—¿Quién es en realidad este Jehir Buy?
—Jehir Bey —la corrigió Carter con una sonrisa fría—. Su nombre es Jehir, y Bey es el título de gobernador, una herencia más de la invasión otomana. Se trata de un hombre sin escrúpulos, capaz de hacer lo peor contra uno de sus hermanos egipcios si con ello puede obtener un beneficio, por minúsculo que sea.
—Pues habrá que tener cuidado con el señor gobernador.. .
—No te quepa duda. Su excelencia es el encargado de dar salida a todas las piezas robadas en las tumbas de la Montaña Tebana. No tiene ningún interés por la historia o la arqueología. Compra con dinero y miedo a los comisionados de las aduanas y de los controles policiales para que hagan la vista gorda a determinadas horas. El Servicio de Antigüedades no puede hacer nada contra eso.
—Si es como dices, resulta ridículo que manifiesten su indignación porque los extranjeros les «roban» su patrimonio.
—Voilà. Lo has entendido perfectamente, querida. Son ellos mismos los que venden y dan salida a todo. No conozco a ningún extranjero que se dedique en Egipto al expolio de las tumbas.
—¿Crees que podría haber alguna relación con lo que pasó ayer? Eso sería espantoso…
—Es muy posible. En cualquier caso, es algo con lo que contaba. Lo que me sorprende es que haya venido tan pronto a presentarme sus «respetos» —dijo Carter con una sonrisa irónica—. No me huele nada bien.
—El francés parecía conocerte… Ya eres famoso en el mundo entero —dijo Evelyn con entusiasmo.
—Sí, me conocía, y yo a él. Pero he preferido hacerme el olvidadizo.
—¿Y eso? —preguntó la muchacha con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Ese monsieur Lyon es uno de los franceses a los que rompí la nariz en Sakkara hace más de quince años. No había vuelto a verlo, pero una cara como la suya, por mal fisonomista que uno sea, no se olvida fácilmente.
Lady Evelyn se quedó de una pieza, no podía creer lo que su amigo acababa de contarle.
—No te imagino rompiéndole la nariz a nadie…
—Eran otros tiempos y yo era más joven. Maspero me había nombrado jefe de los Monumentos del Bajo Egipto, y como tal vivía en Sakkara. Un día, uno de mis hombres vino a avisarme de que había un grupo de turistas franceses que pretendían entrar en el Serapeum sin pagar el precio de la entrada. Eran personas importantes, gente del cuerpo diplomático que, sin hacer honor a su cargo, se presentaron en el yacimiento totalmente ebrios. Habían comido y bebido copiosamente en una de las terrazas de la meseta, donde ya habían mostrado malos modos.
—¿Hubo una pelea en la terraza?
-No, no fue exactamente así. Lyon es egiptólogo, y a veces trabajaba como guía de grupos de extranjeros; no da para más… Pues bien, resulta que al llegar al Serapeum no todos habían comprado la entrada, y cuando el gaffir
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se la pidió y les explicó que sin ella no podrían acceder al monumento, se negaron a mostrarla.
—Porque no todos la tenían.
—En efecto. Pero el colmo fue cuando el gaffir, para evitar problemas y para que se fueran cuanto antes, hizo la vista gorda y los dejó entrar. Como no llevaban lámparas y entonces en las galerías de los toros no había luz eléctrica, salieron malhumorados, protestando y reclamando de malas maneras que se les devolviera el dinero. Y ahí comenzó la pelea con mis hombres.
—¿Y cómo te viste involucrado? ¿Alguien te llamó?
—Sí. Uno de mis subordinados vino corriendo a la Rest House que tenía en la zona norte de la Pirámide Escalonada. Monté mi caballo y fui al galope al Serapeum. Al llegar, vi que eran los mismos hombres que habían creado el altercado en la terraza poco antes. Trataban a los egipcios como si fueran sus criados. Les exigí que abandonaran de inmediato el lugar. Uno de ellos se hizo el gallito y me mostró sus credenciales de la embajada francesa. Yo le dije que en Sakkara eso no tenía ningún valor y que ya estaba tardando en largarse.
