La tumba perdida (16 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

En la zona más interna de la Morada de Millones de Años el espectáculo era aún más desolador. Absolutamente todo estaba revuelto; los muebles, tirados por el suelo y con la tapa abierta dejando ver su interior, estaban vacíos.

No era el saqueo de las riquezas de la tumba lo que turbaba a Tutankhamón. En su familia había oído contar historias sobre eso y sobre cómo algunos saqueadores habían sido atrapados por la justicia y sentenciados a muerte inmediatamente. Pero aquello no era un robo sin más. Lo que inquietaba realmente al joven faraón era que la persecución de su padre parecía no tener fin.

En la habitación se elevaban cuatro pilares de piedra labrados en la propia roca de la montaña. En el centro, el suelo se había rebajado para dar cabida a un sarcófago de granito rosa, el cual yacía roto en decenas de pedazos. Dentro se hallaban los restos del ataúd de madera dorada que cubría el cuerpo del padre del rey.

—Nuestros hombres llegaron a tiempo de que no tocaran el cuerpo sagrado del dios —señaló Maya leyendo el pensamiento del joven Tutankhamón—. Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad, está intacto.

El rey desvió la mirada como si no quisiera ser testigo de algo que era completamente evidente, y respiró hondo para intentar calmar la ira y la tristeza que se habían apoderado de su corazón.

—Es necesario sacar todo esto de aquí lo antes posible para evitar nuevos saqueos —dijo el monarca de las Dos Tierras, y añadió—: Nada es seguro ya.

—Hemos redoblado la vigilancia en la ciudad —explicó el tesorero en un intento por tranquilizar al rey.

—Pero eso sirve de poco. No tiene sentido vigilar una ciudad fantasma. Los espíritus se colarán por cualquier rendija, incluso la más pequeña. Los vigilantes, como sucede siempre, se doblegarán a los sobornos del clero de Amón.

—La guardia se cambió al completo hace pocas jornadas —añadió Maya—. Siguiendo las órdenes del faraón, Vida, Salud y Prosperidad, todos los miembros de la vigilancia anterior serán ejecutados.

—Pero los sacerdotes de Amón no cejarán en su empeño por acabar con su recuerdo —dijo el joven rey con rabia—; son verdaderos animales de presa, hienas del desierto capaces de devorar cualquier despojo para salir airosos de sus miedos.

—De todas formas, mi señor, trasladar el enterramiento a la Necrópolis de Millones de Años de los Faraones en Uaset no garantiza su seguridad —se atrevió a decir el tesorero—. Creará malestar en el clero y perseguirán con más ahínco la destrucción absoluta de la memoria del rey Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad.

Tutankhamón caminó como pudo por la cámara funeraria, esquivando aquí y allá restos de muebles, objetos empleados en el ritual del funeral y algunas capillas doradas, muchas de ellas en muy mal estado.

—Akhetatón es ahora una ciudad sin vida. Abandonar aquí a mi padre sería firmar su aniquilación perpetua. Hemos de garantizar su salida.

—Si ése es su deseo, deberíamos limitarnos a trasladar únicamente lo imprescindible —señaló Maya—. No podemos sacar todos los objetos; algunos están destrozados, no tendría sentido llevarlos, pero podrían elaborarse de nuevo. Lo único irreemplazable es el cuerpo del rey y el ataúd.

El joven rey observó el estado del sarcófago que descansaba sobre el suelo de la cámara. En las esquinas del granito rosa quedaban restos de pintura en los que se veía a la reina Nefertiti abrazando el perímetro de la caja. Dentro, entre los escombros, estaba el ataúd de madera. A pesar de que los guardas del rey habían entrado en la tumba justo antes de que los ladrones acabaran de perpetrar el sacrilegio, les había dado tiempo de arrancar algunas partes del ataúd. El nombre del rey había desaparecido de las láminas de oro y piedras de colores que cubrían la superficie de madera.

Tutankhamón no perdió en ningún momento la compostura. Sin embargo, a pesar de la aparente frialdad con la que hacía frente a una visión tan estremecedora, el tesorero percibió una lágrima que se deslizaba por una de sus mejillas. Maya recordó entonces las palabras de Akhenatón cuando el final de su reinado era evidente: «Cuida de mi hijo como has hecho conmigo. Sírvele como me has servido y no te separes nunca de él. Conviértete en su bastón de apoyo». El llamado Faraón Hereje tenía una visión preclara del futuro: Semenkhare le sucedería en el trono, pero los poderosos sacerdotes de Uaset no tardarían en colocar en el gobierno a Tutankhamón, más joven y dúctil que su hermano mayor. El eco de las palabras de Akhenatón, pronunciadas en una de las salas del palacio de la ciudad que había sido la capital del dios Atón, a poca distancia de donde se hallaban en ese momento, resonó en la cabeza del tesorero.

—Creo que deberíamos regresar, mi señor.

Tutankhamón no se opuso; sabía que Maya tenía razón.

