La tumba perdida (24 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

Ramose y Amenhotep miraron a Ay, el consejero del rey, para que manifestara su opinión.

—En las ocasiones que he despachado con él —dijo al fin el padre del dios—, nunca ha manifestado el deseo de regresar a la antigua religión. Al contrario, su intención siempre ha sido encontrar el camino de Maat para el bien de su pueblo.

—¿Traer el cuerpo de su padre no es una prueba evidente de que desea volver al pasado? —protestó Amenhotep.

—Es una prueba de que desea reencontrarse con su estirpe —replicó el militar—. Nada más. Tutankhamón desciende de la familia que liberó nuestro país de los invasores extranjeros. Su sangre es la misma que la del general Tutmosis y que la de su abuelo Amenofis. El hecho de haber nacido de la simiente de Akhenatón no borra su glorioso pasado —afirmó Horemheb en defensa del faraón.

—¡Una estirpe maldita! —exclamó Ramose mientras se removía en la silla intentando encontrar nuevos argumentos para acercar a su causa a los dos hombres.

—Tal vez convendría propiciar un cambio en la corona de las Dos Tierras —dijo entonces Amenhotep sin más circunloquios.

—El siguiente en la línea de sucesión eres tú, Ay —prosiguió Ramose—. La reina está embarazada, pero lamentablemente el pronóstico no es muy alentador y los médicos señalan que el futuro de la criatura puede ser igual de oscuro que el de su primer aborto.

La mirada de Ay comenzó a brillar. Su ambición había cobrado nuevos bríos ante las palabras del gran sacerdote.

—El clero de Amón te apoyaría —añadió el profeta intuyendo acertadamente el giro que podrían dar las circunstancias si Ay se ponía de su lado—. Estoy seguro de que en breve recibiréis más quejas de otros nobles personajes de la corte. Nuestro propósito era simplemente expresaros nuestra preocupación antes de que fuera demasiado tarde y no hubiera más remedio que actuar de manera expeditiva. —La voz de Ramose se fue apagando para buscar la mayor discreción en sus últimas palabras.

Ay miró de manera interrogativa a su compañero Horemheb. Era la primera vez que el clero de Amón le manifestaba su apoyo en el supuesto caso de un vacío de poder, algo que en las circunstancias actuales sólo se produciría si no hubiera descendencia real, y todo parecía indicar que así sería.

—Yo me mantengo al margen de este tipo de decisiones —afirmó el general Horemheb adivinando lo que podría suceder en un futuro no muy lejano—. Durante el reinado de Akhenatón las circunstancias eran completamente distintas. Había revueltas sociales y luchas intestinas entre personas que seguían un credo u otro. No voy a valorar si fue justo o injusto, pero lo cierto es que con el cierre de algunos sectores de los grandes templos de Amón, hubo problemas de abastecimiento y de infraestructura. Ahora no hay nada de eso. Impera la calma y la armonía. En el terreno militar, durante el reinado del padre de Tutankhamón se desatendieron nuestras obligaciones en el norte. Cuando recibíamos misivas de nuestras ciudades en el extranjero, el faraón se negaba a solventar los problemas y a escuchar los reclamos de ayuda ante la inminente llegada de otros invasores, especialmente los hititas.

—¡Esas misivas siguen llegando a la corte del faraón! —protestó Ramose con indignación—. Y para colmo nos vemos obligados a aceptar que sobre los muros de nuestro templo de Ipet-isut se graben imágenes en las que el rey aparece atacando pueblos enemigos cuando jamás ha sentido el más mínimo interés por acabar con los problemas existentes en la frontera del norte. Allí el pueblo de Hatti es cada vez más fuerte en su avance hacia el sur. No hacen más que minar nuestras posiciones, las mismas que el faraón Menkheperra Tutmosis consiguió asentar de una forma tan sólida y valiente tras expulsar del valle a los pastores asiáticos que habían usurpado el gobierno de las Dos Tierras.

—¡Son simples razias de hombres del desierto! —respondió el militar señalando los documentos que tenía en su mesa—. En la actualidad no existe nada de eso. Las fronteras están consolidadas y las ciudades del norte se hallan de nuevo bajo nuestro control. Si se lleva a cabo una operación como la que reseñáis, no contéis conmigo ni con nadie del ejército para vuestro proyecto. Los intereses que os arrastran a él nada tienen que ver con la política sino con vuestras propias aspiraciones. Permaneceré al margen.

—Dejemos para otro momento la discusión sobre la situación de lo que sucede en la frontera septentrional. Al fin y al cabo, no es problema del clero de Amón. —Ay temía dar su conformidad ante el militar. Tenía claro lo que deseaba, pero no cómo hacerlo. Era evidente que quería acelerar los acontecimientos para alcanzar un desenlace dramático para el trono pero ventajoso para él—. Hablaré con el faraón, Vida, Salud y Prosperidad —dijo el consejero real—, quizá cambie de opinión sobre sus intenciones o quiera explicarme cuáles son éstas en realidad.

