfrentarse solo a los problemas. Después del reinado anterior, afrontaba cualquier contacto con el clero como un inconveniente. Si a eso se añadía la presencia de Ay, consejero de Tutankhamón y padre del dios, la mañana se presentaba cargada de incertidumbre.

Había mandado al servicio que sacara una mesa al jardín de papiros de la casa. En un tablero auxiliar, más pequeño y menos ostentoso, un secretario le ayudaba a escribir documentos y a organizar las tareas del día. A Horemheb le gustaba despachar rodeado de plantas y acompañado por el frescor del estanque que había en el centro del jardín. Vestido con un traje de lino blanco, sentado en una de las esquinas del patio esperaba pacientemente a los convocados cuando uno de sus sirvientes apareció por una de las puertas que daban al jardín.

—Señor, ha llegado Ay, el padre del dios —dijo el sirviente.

Horemheb reflexionó unos instantes y luego, con una señal de la mano, le indicó que lo hiciera pasar. El sirviente bajó la cabeza y dio media vuelta.

Ay no tardó en entrar. Al contrario que Horemheb, hombre atlético formado duramente en los cuarteles de Kemet, el asesor de Tutankhamón era alto pero de tripa cada día más prominente. Su calva, bruñida con los más caros y finos afeites extraídos de las esencias más deliciosas de la tierra de Punt, brillaba bajo los rayos del sol. Ese tipo de excesos no agradaba a Horemheb. Nunca habían sido de su gusto los hombres poderosos que se jactaban de su condición haciendo uso de productos inalcanzables para el resto de la población. Pero también sabía que era absurdo pensar así. Ay era un arrogante que nunca se mezclaba con alguien que no fuera de su misma condición social. El haber aceptado que la reunión se celebrase en la casa del militar era algo extraordinario; únicamente había accedido por el cargo que tenía Horemheb y el papel que desempeñaba en esa corte en la que Ay deseaba medrar. Y un encuentro entre el general en jefe de los ejércitos de Kemet y el gran sacerdote de Amón era una buena oportunidad para ello.

Entre los títulos de Ay estaba el de padre del dios, lo que lo convertía en una de las personas más ligadas a la familia real. Ese día el calor que se anunciaba a primera hora de la mañana le había hecho decidirse por vestir un faldellín de lino blanco de una calidad extraordinaria. Su precio en cualquier mercado daría para comprar ropa de lino común para todo un vecindario. Todo ello confería al personaje cierto aire de abandono a la pompa y a la grandiosidad que, entre otras muchas cosas, no gustaba a Horemheb.

Ay recorrió el perímetro del estanque hasta llegar a donde el militar trabajaba. Cuando éste lo sintió cerca, de forma distraída y sobreactuada levantó la cabeza de los documentos que había sobre la mesa y luego hizo una señal a su ayudante para que los dejara solos.

Ninguno de los dos habló hasta que se encontraron completamente solos. Era una norma que se había instaurado en los últimos años en el alto funcionariado del país.

—Veo que soy el primero en llegar —dijo el padre del dios saltándose el saludo protocolario.

—En efecto. Los sacerdotes siempre llegan los últimos —señaló Horemheb mientras con una mano indicaba una silla al recién llegado para que se pusiera cómodo—, así nos hacen creer que tienen muchas obligaciones y que son hombres terriblemente ocupados. No hay horas en el día para abarcar todas sus tareas.

—Comer y dormir, ésas son las únicas ocupaciones y preocupaciones de los sacerdotes —añadió Ay, indignado—. Eso cuando no hay algo conspiranoico detrás de sus intenciones.

—Entiende su postura, Ay —dijo entonces el general en tono conciliador—. Acaban de recuperar el estatus que perdieron con Akhenatón y no quieren tener nada fuera de control. Hasta ese punto es natural.

—Me intriga el secretismo de esta reunión…

—Creo que no me equivoco si digo que está relacionada con el padre del faraón.

—¡Esa etapa ya pasó! —saltó el consejero real con aspavientos—. Volvió a salir el sol y se recuperó la normalidad. ¿De qué se quejan ahora?

—Lo desconozco, pero sin duda es algo interesante. No querían reunirse en los despachos de palacio ni en el propio templo de Amón —apuntó el general echando una mirada distraída a algunos documentos que tenía sobre la mesa—, por eso propuse que nos encontráramos en mi casa. No es algo que me suponga ningún problema.

—A veces eres muy generoso con los sacerdotes… —refunfuñó el padre del dios.

—Soy práctico —le corrigió Horemheb, y luego añadió—: Si imitaras mi comportamiento y mi predisposición hacia ellos, te iría mejor, todo resultaría más cómodo para ti y para tu trabajo como consejero del faraón, Vida, Salud y Prosperidad.

No había acabado sus palabras cuando un nuevo sirviente entró en el jardín.

—La visita que esperaban ha llegado —dijo el joven.

—Hazles pasar.

Agachando la cabeza, el sirviente volvió hacia la puerta por la que había entrado y abandonó el jardín.

Poco después, el gran sacerdote de Amón y Amenhotep caminaban por el borde del estanque en dirección a Horemheb y Ay. Éstos se levantaron en señal de respeto, pero no hicieron ni una leve inclinación, detalle que no agradó a Ramose. Con gesto torcido, tomó asiento en una de las sillas que había bajo el entoldado de lino que daba sombra en esa parte del jardín. Amenhotep se sentó junto a su superior.

—Espléndida mañana para reunirse y despachar asuntos de Estado —señaló el militar después de que un par de sirvientes dejaran jarras con agua y con vino y varios cestos con frutos sobre una de las mesas.