En su camino hacia el pasillo que ascendía de forma empinada hasta la entrada, se fijó en una capilla en la que se reflejaban los rayos del sol. Al parecer, los ladrones la habían pasado por alto o simplemente no les había dado tiempo de hacerse con el oro que cubría los paneles de madera que formaban sus paredes y puertas. Tutankhamón la observó con deleite. Al tesorero le sorprendió la fuerza de aquel joven rey, capaz de controlar las emociones hasta extremos insospechados. No lejos de ahí había varios vasos de visceras. Aquel lugar parecía un escenario teatral en el que se hallaban los personajes más importantes de su corta vida, todos ellos ya desaparecidos. Una nueva lágrima corrió por la mejilla del faraón y cayó sobre el polvoriento suelo de la tumba.

—Quizá estos objetos también sean merecedores de ser incluidos en el traslado a Uaset —apuntó el tesorero con delicadeza.

—Te lo agradezco, Maya —dijo el rey—. No es mucho lo que hay que llevar. El traslado debería hacerse esta noche o mañana a más tardar. Pronto. Aquí corren peligro.

Cuando alcanzaron la salida, la comitiva seguía donde la habían dejado. A una señal de Maya, los porteadores se acercaron con la silla. El tesorero real permaneció atrás con uno de los altos funcionarios de la ciudad, a quien transmitió las órdenes del rey, las cuales debían ejecutarse lo antes posible y con la mayor discreción.

Cuando, de regreso hacia el embarcadero, Tutankhamón pasó junto a Amenhotep, el sacerdote, como el resto de los funcionarios que formaban el séquito, bajó la cabeza en señal de sumisión. El rey sabía que no era más que un gesto protocolario; conocía la animadversión hacia su familia. El odio del clero a su estirpe había quedado patente. Por un momento, el faraón se imaginó al propio Amenhotep en el papel del oscuro y misterioso hombre que había ordenado la destrucción y el saqueo de la tumba de su padre.

El séquito caminaba en silencio por el pedregoso sendero que llevaba al embarcadero de Akhetatón. Las pocas casas y puestos que había a ambos lados del camino estaban abandonados. El rey pensaba en lo que acababa de ver en el fondo de la galería de la tumba de su padre. Todos aquellos destrozos en los relieves, las pinturas, los muebles… no podían permanecer como el recuerdo de una etapa pasada sólo porque el clero de Amón así lo había decidido. Unos pasos por detrás, Amenhotep, sentado en su silla y acompañado por un nutrido grupo de porteadores, observaba al joven rey. Maya iba en otra silla, no lejos del soberano, completando así el núcleo principal del séquito. La cólera del faraón, a medida que reflexionaba sobre lo que había visto en la tumba real, fue en aumento. De repente, volvió la cabeza y clavó su mirada en el sacerdote de Amón. Amenhotep se estremeció en su asiento. El rítmico crujir de las piedras bajo las sandalias de papiro de los porteadores ahogaba cualquier otro sonido, pero el sacerdote había leído los labios del rey. Era un desafío; una amenaza en venganza por lo que acababa de ver. Y Amenhotep supo al instante que él se hallaba en el centro de esa advertencia.

El sacerdote rehuyó la mirada del faraón, como si nada hubiera sucedido, y fijó la vista al frente. El poder de Amón lo protegía.

Capítulo 9

La noticia de la muerte del Pájaro de Oro corrió como la pólvora. A las pocas horas, en todas las casas de la cercana aldea de Gurna, en la orilla oeste de Luxor, el único tema de conversación era la muerte del canario. En comparación, el percance vivido por Ahmed y el resto de los hombres del servicio revestía mucho menos interés.
«Mafeesh moskhila, Alhamdu li Alá»
, («no ha pasado nada, gracias a Dios»), decía el bueno de Ahmed. Pero lo del pájaro era distinto. Para los egipcios aquel hecho era un aviso certero de que los europeos habían destapado una caja cuyas consecuencias serían feroces. Nadie podía controlar las fuerzas del Más Allá. Y con la apertura de la tumba de Tutankhamón, la maldición del Faraón Niño ya no era un temor sino un hecho. Se había cobrado su primera víctima, y en breve cualquiera de los que trabajaban en la excavación seguiría el sino del pobre canario. Los obreros no querían ni pensar quién sería el siguiente en caer. El elegido tanto podía ser un arqueólogo europeo como uno de ellos.

Carter, como es lógico, no pensaba así. Alguien había dejado allí el reptil de forma deliberada y éste había actuado en consecuencia. El hambre no conoce fronteras y nada tiene que ver con peligrosas energías del Más Allá ni con fuerzas esotéricas de otro tipo. No era la primera vez que, en sus años en Egipto, encontraba un pájaro o un gato doméstico muerto por una serpiente, un escorpión o cualquier otro animal del desierto. Era algo natural.

Sin embargo, Carter intuía que la muerte del pájaro no se había debido a la casualidad. Sin lugar a dudas, quien hubiera dejado allí la serpiente tenía un objetivo muy claro: darle un aviso.