—No te imagino liándote a golpes con esos estirados franceses… —bromeó lady Evelyn.
—En realidad no lo hice. El que le rompió la nariz no fui yo sino Ali, uno de los gaffires, pero dije que fui yo para que él no se metiera en problemas.
—¿Y cómo acabó todo?
Carter miró por la ventana y torció el gesto.
—No demasiado bien. Maspero me llamó para preguntarme qué había pasado. Aquellos hombres se habían quejado en la embajada francesa y habían contado una versión totalmente falsa de lo que había sucedido. Me pidió que escribiera una carta disculpándome…
—¿Cómo? —La voz de la joven resonó llena de indignación en el salón del Winter Palace—. Supongo que no lo hiciste…
—No, claro que no. Me negué en redondo. Arthur Weigall estaba también conmigo en la oficina.
—¿Weigall? ¿El reportero del Daily Mail?
—El mismo. Alguien de la misma calaña que Lyon; seguro que serían buenos amigos… Un hombre sin escrúpulos, capaz de vender su alma por un puesto en el Servicio de Antigüedades. Trabajaba como egiptólogo en mi oficina de Sakkara. Su actitud en aquel suceso fue deshonrosa. Cuando vio el peligro de lo que podría pasar, puso pies en polvorosa y desapareció de la escena. El muy cínico dijo que no se había percatado de nada. Todavía recuerdo su cara de palo intentando salvar los pantalones. Maspero me dijo que, si no me disculpaba, se vería obligado a destituirme para no generar más conflictos con la embajada francesa.
—¿Por eso te fuiste de Sakkara?
Carter asintió con la cabeza.
—Pero no les di la opción de que me destituyeran —añadió con orgullo—. Preferí dimitir y volver a Luxor. —Carter hizo una pausa y se sumió en un recuerdo triste y nostálgico—. Durante varios años me gané la vida aquí como guía improvisado o vendiendo acuarelas a los turistas —continuó con voz queda—, hasta que el propio Maspero me presentó a tu padre para darme una nueva oportunidad.
Lady Evelyn no sabía cómo reaccionar, observó que su amigo, sumido en amargos recuerdos, tenía la mirada perdida entre las embarcaciones que poblaban el Nilo.
—Espero que monsieur Lyon no te relacione con aquel incidente —dijo ella por fin
—Así lo deseo. Deberíamos irnos; tengo que volver a casa —añadió Carter cambiando de tema y recuperando la sonrisa—, he de preparar algunas cosas antes de salir hacia El Cairo en el tren de la noche.
Ayudó a la joven a levantarse y depositó unas piastras en un plato de porcelana que había junto a los restos del desayuno.
Un egipcio con traje de gala les abrió la puerta del salón que daba al ancho pasillo. Caminaron en silencio hasta la recepción del Winter Palace y, una vez allí, se despidieron.
—Te veré más tarde —dijo Evelyn con una amplia sonrisa.
—Espero que así sea. Que tengas un día agradable.
Lady Evelyn subió la escalera hacia su habitación, en el primer piso. Carter la observó hasta que la perdió de vista en la vuelta de la escalera. Uno de los mozos lo acompañó hasta la puerta giratoria, donde otro muchacho lo esperaba con su sombrero en la mano.
El sol estaba en lo más alto e iluminaba con toda su fuerza la Montaña Tebana. El paisaje frente al hotel, en la otra orilla del Nilo, era increíblemente hermoso. La niebla se había disipado y el perfil rocoso de la montaña se recortaba contra el cielo. Los tonos malva se habían transformado en grises y dorados intensos. El arqueólogo se detuvo para contemplar aquella explosión de luz y color en todo su esplendor mientras se cubría el rostro con el sombrero. Aunque había disfrutado de esa visión casi mágica cientos de veces, siempre sentía algo diferente. Viendo la Montaña Tebana con aquella luz, recortada sobre un cielo de un intenso azul, sentía como nunca que ese lugar era su casa.
