La tumba perdida (27 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

El cadáver de lord Carnarvon estaba aún caliente cuando se propagaron los primeros rumores maliciosos que relacionaban la causa de la muerte con el hallazgo de Tutankhamón. Entre su muerte y el descubrimiento de la tumba habían transcurrido poco más de cuatro meses; sólo faltaba un día para que se cumpliera el plazo de seis semanas que Weigall había comentado entre risas.

Carter se lamentaba en silencio de que, por culpa de su carácter retraído, en esos últimos días apenas había cruzado unas pocas palabras con el conde para manifestarle su profundo afecto y su apoyo incondicional. Hablaron del trabajo, de todos esos años que habían pasado juntos al pie de la trinchera, excavando en busca de un sueño. Recordaron con alegría que pocos meses atrás Carnarvon había estado a punto de rechazar la renovación del permiso de excavación en el Valle de los Reyes por falta de resultados y que Carter había insistido en que no renunciara al firman, que él mismo pagaría los honorarios de la excavación si fuera necesario, solamente por un año más. Bromearon sobre las muchas campañas de trabajo en el Delta y en otros lugares de Luxor sin apenas descubrimientos que justificaran las sumas invertidas en las labores de prospección. Comentaron cómo la colección de antigüedades de Highclere iba creciendo con piezas realmente magníficas gracias a la pericia del arqueólogo. Y la guinda fue que no evitaron abordar un tema aparentemente difícil. Hablaron del profundo cariño que su colega sentía por su hija, lady Evelyn, y de los absurdos rumores —conocidos por ambos— que corrían en algunos círculos de la alta sociedad de Luxor, y los dos rieron divertidos.

Aquella conversación con su mecenas, sentado en el borde de su cama, traspasando todas las fronteras del protocolo, le acercó un poco más al aristócrata. Sabía, sin embargo, que ese acercamiento era irreal. En breve se separarían para siempre.

Desde que lord Carnarvon había muerto, los pasajes de aquella conversación desfilaban ante los ojos de Carter como en una proyección de cine repetitiva pero muy agradable. Por una parte se sentía satisfecho de aquel emocionado final, y por otra se decía que, si se hubiera sincerado antes al conde, quizá se habrían evitado muchos de los problemas de la excavación. Pero sabía que ése era su carácter y que ciertas situaciones sólo se daban en circunstancias extraordinarias como aquélla.

Una mañana, pocos días después, Carter bajó a la recepción del Continental Savoy y se dirigió a la mesa donde, como todas las mañanas, había varios periódicos. Sentía curiosidad por conocer los comentarios sobre el luctuoso suceso. Un repaso rápido a las portadas y las primeras páginas de los diarios fue suficiente para corroborar sus sospechas. La prensa inventaba y exageraba las cosas. Todos los titulares redundaban en una única idea: la maldición de Tutankhamón. Se hablaba de una piedra grabada, descubierta por el arqueólogo junto a la entrada de la tumba, en la que se podía leer: «¡Que la mano que se levanta contra mí sea fulminada! ¡Que sean destruidos los que atacan mi nombre, mi tumba, mis efigies y mis imágenes!». Otro periódico apuntaba que lord Carnarvon se había herido con una trampa colocada por los antiguos egipcios en el interior de la tumba para proteger el sueño eterno del faraón. Un corresponsal afirmaba que la base de barro de un candil, colocado frente a la figura de Anubis descubierta en la cámara del tesoro, tenía la siguiente inscripción: «Yo soy el que impide que la arena obstruya la cámara del tesoro. Yo soy el que protege al difunto».

—Más vale que no leas nada de lo que publican los periódicos.

La voz de lady Evelyn le hizo levantar la mirada de las páginas impresas.

—Buenos días, querida. ¿Has conseguido dormir algo? —preguntó Carter con tono de preocupación.

El rostro de la joven revelaba su cansancio.

—El médico de papá me dio unas pastillas para que pudiera descansar. Al menos he conseguido cerrar los ojos cinco horas. Y tú, ¿cómo te encuentras?

—He descansado un poco.

Evelyn sabía que su amigo mentía; estaba segura de que había dormido perfectamente. Las preocupaciones en la vida de Carter no alteraban su cotidianidad. Sabía que después de la medianoche debía dormir, y así lo hacía. Y en eso ella lo envidiaba, más aún con la tensión vivida en los últimos días.

—Te vendrá bien comer algo —dijo Carter cogiéndola del brazo con suavidad—. Vamos al salón a desayunar.

El hotel Continental Savoy era uno de los lugares más exquisitos de la ciudad, y ello no sólo por el alto nivel social de su clientela sino también por la decoración del establecimiento. Se había conseguido una suerte de decorado de película romántica ambientada en un antiguo Oriente idílico y bucólico. En una zona de la entrada, frente a grandes ventanales que iluminaban el interior, se hallaba el salón donde desayunaban los huéspedes y las visitas.

Carter y Evelyn se sentaron en una de las zonas más vistosas, rodeados de plantas y pajareras que daban al lugar un toque exótico.

—Bueno, Howard, dime, ¿cómo estás?