Y al parecer lo había conseguido. Aunque a Carter no le inquietaban la magia ni las leyendas y fantasías que derivaban de ella, le preocupaban los egipcios que trabajaban para él y que, en definitiva, eran parte de la casa y de su vida. Para sus hombres, el escenario en el que se había producido aquella muerte suponía un peligro inescrutable. El Pájaro de Oro encarnaba la tumba y sus tesoros. Cuando apareció, supuso un augurio de prosperidad y éxito en la excavación. «Anuncia grandes objetos de oro», señalaban los más cercanos al inglés en su servicio. Y ahora pensaban todo lo contrario. El hecho de que una serpiente, símbolo real por antonomasia de los antiguos faraones, hubiera devorado al pajarillo significaba que a partir de entonces las cosas no iban a ir bien en los trabajos de la tumba. Y en cierto modo, si Carter no lo evitaba, así podía ser.

El arqueólogo abandonó su casa cuando el sol ya llevaba casi una hora de ascensión en el cielo. El día anterior había avisado a sus colegas Mace y Callender de que no llegaría a la excavación hasta la hora del almuerzo. Era la única manera de resolver en la administración los problemas que se le presentaban, y en esa ocasión el problema era harto importante. Encontrar a Ahmed inconsciente y a dos miembros de su servicio maniatados en su casa no era una cuestión menor. No quería acudir a la policía porque eso sería dar más eco a un problema que seguramente podría resolverse por medio de la diplomacia. Carter sabía que era el menos idóneo para esa iniciativa, pero no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y enfrentarse a los hechos: alguien había entrado en su casa, había actuado con violencia sobre sus hombres, había robado el ostracon y había dejado una serpiente con el claro objetivo de acabar con el Pájaro de Oro. Y él sabía perfectamente quién se hallaba detrás de todo eso. Decidió que iría al embarcadero a pie; sería un paseo de casi media hora. Mientras caminaba por la carretera, junto al templo de Seti I, reflexionó sobre los puntos en los que debería hacer especial hincapié. Dejarse llevar por su enfado no arreglaría el problema sino que lo empeoraría. Debía ser ecuánime y sosegado en sus planteamientos, justo en sus peticiones y no dejarse arrastrar por el discurso de su contrario hasta verse atrapado en un redil sin escapatoria. Sin apenas darse cuenta, alcanzó el amarradero que había junto al templo de Luxor, ya en la otra orilla. Enfrascado en sus pensamientos, no oyó las voces de los caleseros que le ofrecían gangas por llevarlo a donde quisiera. Sus preocupaciones eran mayores y más absorbentes.

Así llegó a la puerta del palacio de la Corniche que hacía las veces de sede del gobierno de Luxor. En su primera planta se hallaba el despacho de Jehir Bey. Carter subió la escalera hasta la entrada principal. El interior estaba lujosamente decorado con muebles de madera y enormes lámparas que pendían del techo. Al verlo entrar, los funcionarios, que lo conocían, se levantaron de sus mesas y le dieron la bienvenida. El arqueólogo devolvió el saludo y, sombrero en mano, continuó el ascenso, por una escalera enmoquetada de color burdeos, hasta la primera planta.

Entró con toda la decisión de que fue capaz. Nadie se interpuso en su camino hasta que prácticamente estuvo frente a la mesa del político.

—Señor Carter…, ¿qué le trae por aquí? —preguntó el egipcio con tono cínico.

—Excelencia, creo que sobran los comentarios. Conoce perfectamente cuál es la razón de mi visita —respondió el egiptólogo con frialdad apoyando las dos manos en la mesa de Jehir Bey.

—Tome asiento, se lo ruego. ¿Le apetece una taza de…?

—No me apetece nada que venga de usted —dijo Carter levantando ligeramente la voz.

—No le conviene despreciar la hospitalidad egipcia. Después de vivir tantos años entre nosotros, debería conocer esa norma de comportamiento.

—¿Se atreve usted a darme consejos, excelencia? ¿Alguien que no tiene el más mínimo sentido de la ética y la honestidad?

—Señor Carter, no comprendo a qué se debe que se presente en mi despacho con cajas destempladas.

—Ah, ¿no? Pues se lo diré. Ayer tarde alguien entró en mi casa, maniató a los hombres de mi servicio, golpeó a Ahmed hasta dejarlo sin sentido, me robó y, por si todo eso no fuera suficiente, antes de marcharse dejó una serpiente en mi despacho.

—Pero, mi querido amigo, ¿qué le hace pensar que yo tengo algo que ver con lo que parece un burdo robo que ha coincidido con un accidente doméstico? —repuso el egipcio con suma tranquilidad. Luego se levantó y fue hasta la estantería que había junto a un gran ventanal que daba a la Corniche, abrió la tapa de una cajita de cigarros, ofreció uno a su invitado y, ante la impasibilidad de éste, se sirvió—. ¿Me va a contestar, señor Carter? ¿Por qué cree que tengo algo que ver con ese desagradable suceso?

—Por la sencilla razón de que, desde que ocurrió, ningún hombre de su servicio espía mi casa —contestó el egiptólogo, cuya irritación crecía viendo la desfachatez de Jehir Bey.

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