Bajó la escalera y, sumido en sus pensamientos, se dirigió hacia el embarcadero. Ignoraba que a pocos metros de la entrada del hotel, Jehir Bey y sus hombres lo observaban en silencio desde el interior de un coche de caballos. A un gesto del gobernador, uno de ellos, el más alto, vestido con un traje de lino de color blanco roto, bajó de la calesa y comenzó a seguirlo. El inglés se mezcló entre la gente que había en el embarcadero cercano al templo de Luxor. Tras pagar las monedas por el pasaje a la orilla de los muertos, se sentó en una de las bancadas del ferry y esperó a que la nave se llenara y comenzara el corto viaje. Su perseguidor entró en la embarcación confundido con otros compatriotas vestidos a la moda occidental o con galabiya. No tuvo que pagar por el pasaje: el barquero lo reconoció al instante y, como no quería problemas, esbozó una sonrisa forzada, que el matón ignoró con desdén, y lo dejó pasar. Al poco, soltaron el cabo que amarraba la barcaza al muelle y la nave comenzó a avanzar lentamente hacia la otra orilla. Carter seguía ensimismado en sus pensamientos, por lo que el trayecto se le hizo muy corto. Una vez en la otra orilla, fue de los primeros en bajar.
Como era costumbre, Omar, el hermano pequeño de Ahmed Gerigar y descubridor del misterioso ostracon, estaba esperándole. Omar era un muchacho despierto y simpático al que no le costaba ganarse la confianza de cuantos trataban con él. Era una de las personas más queridas de El-Kift, el pueblo cercano a Luxor de donde procedía su familia. Todos ellos se caracterizaban por una amplia sonrisa, sempiterna en el caso de Omar. Carter lo apreciaba especialmente no sólo porque era hermano de su fiel Ahmed, sino porque tenía una serie de virtudes que difícilmente hallaba en otras personas. Era atento, servicial y educado, cualidades de las que no hacía gala por dinero, como muchos de sus compatriotas, sino porque era así por naturaleza. Junto a Omar se encontraba el coche con el conductor. El arqueólogo subió al automóvil y éste se puso en marcha. El trayecto entre el embarcadero y Castle Carter era corto.
Una vez en casa, el inglés se quitó el sombrero y la chaqueta. En la orilla oeste no se estilaban las etiquetas; aquél era un lugar de trabajo, y cuanto más cómodo se sintiera, más eficiente sería en sus tareas. Al cruzar el vestíbulo se detuvo un instante frente al caldero que hacía de lámpara. Lo movió para ver si los papeles que había dejado el día anterior se habían consumido y si el servicio lo había limpiado. Dentro del cuenco no quedaba nada, ni siquiera se manchó los dedos con hollín. Carter sonrió agradecido por la eficiencia de sus hombres.
Como de costumbre, Ahmed lo aguardaba, bajo la cúpula del vestíbulo central, con una bandeja en la que había un vaso de limonada. Ahmed Gerigar lucía la galabiya con una elegancia sin parangón. Su bigote de bordes engominados, moda que había copiado de algunos europeos que visitaban los cementerios de la Montaña Tebana, y sus ojos negros, profundos, que hacían las delicias de las mujeres, daban a su rostro un aire señorial. Al contrario que su hermano Omar, siempre se cubría la cabeza con un pañuelo blanco, perfectamente enrollado, y otro que caía sobre su hombro derecho. No dejaba al azar ningún detalle de su presencia. Aunque no lo necesitaba para caminar, solía llevar su bastón, imprescindible para ejercer las funciones de reis o jefe de obras, el responsable del cumplimiento de las órdenes del arqueólogo jefe.
—Buenos días, Ahmed —dijo Carter mientras le entregaba la chaqueta y el sombrero.
