La tumba perdida (19 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

—¿Dónde está Aiman? —preguntó Carter—. Es un joven alto y grueso, ¿verdad?

El jefe de recepción miró con sorpresa al encargado del servicio de habitaciones.

—Me temo que debe de haber un error, señor Carter. Aiman entró hace pocas semanas a trabajar en el Winter Palace. Y es más bien de corta estatura y delgado.

—Salgamos de dudas —intervino por fin el encargado del servicio—. Por la hora que es, estará almorzando en la sala de descanso.

—Hágale venir, si es tan amable —solicitó Carter.

El hombre metió las notas de los pedidos en un cajón del modesto escritorio y salió por una de las puertas laterales.

Durante la espera, ninguno de los tres habló. Carter miró de soslayo a lady Evelyn y ésta le respondió con una mueca de desconcierto. El jefe de recepción, por su parte, comenzaba a impacientarse por el giro que estaban tomando los acontecimientos. Pasaron un par de minutos antes de que el jefe de los camareros regresara. Lo hizo solo.

—Aiman no está en la sala de descanso. He mandado que lo busquen por si está realizando algún recado, pero me resultaría extraño porque, en ese caso, yo tendría que haberle dado la orden y no hay solicitudes pendientes del servicio de habitaciones. Es un joven muy trabajador, dudo mucho que esté holgazaneando por ahí. La único que se me ocurre es que haya abandonado el hotel por alguna circunstancia que desconocemos o se encuentre en la habitación donde el personal se cambia de ropa.

—¿Dónde está esa habitación? —preguntó el inglés.

—No muy lejos de aquí. Iré a ver y en un instante regreso —dijo el jefe de los camareros.

—Le acompañaremos —indicó Carter al tiempo que cogía a Evelyn del brazo y salía en pos del egipcio—. Este asunto cada vez me huele peor.

—Pero, señor Carter, es el vestuario de los camareros y… —intentó protestar el jefe de recepción del hotel.

—No me venga con etiquetas. Bastantes problemas hemos tenido ya. No hay tiempo que perder; lady Evelyn parte hacia El Cairo a primera hora de la tarde.

Carter nunca había estado en esa zona del hotel; lady Evelyn, por su parte, miraba a ambos lados asombrada de que un edificio de aquella categoría pudiera tener un trasfondo tan sórdido; no daba crédito a lo que veía. La misma sorpresa manifestaban los egipcios del servicio que se cruzaban en su camino, pues nunca habían visto a un extranjero en aquellas dependencias del hotel. Con una sonrisa y pegándose cuanto podían a la pared del oscuro y estrecho corredor, dejaban paso a aquellos extraños visitantes de la parte menos noble del edificio.

Cuando llegaron a la habitación empleada como vestuario y consigna de los camareros, descubrieron que la puerta estaba cerrada.

—¿Quién tiene la llave? —preguntó Carter.

—Cada hombre del servicio tiene una copia —respondió el jefe de los camareros al tiempo que buscaba la suya en el bolsillo del pantalón.

Para evitar que siguiera buscando, Carter tuvo más reflejos y lanzó la pregunta a uno de los muchachos que pasaba en ese momento por el pasillo.

—¿Tienes, por favor, la llave de este cuarto?

El joven se sorprendió. Asintió sin abrir la boca. Al ver a su jefe y al encargado de la recepción del hotel, confió en el inglés que hablaba árabe y se acercó a la puerta para abrir la cerradura.

El grupo entró en tropel en el cuarto; esperaban encontrar allí la respuesta a sus preguntas.

Pero dentro todo estaba tranquilo. Parecía que no había nadie. La habitación era grande, algo así como un antiguo salón que había dejado de ser útil por la proximidad de pasillos y estancias vinculadas a las cocinas y el servicio. En un extremo había unas mesas y unas sillas amontonadas unas encima de otras. Al parecer aquel espacio se empleaba también como almacén. Los cuatro recién llegados se movieron por la sala sin saber a ciencia cierta qué buscaban. A la joven le llamó la atención un revoltijo de ropa que asomaba de un armario que había junto a una ventana cerrada a cal y canto. Se acercó hasta allí y, al abrir la puerta, cayó a sus pies un montón de ropa… y algo más.

Lady Evelyn lanzó un grito ahogado.

Carter corrió de inmediato a donde estaba ella. A sus pies, entre la ropa, vio el cuerpo de un joven.

—¡Aiman! —gritó el jefe de los camareros.

Apartaron la ropa y, esperándose lo peor, intentaron asistir al joven.

-Alhamdu li Alá
[16]
-dijo el jefe de recepción como si se liberara de una enorme carga—. Parece que está vivo.

Aiman entreabrió los ojos con expresión de no comprender nada de lo que sucedía a su alrededor.

Evelyn apareció con un vaso de agua que cogió de una de las taquillas. Carter se lo dio y pareció sentirse un poco más despejado.

Ayudándose de un paño que había sobre la mesa, la joven mojó la tela en el agua y le humedeció el rostro. El muchacho tenía una profunda herida en la cabeza de la que, por suerte, había dejado de manar sangre. Ésta se había extendido por su ropa interior, las únicas prendas que le habían dejado después de robarle el uniforme de camarero.