—Insisto en que es necesario confirmar las sospechas que nos habéis expresado —añadió el general queriendo dar cierta justicia a las conclusiones que salieran de aquella reunión—. Un simple rumor no basta para tramar un complot como el que estáis insinuando.

La claridad de las palabras de Horemheb cayó como un mazazo en los otros tres. Realmente era un complot. No podía utilizarse otro término para calificar las intenciones de los sacerdotes de Amón y con las cuales querían arrastrar a su causa al voluble y ambicioso Ay.

—No adelantemos acontecimientos, general —dijo el consejero real en tono complaciente—. Nadie está hablando de complot.

—Pero todos lo tenemos en la cabeza —repuso Horemheb—. Si lo que pretendéis no es un complot, no entiendo por qué no os reunís los tres con el faraón. Es el dios reencarnado, recordadlo. No podéis hacer nada contra él. En caso contrario, no habrá duda sobre vuestras intenciones.

—El miedo que nos invade en estos momentos —intervino Amenhotep— es que el pueblo deje de creer en los dioses que han venido gobernando esta tierra durante generaciones y que…

—Y que han servido para llenar las arcas del poderoso clero de Amón hasta límites insospechados —le cortó el general, cada vez más enojado—. Un argumento que sólo tiene que ver con la avaricia y la vanidad que os corrompe.

La seriedad que mudó el rostro de los sacerdotes lindaba con la indiferencia.

—Nosotros estaríamos dispuestos a mediar en cualquier momento de la conversación —dijo el gran sacerdote de Amón intentando aviesamente reconducir la reunión—. Si le explicamos nuestros recelos, tal vez vea con otros ojos el perfil de los acontecimientos que podrían derivarse de su forma de actuar.

Ay, que no quería perder la posibilidad de verse encumbrado al trono de Kemet, intentó mediar entre las partes asumiendo un falso papel conciliador.

—Lo primero que podríamos hacer —señaló el consejero del rey— es confirmar las sospechas que tiene el clero de Amón sobre la ejecución de unas obras para acoger la momia de… del padre de Tutankhamón. Entiendo su preocupación. Deberíamos investigar en la Necrópolis de Millones de Años y conocer la realidad.

—Ése es el terreno de Maya —advirtió el general—, y no conozco hombre más fiel al soberano que él. Además, siempre son varias las tumbas que se excavan en el valle para diferentes miembros de la familia real. Seguramente ni los obreros ni el capataz saben quién morará en la tumba que vacían en la roca de la montaña.

—Eso no me preocupa, dejadlo de nuestra mano; nos haremos con la información. Estoy convencido de que estamos en lo cierto: las inclinaciones del faraón hacia el antiguo credo son preocupantes.

—Si es así, contad con mi ayuda para intentar buscar una solución razonable —aseveró Ay—. la menos dramática…

Los tres hombres miraron a Horemheb y aguardaron su opinión.

—Yo ya he dicho lo que pienso. Los intereses que despuntan detrás de vuestras palabras son otros. No contéis conmigo. No quiero saber nada de este complot.

—No se trata de un complot —señaló Ramose—. La situación del país puede cambiar de aquí a unas fechas si trascienden las intenciones del dios viviente. Para entonces, en calidad de general en jefe de los ejércitos deberás abandonar la ambigüedad de la que ahora haces gala y definirte.

Horemheb no respondió al instante. Bebió un sorbo de vino mezclado con agua y cogió un par de dátiles. Luego sentenció:

—Ya he dicho mi última palabra.

Capítulo 14

Después de pasar por el hotel Winter Palace, donde lord Carnarvon descansaba antes de viajar a El Cairo, Howard Carter regresó a su casa. Los médicos habían dictaminado que el estrés y el cansancio acumulado en las últimas semanas habían minado su ya delicada salud; el conde necesitaba reposo y sosiego, alejarse de los trabajos de la tumba y de todo lo que ello conllevaba. Su recomendación era que se instalara en la capital, donde el calor no era tan intenso, había más humedad y, al mismo tiempo, permanecería lejos de los problemas a los que podría estar vinculado en el Alto Egipto.

Carter tenía claro que no era el momento de hacerle saber que hacía unos días su hija había sido víctima de un intento de asesinato; semejante noticia habría precipitado el empeoramiento de su salud de forma irremediable. Lady Almina también debía permanecer al margen de lo sucedido. Por fortuna, en el Winter Palace la discreción fue absoluta. Con el fin de que la noticia no trascendiera y el hotel no perdiera su clientela, los trabajadores que se habían visto relacionados con el suceso fueron sustituidos temporalmente y regresaron a sus aldeas de origen, lejos de la ciudad de Luxor.