La pregunta de Evelyn le sorprendió. Como parecía lógico, en esos días todas las condolencias habían sido para la familia Carnarvon. Cuando paseaba con Evelyn por los jardines del Continental Savoy o por la cercana plaza de la Ópera, era a la joven, y sólo a ella, a quien la gente mostraba su pesar. El parecía no existir. Hasta cierto punto era normal, pero le resultó extraño que absolutamente nadie se preocupara por sus sentimientos. Las únicas inquietudes que le habían manifestado eran de tipo profesional: qué pasaría con la tumba a partir de entonces. Y eso era lo último en lo que el inglés pensaba en aquellos tristes días.

Evelyn tomó a su amigo de la mano y se la acarició.

—Me consta que ha sido un duro golpe también para ti. Sé que querías mucho a papá. Él me contó algunas de las cosas de las que estuvisteis hablando hace pocos días en su habitación. Eres una gran persona, Howard.

Era cierto, había sido un duro golpe, pero era incapaz de decir en voz alta lo que sentía. Sin mover un solo músculo de la cara, los ojos del arqueólogo comenzaron a ponerse vidriosos.

Evelyn sonrió, tomó la servilleta que había a la izquierda de su taza de café y se la colocó en el regazo.

—Te conozco y sé que ahora serías capaz de decirme que se te ha metido algo en los ojos… —dijo la joven quitando importancia al asunto. Carter no contestó y se limitó a sonreír; luego ella añadió—: Espero verte pronto en Highclere, Howard. Llámame cuando vayas; Brograve y yo pasaremos unos días contigo. Será agradable.

Las palabras de lady Evelyn sonaron a despedida. Esa misma tarde ella y su madre tomarían un tren hasta Alejandría que en varias semanas las llevaría hasta Londres. Cruzarían Europa en tren; un viaje largo, tedioso y, en esta ocasión, triste, pues les acompañaría el cadáver de su padre.

—Claro que sí —respondió el arqueólogo reponiéndose con firmeza—. Aunque ya sabes que a mí, más que el verde de los inmensos terrenos de vuestra finca, lo que me gusta es la arena y el polvo. Es cuestión de gustos. Escríbeme en otoño, antes y después de la boda, y cuéntame qué tal ha ido todo.

—Saldrá bien, pero os echaremos mucho de menos… A mi padre le hubiera encantado ver mi boda; siempre soñaba con ello…

—Se marchó sabiendo que todo estaba en orden y que la persona con la que habías elegido casarte le gustaba. Eso es suficiente.

—Ya, claro… —dijo la joven, con lágrimas en los ojos—. Mi madre vendrá en unos minutos. Me ha dicho que ibais a reuniros aquí con monsieur Lacau.

—Nos hemos citado a las diez, pero me encontraré antes con Lacau. Creo que debemos aclarar una serie de cosas antes de que tu madre decida qué hacer con la tumba durante la próxima campaña. Pero ahora todo eso es accesorio e incluso me atrevería a decir que irrelevante.

—Bueno, Tutankhamón podría ser accesorio si tuvieras algo que hacer en Luxor. No me imagino al gran Howard Carter pasando los días caminando por Dra Abu el-Naga o cualquier otro desierto de la necrópolis sin tener nada que hacer.

En ese momento apareció el jefe del salón acompañado de un camarero. En la bandeja portaba el desayuno habitual: huevos, beicon, café, leche y unos dulces.

—Pues ese día llegará —dijo Carter cuando el camarero se alejó—, y entonces tendré que estar preparado.

—Eso queda aún muy lejos en el tiempo. Tú siempre tienes algo que hacer y en que pensar. —Y, cambiando el rumbo de la charla, dijo—: Ahora yo me marcho y el que debe tener mucho cuidado eres tú.

En las palabras de Evelyn había una alusión velada a la tumba maldita. Desde su llegada a El Cairo, Carter se había mostrado reacio a hablar del tema.

—Tu madre sigue sin saber lo que pasó en el Winter Palace, ¿verdad?

—Yo no le he dicho nada, no creo que sea el mejor momento.

—No, desde luego, mejor así. Si se lo contaras, la preocuparías sin razón. Volverás a Inglaterra, te casarás y esas cosas pertenecerán al pasado.

—¿Y tú qué vas a hacer con la tumba? —le preguntó lady Evelyn sin más rodeos.

Carter tardó en contestar.

—Todavía no lo sé. Las cosas han cambiado con la muerte de tu padre. Ahmed me ha dicho que en Luxor está creciendo el rumor de que el faraón Tutankhamón ha lanzado una maldición contra nosotros: que tu padre ha sido el primero y que yo seré el siguiente. El pobre me hablaba esta mañana con voz asustada. Ya has visto lo que publican los periódicos, y nosotros no podemos hacer nada para acallarlos. Diría que esta historia se nos escapó de las manos antes incluso de que saliera a la luz.

—Eso es absurdo —protestó Evelyn—. Los egipcios siempre han dado pábulo a este tipo de historias. Es un pueblo contradictorio…, dedican mucho tiempo a rezar y luego, en cosas como éstas, parecen de lo más ingenuos.