—Aiman —dijo el jefe del servicio de habitaciones—. ¿Quién te ha hecho esto?

—No lo sé…, señor —contestó el chico con un hilo de voz—. Alguien me quitó la bandeja de las manos y me asestó un fuerte golpe. No recuerdo nada más.

—¿Conseguiste verle la cara? —preguntó Carter.

—No, señor, sólo vi una sombra grande. Era más alto que yo…, pero no pude verle el rostro.

El egiptólogo miró al jefe de recepción. Aquel dato confirmaba sus sospechas. El joven al que había visto frente a la habitación 115 había suplantado a Aiman.

Los dos egipcios tomaron por los brazos al muchacho y le ayudaron a levantarse del suelo. Carter acercó una silla y lo sentaron en ella para que acabara de recuperar el sentido. El jefe de recepción fue a llamar al médico del hotel.

Carter y lady Evelyn se apartaron un par de pasos.

—Esto no me gusta nada, Evelyn —dijo Carter con tono preocupado—. Esta gente es capaz de todo… Deberías irte de Luxor cuanto antes.

—Pero… ¿por qué querían matarme? —preguntó la joven, desconcertada por todo aquello.

—No lo sé. Pero si lo han intentado una vez, no sería extraño que volvieran a hacerlo. Un veneno es un arma muy sutil: empieza con fiebre, vómitos, se confunde con cualquier enfermedad de las que padecen algunos turistas todos los días, y acaba llevándote a la tumba.

Lady Evelyn permaneció unos segundos en silencio, y luego por fin preguntó:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—De momento hay que ser prudentes. No informaremos a la gerencia del hotel de lo sucedido. Ni siquiera pondremos una denuncia. No serviría de nada y sería darles pistas.

—¿Crees que Jehir Bey está detrás de todo esto?

—¿Quién si no, querida? Ya avisó una vez que nos anduviéramos con cuidado. Si denunciáramos lo interpretaría como un gesto de debilidad y miedo por nuestra parte. Hagámosle creer lo contrario: que aceptamos el juego aunque sea peligroso. Fuera de Luxor no tiene ningún poder; en El Cairo estarás segura. Instálate en el Continental Savoy y no vuelvas al Alto Egipto. Si necesitas cualquier cosa, yo te la haré llegar.

En ese momento el jefe de recepción acudió acompañado del médico. En la mano traía la ropa de trabajo de Aiman.

—Han encontrado esto en un rincón del jardín trasero del hotel. El hombre que lo usó debió de arrojarlo allí antes de huir. Nadie lo vio salir por la puerta principal de la Corniche. Presiento que abandonó el hotel por el muro de la parte de atrás…

—De acuerdo, le agradezco su colaboración —dijo Carter—. Tengo que pedirles que lleven todo esto con discreción —añadió por sorpresa y alborozo del jefe de recepción; impedir la propagación del escándalo era su principal objetivo en esos momentos—. Evitemos que corra la voz —prosiguió el inglés— incluso entre las personas del servicio. Los rumores podrían distorsionar la realidad y, por otra parte, no conviene para la salud de lord Carnarvon que este tipo de cosas salgan a la luz.

Carter había dado con la excusa perfecta.

—Como usted desee, señor Carter —dijo el jefe de recepción—. En nombre del hotel les agradezco a ambos la comprensión que han demostrado ante este incidente.

—Por favor, envíen a Aiman unos días a su casa; le vendrá bien cambiar de aires, descansar y recuperarse de este desgraciado suceso.

Lady Evelyn seguía en segundo plano; Carter y el egipcio hablaban en árabe y ella no entendía una sola palabra de lo que decían.

—Lamento enormemente lo sucedido, lady Evelyn —dijo entonces el egipcio en un inglés artificialmente perfecto—. Espero que tenga un viaje placentero hasta El Cairo y que volvamos a verla entre nosotros muy pronto.

La joven se limitó a sonreír con gratitud.

Carter miró el reloj. En pocos minutos, Ahmed llegaría al hotel para recogerlos y llevarlos a la estación de tren.

Los ingleses abandonaron el vestuario y se encaminaron de nuevo hacia las zonas nobles del hotel.

—Parecía muy contento —dijo lady Evelyn—. Ni siquiera me ha preguntado por mi padre.

—Lógico —contestó el arqueólogo—. Sabe que si un hecho de esa gravedad hubiera trascendido, su cabeza habría rodado.

Cuando llegaron a la recepción, a Ahmed le sorprendió verlos entrar por aquel pasillo.

—Buenos días, Ahmed —dijo Carter—. Danos unos minutos. Manda un par de mozos a la habitación 115 para recoger el equipaje de lady Evelyn. No tardaremos nada en bajar. —Luego se volvió hacia la muchacha y añadió—: Vamos. Cuanto antes salgamos de aquí, antes olvidaremos lo ocurrido.

—Marcelle ya debe de estar preparada. Cierro las maletas y salimos para la estación, no te preocupes.