—En esta ocasión los asuntos que nos requieren son de suma importancia —anunció el gran sacerdote de Amón—. De ahí la urgencia del encuentro. Gracias, Horemheb, por acogernos en tu villa.

—Es un placer para mí recibir al clero de Amón en mi modesta casa —repuso el militar al tiempo que tomaba un dátil de uno de los cestos—. Por lo que leí en el comunicado que me trajo el mensajero de Ipet-isut, la situación lo merece.

—¿De qué se trata? —preguntó Ay con desconfianza—. Intuyo que una reunión privada de estas características no se ha solicitado para despachar asuntos de Estado de los que se puede hablar en palacio.

—¿Tiene quizá algo que ver con la reciente visita de Tutankhamón, Vida, Salud y Prosperidad, a la ciudad de Akhetatón? —preguntó el militar.

—A la ciudad maldita de Akhetatón —corrigió Amenhotep, interviniendo por primera vez en la conversación.

—Los calificativos sobran —espetó el general—; lo único que consiguen es generar prejuicios.

Durante unos instantes, los cuatro permanecieron en silencio en una situación bastante incómoda.

—Bien, sacadnos de una vez de dudas —insistió el militar—. ¿Cuál es el motivo que nos reúne aquí?

Ramose se removió en la silla.

—Como bien has dicho, hace unos días el faraón, Vida, Salud y Prosperidad, realizó un largo viaje a la ciudad herética. —El gran sacerdote de Amón recalcó sus últimas palabras para respaldar el comentario anterior de su subordinado—. La tumba de su padre había sido saqueada por bandidos recientemente y él quiso visitarla.

—Eso no es lo que he oído yo, Ramose —cortó Ay de inmediato—. Lo que mis secretarios me han señalado, y así consta en los archivos de palacio, es que la tumba, en efecto, fue saqueada, pero la verdadera intención de los asaltantes era la destrucción de la imagen del rey Akhenatón… —El consejero real hizo una corta pausa y luego, resaltanto cada palabra, añadió—: Vida, Salud y Prosperidad.

Los sacerdotes de Amón cruzaron una mirada cargada de ira.

—Fuera lo que fuese —continuó Ramose—, el problema ahora es la actitud del faraón. Percibimos en él cierto acercamiento a la antigua tradición herética que nos preocupa…

—Yo no he visto ese acercamiento por ningún lado —opinó el general en jefe de los ejércitos de Kemet—. No me consta que Tutankhamón, Vida, Salud y Prosperidad, haya hecho la más mínima aproximación hacia el culto de Atón. Al contrario, es evidente que el clero de Amón —dijo señalando a los dos sacerdotes— ha recuperado la fuerza y el poder de los que disfrutaba antes de Akhenatón.

—Nosotros no estamos tan convencidos de eso… Contamos con algunas pruebas claras que corroboran nuestra hipótesis.

—¿Cuáles? Me gustaría conocerlas —propuso Ay bebiendo vino de una copa de fayenza blanca.

—Al parecer, Tutankhamón, Vida, Salud y Prosperidad, quiere trasladar los restos de su padre a la tierra sagrada de Uaset. Sabemos por nuestros informadores que su momia ha desaparecido del interior de la tumba que había en la ciudad maldita y que se ha trasladado a un lugar seguro, muy cerca del palacio real.

Ay y Horemheb permanecieron unos instantes en silencio, reflexionando. Ninguno de los dos esperaba esa noticia.

—De ser así —dijo por fin el militar—, no veo dónde puede estar la sospecha de que pretenda recuperar el antiguo credo de Atón —concluyó Horemheb levantando las palmas de las manos en un gesto interrogativo.

El mero nombre de Atón, el dios maldito que los había mantenido en el ostracismo durante más de diez años, removió las entrañas de los sacerdotes. Horemheb lo había nombrado a sabiendas.

—Cualquier acercamiento a la tierra sagrada de Amón de algo relacionado con la herejía no es del agrado del dios —se defendió Ramose—. No estamos dispuestos a admitir ninguna intromisión en nuestras sagradas funciones.

—Nadie lo está haciendo ni pretende hacerlo —espetó Ay—. Los tiempos han cambiado y las circunstancias fluyen en el sagrado equilibrio de la diosa Maat.

—¿Qué pretendéis? —atajó el general en jefe de los ejércitos.

—Creemos que es necesario y obligatorio un giro rápido en las decisiones que deben tomarse en el país —respondió Ramose con firmeza.

—No he oído que haya quejas por parte de ningún sector —repuso Horemheb.

—Puede que ésta sea la primera —añadió el gran sacerdote de Amón—, pero es lo suficientemente sólida para que tomemos precauciones y preveamos lo peor. —Ramose hizo una pausa para tomar una copa de vino y unos cuantos dátiles y luego prosiguió su estudiado discurso—: A nosotros no nos complace intervenir en las decisiones de Estado —dejó caer el sacerdote haciendo gala de una hipocresía manifiesta—. No nos agrada tener que mediar entre las decisiones del faraón y sus consejeros. Pero, a la vista de ciertas evidencias, creemos conveniente que las personas que están cerca de él le hagan ver los problemas que acarrearía un cambio como el que se avecina.

—El clero de Amón siempre ha estado cerca de las decisiones que ha tomado el soberano de las Dos Tierras —apostilló Horemheb—. No veo por qué tú mismo, Ramose, no pides audiencia con él y se lo explicas personalmente. Estoy convencido de que no tendrá reparos en calmar tus inquietudes y en hacerte partícipe de sus designios, que, hasta donde sabemos, nada tienen que ver con las calamidades que crees que se avecinan sobre la tierra de Kemet.

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