—Buenos días, mudir
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-¿Cómo ha ido la mañana? —preguntó el egiptólogo de forma rutinaria—. ¿Hay algo nuevo en el correo?
—Sólo dos cartas; las he dejado sobre su escritorio, mudir.
El arqueólogo entró en su despacho y tomó las cartas que Ahmed había recogido en la cercana oficina de correos.
—Habéis limpiado las lámparas que se utilizaron ayer en la fiesta, ¿no es así? —dijo mientras leía los remitentes de las misivas.
—¿Cómo dice, mudir?
—Los calderos que usamos como lámparas en la entrada de la casa —explicó Carter levantando la vista de los papeles—. Los habéis limpiado, ¿verdad?
—No… Le he dicho a Omar que se encargara de ello, es su trabajo, pero ha tenido que ir al embarcadero a buscarle.
Carter dejó las cartas a un lado y se miró las yemas de los dedos. No, no había hollín en ellos, y acababa de ver que el cuenco estaba limpio.
—¿Sucede algo, mudir?
—No, Ahmed, kullu tamam —respondió Carter con una sonrisa tranquilizadora—. Todo está bien.
Sin necesidad de más explicaciones, Ahmed salió del despacho. A su señor no le gustaban los protocolos en las entradas y salidas. Si lo necesitaba para algo, sabía dónde encontrarlo.
Una vez solo, Carter reflexionó sobre lo que podía haber ocurrido. Los egipcios que se hallaban a su servicio eran lo suficientemente celosos de sus tareas como para no hacer nada que fuera tarea de un compañero. Si Omar era el encargado de limpiar las lámparas, era el más joven y por lo tanto el que debía desempeñar las faenas menos agradecidas, nadie habría hecho el trabajo por él. ¿Quién podría estar interesado en recoger una pila de papeles calcinados?
La mirada del arqueólogo se perdió entre los rayos de sol que atravesaban la persiana de la ventana de su despacho. Ni el gorjeo del canario que saludaba su llegada consiguió devolverlo a la realidad. Dentro de la jaula de mimbre, el pajarillo movía la cabeza a ambos lados observándole con curiosidad.
Mientras, a pocos metros de la casa de Elwat el-Diban, el hombre de Jehir Bey se había quitado la chaqueta. Estaba sentado sobre uno de los bloques de piedra del cercano templo funerario de Seti I que el paso del tiempo había arrastrado hasta allí. Para pasar el rato se limpió el barro de los zapatos en uno de los jeroglíficos grabados en la piedra. Sin apartar la mirada de Castle Carter, esperó con la misma paciencia con la que un ave rapaz aguarda ante la madriguera de su presa.
Uaset
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. 1326 antes de nuestra era
A primera hora del día, cuando los rayos del sol asomaban apenas por la cima de los riscos del valle bañando la montaña con tonos violáceos, se oía ya el golpear atronador de los mazos sobre los cinceles de cobre que, encajados en la piedra caliza, se abrían paso en las entrañas de aquel lugar sagrado.
Siguiendo una tradición cuyo origen se remontaba al comienzo de la propia historia de Kemet
[4]
, la construcción de la morada eterna del rey comenzaba en el preciso instante en que éste subía al trono, aun si el nuevo faraón era apenas un adolescente. La construcción de su casa para la eternidad debía realizarse con esmero y precisión, y para ello era indispensable acometer los trabajos con el tiempo suficiente. A partir de un escrupuloso plano, una cuadrilla de obreros trabajaba en el centro de la necrópolis siguiendo las instrucciones del capataz. Amenemhat —«Amón es el primero», tal era su nombre— controlaba que todo avanzara según lo previsto. Él sabía que en la construcción de una tumba real no había fechas: en cualquier momento el Señor de las Dos Tierras
[5]
, Vida, Salud y Prosperidad
[6]
, podía comenzar su viaje hacia el Amenti, el Más Allá. Y para entonces todo tenía que estar perfectamente acabado.