—En eso no cambiarán nunca —dijo el inglés con una sonrisa.

—No has contestado a mi pregunta, Howard…

—¿Qué pregunta?

—¿Qué vas a hacer con la tumba que aparecía en el ostracon?

—Seguiré investigando, no puedo hacer otra cosa.

—Temes que no exista.

Carter levantó de repente la cabeza; aquella afirmación tan rotunda lo había sorprendido.

—¿Por qué dices eso?

—Has buscado entre las tumbas de Ramsés II y Merneptah, donde decías que nadie antes había excavado, y no has encontrado nada. Nuestros competidores han hecho lo mismo y con idéntico resultado. Quizá haya algo erróneo en el ostracon…

—Es posible —Carter hizo una mueca de duda—, pero eso no lo sabremos hasta que aparezca algo.

—Lo que no entiendo, Howard —dijo la joven dejando la taza de café sobre la mesa—, es cómo pueden trabajar con total impunidad. Llegan, excavan de forma ilegal, se van… y aquí no ha pasado nada.

—Hasta que alguien los pille en plena faena. Pero aun así dudo que pasara algo. Tienes razón. La justicia no llegaría hasta la verdadera mano ejecutora; se limitarían a acusar a los pobres obreros de simples ladrones de tumbas, como los otros cientos que hay en la orilla oeste. Pasarían unas semanas en prisión y, cuando todo se hubiera olvidado, los soltarían como si nada hubiera pasado. He visto eso mismo decenas de veces en los años que llevo excavando aquí; y desde luego Jehir Bey es todo un experto en este sistema de operar.

—¿Y mientras tanto?

—No tengo respuesta para eso. Egipto no es un país fácil para trabajar y, en ocasiones, el precio que hay que pagar para ser honesto con lo que se hace no es compensado de la manera más correcta. Además de tener que seguir de manera escrupulosa un protocolo administrativo casi siempre desesperante, nos vemos obligados a sortear los inconvenientes que el destino pone en nuestro camino.

Aquello era Egipto, el país al que tanto amaba y al que consentía tales desplantes. O lo tomaba o lo dejaba. Los años de colonización inglesa y la presencia francesa en las instituciones habían dañado de forma mortal aquel enorme valle bañado por el Nilo. Un país de contrastes en el que Carter era un privilegiado. Vivía en una buena casa y contaba con amigos poderosos capaces de hacer y deshacer a su antojo. No obstante el tiempo que llevaba allí trabajando, aún le sorprendía el trato tan ventajoso que un extranjero recibía en Egipto. A pesar de que el nacionalismo estaba cada vez más presente en la política y las instituciones, el ser extranjero era un marchamo de garantía en aquel país de apariencias, ambigüedad religiosa y deseo de prosperar a cualquier precio. El Continental Savoy era un buen ejemplo de ello: un edén dentro de una ciudad maloliente, llena de polvo y miseria. Sin embargo, los egipcios que trabajaban allí se afanaban en dar al extranjero un servicio excelente que superaba con mucho lo que la mayoría de los clientes tenían en su propia casa. Cualquier habitación del Continental Savoy era un palacio para una familia de clase media-alta. Acuarelas de vivos colores decorando las paredes, sábanas de hilo, camas enormes, bandejas y tacitas de plata en una terraza cuyas vistas al jardín hacían de ese lugar un paraíso. Dar respuesta al millón de preguntas que planteaban los misterios de Egipto, tanto místicos como físicos, era una tarea imposible. Carter sabía que lo más conveniente era ir cerrando etapas y asumir el futuro de la mejor manera posible.

—¿Has preparado ya todo para el viaje? —preguntó para cambiar de tema.

—Sí.

La respuesta de Evelyn no podía ser más lacónica.

Un camarero se acercó a la mesa y se colocó con discreción a la derecha del arqueólogo.

—Tiene una visita, señor Carter —dijo el muchacho en árabe.

—¿Qué sucede, Howard? —preguntó su amiga, intrigada.

—Creo que monsieur Lacau ya está aquí. Si me disculpas, trato unos asuntos con él y luego me reúno contigo y con tu madre para despedirnos.

Lady Evelyn se limitó a asentir con la cabeza. Dio un último trago a la taza de café y siguió a Carter con la mirada mientras éste abandonaba el salón en compañía del camarero.

El director del Servicio de Antigüedades lo esperaba en una sala anexa a la recepción. En el centro había una gran mesa de reuniones rodeada de varias sillas. Cuando Carter entró en ella se llevó una sorpresa: el francés no estaba solo; Jehir Bey, gobernador de Kena, se encontraba sentado a su lado. Al verle cruzar la puerta, los dos hombres se pusieron de pie para darle la bienvenida.

—Qué agradable sorpresa verle por aquí, excelencia —espetó Carter sin ningún entusiasmo.

—Buenos días, señor Carter —saludó monsieur Lacau—. Esta mañana, a primera hora, Jehir Bey me ha hecho una propuesta relacionada con usted y la excavación de Tutankhamón, por eso me he tomado la libertad de invitarlo a esta reunión.

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