Cinco minutos después, Marcelle, lady Evelyn y otra joven del servicio de los Carnarvon atravesaban el vestíbulo en dirección a la salida. El mozo de la puerta giratoria se despidió de los huéspedes con gran pompa y expresó su deseo de verlos muy pronto de nuevo en Luxor.

En la Corniche, frente al edificio, aguardaban los dos coches que Ahmed había dispuesto para llevarlos a la estación de ferrocarril; se encontraba a pocas calles, al final de la avenida que nacía detrás del templo.

Marcelle y la otra joven subieron al segundo coche. Carter y Evelyn, en el primero, hicieron el trayecto en silencio; ni siquiera cruzaron una mirada. Ambos pensaban en lo que había sucedido y, sobre todo, en lo que habría pasado si no hubieran tenido la fortuna de que aquel pobre gorrión se viera tentado a beber las gotas de limonada que habían caído en el plato.

El arqueólogo fue más allá en su reflexión. No tenía duda de quién se hallaba detrás de todo aquello. El problema era saber si la mano asesina seguiría intentando acometer su macabro proyecto o si después de aquel susto se decidiría a parar. Todo estaba en el aire y a Carter le inquietaba no tener el dominio de la situación.

El acomodo en el tren fue rápido. En un par de minutos los mozos enviados por Ahmed subieron el equipaje.

—Cuídate y cuida de papá —dijo lady Evelyn abrazando al arqueólogo ante la puerta del vagón.

—Sabe cuidarse solo, descuida —contestó el inglés esbozando una mínima sonrisa.

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Para cualquier cosa, estaré en el Continental Savoy.

—Tú sí que debes tener cuidado. Desconfía de absolutamente todo el mundo. Te podría mandar a Ahmed para…

—Ni pensarlo —le cortó la joven—. Daríamos pistas a esos vulgares ladrones y creerían que les tenemos miedo.

—¿Y no es así?

—Lady Evelyn, debería subir; el tren está a punto de salir —advirtió Marcelle, interrumpiendo la conversación.

La hija de lord Carnarvon subió al vagón. Al poco, un pitido estruendoso llenó la estación y la máquina comenzó a echar humo al tiempo que el quejido de los hierros comenzaba a chirriar de forma estridente.

Lady Evelyn asomó la cabeza por la ventana de su cabina.

—Intenta dar con ella! —gritó—. ¡No te desanimes, puedes hacerlo!

El humo se expandió por la estación. Carter apenas distinguía ya la mano de la muchacha que le decía adiós desde la ventana. Sacó un cigarrillo de su pitillera, lo encendió y salió de la estación seguido de su fiel Ahmed. El mismo coche que los había llevado los estaba esperando en la puerta.

Tomaron la avenida principal en dirección a los embarcaderos. Un transbordador los llevaría de regreso a casa. No le quedaba nada que hacer en la orilla oriental de Luxor.

En la cabeza de Carter aún resonaban las últimas palabras de Evelyn: «¡Intenta dar con ella! ¡No te desanimes, puedes hacerlo!».

Levantó la mirada, observó a Ahmed unos segundos y ambos se sonrieron. Después intentó olvidarse de todo contemplando los puestos callejeros que desfilaban a ambos lados de la avenida.

Capítulo 11

El calor aumentaba a medida que los días de la estación de
Ajet
iban pasando
[17]
. La inundación estaba bien avanzada y la humedad en el ambiente intensificaba la sensación de bochorno. Los canales de riego, repletos de agua, creaban en el paisaje una peculiar cuadrícula que delimitaba los campos de cultivo: todo estaba ideado para aprovechar al máximo el agua del río —dador de vida— y, sobre todo, el rico limo negro que quedaba en las tierras después de que las aguas se hubieran retirado al final de la estación.

Esa mañana, Amenhotep y el gran sacerdote de Amón, Ramose, tenían una reunión especial en el templo de Ipet-isut. El templo del todopoderoso dios de Uaset era una ciudad dentro de la ciudad. Un muro de cinco hombres de altura, levantado con ladrillos de adobe, delimitaba su perímetro sagrado. Frente a sus portalones de entrada, siempre vigilados, se extendía una calzada flanqueada por esfinges que protegían el recinto sagrado.

El encuentro entre Amenhotep y Ramose debía ser discreto cuando no secreto. Para ello habían elegido uno de los lugares menos transitados del recinto, junto a las viviendas de sacerdotes que había frente al lago sagrado de la diosa Mut. Al lado del templo de la esposa de Amón, ligado al complejo de Ipet-isut, había una hilera de estatuas sedentes de Sekhmet, la diosa leona. Las esculturas de granito negro formaban una avenida majestuosa; sus rasgos, grabados con esmero sobre la dura piedra del desierto, estaban resaltados por pequeñas líneas de policromía que hacían más real el retrato de la diosa.

Amenhotep esperaba al comienzo de la avenida en su atuendo habitual: un faldellín de lino plisado que pendía de uno de sus hombros. Cuando la silla de Ramose llegó a la entrada del recinto, los porteadores bajaron las andas del gran sacerdote de Amón para que continuara a pie. A su espalda, los dos funcionarios del templo que le acompañaban en todo momento.

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