Las emociones vividas desde la apertura de la cámara funeraria, los enfrentamientos con la prensa, y el buscar siempre buenos gestos para todos habían acabado con las mermadas energías del aristócrata, y eso a pesar de que el arqueólogo siempre le presentaba una versión amable de los trabajos diarios en Tutankhamón. Por supuesto, Carnarvon desconocía los problemas con los guardas de la necrópolis y los intentos del grupo de Jehir Bey por dar con una tumba.

En esas circunstancias era inviable reunirse con monsieur Lacau en su oficina de Elwat el-Diban. Ya estaban en los primeros días del mes de marzo y era preciso fijar el plan de trabajo para la próxima campaña de excavación. Retomarían la labor pasado el verano. Durante la primavera y los meses estivales, aunque gran parte de la tarea se hacía en el interior de la tumba, los trabajos resultaban insoportables debido al calor.

Sin lady Evelyn para conversar y poder desahogarse, el egiptólogo llenaba las horas de esparcimiento escribiendo nuevas páginas de su libro, lo que en cierto modo le permitía evadirse de los problemas del día a día.

En aquel momento se hallaba en su despacho, sentado frente a la máquina de escribir, con decenas de fichas y dibujos esparcidos sobre su escritorio y con la cabeza en mil cosas que nada tenían que ver con la redacción de aquel libro. Levantó la vista con la mirada perdida.

Había continuado observando extraños movimientos de la arena del valle. El trazo del pozo que había junto a las cabañas de los obreros de época ramésida pronto se perdió de vista, pero en algunos sectores de la necrópolis habían aparecido amontonamientos de escombros que sin duda alguna eran resultado de excavaciones ilegales. Carter no se sentía con la fuerza moral necesaria para protestar de manera enérgica contra aquellos actos vandálicos. En realidad, no podía hacer nada para evitarlo. Sólo disponía del soldado Adamson para vigilar el interior de la tumba, no se le permitía más guardia a su cargo; otra confirmación de los manejos de Jehir Bey sobre el control del cementerio.

Las nuevas prospecciones se habían alejado del centro del valle. Para colmo, Adamson había dado parte a Carter del extraño sopor que lo había dejado fuera de combate hacía un par de noches, un suceso que encendió las alarmas del militar y del egiptólogo. A partir del día siguiente, él mismo le llevaba el agua para el té desde su casa de Elwat el-Diban. Le resultaba un engorro cargar con ella, pero era más seguro.

Carter volvió en sí, bajó la cabeza hacia el teclado y continuó la redacción del capítulo dedicado al Valle de los Reyes en los últimos años. Era uno de sus temas preferidos. No necesitaba esquema ni apuntes para poder desarrollarlo; él era la persona que mejor conocía su historia y su geografía.

Acompañado de la música del gramófono y el sonido de las teclas de la máquina de escribir, el egiptólogo llenaba el tiempo escribiendo a la espera de que llegara el director del Servicio de Antigüedades. Hasta entonces, sus encuentros con monsieur Lacau habían sido más bien encontronazos. Pero la reunión de ese día iba a ser una visita formal, obligada por la enfermedad de lord Carnarvon y por el interés claro de la tumba. Carter debía explicarle cómo avanzaban los trabajos en Tutankhamón y ambos debían proyectar las tareas para los próximos meses o campañas venideras.

Unos minutos después llamaron a la puerta.

—Adelante, Ahmed —respondió el arqueólogo, quitándose las gafas que usaba para leer.

—Señor, la visita que esperaba ha llegado —señaló el egipcio, muy serio.

—Hazle pasar, por favor.

Carter sonrió. El francés no era del agrado de Ahmed, y ello no se debía a los contratiempos que pudiera haber tenido con su señor; la fama de estirado de monsieur Lacau era conocida entre los egipcios de la orilla oeste de Luxor antes incluso de que se descubriera la tumba de Tutankhamón y surgieran los problemas con los arqueólogos ingleses.

Cuando el director del Servicio de Antigüedades entró en el despacho, Carter estaba intentando poner un poco de orden en su escritorio.

—Bienvenido, monsieur Lacau. Es un placer recibirle en mi casa. Le agradezco que haya tenido el detalle de acercarse hasta aquí. Es usted muy amable. —La voz de Carter sonó sincera. Las formas eran las formas, y aunque lo que menos le apetecía en ese momento era hablar con aquel francés de aspecto petulante y de diligencias poco recomendables, supo comportarse como el perfecto anfitrión.

—Al contrario. Muchas gracias a usted por la invitación. He sabido que lord Carnarvon marcha hoy mismo a El Cairo para descansar. Espero que su salud no tarde en fortalecerse y que pronto pueda reunirse de nuevo con nosotros en Luxor para continuar los trabajos en la tumba de Tutankhamón.

El inglés sonrió con diplomacia al tiempo que, con un gesto de la mano, le invitaba a sentarse en una de las sillas que había frente a su escritorio.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —preguntó Carter cuando el fiel Ahmed se asomó a la puerta, como hacía siempre al comienzo de cualquier visita.

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