Carter estaba entre la espada y la pared. En cualquier otra circunstancia no habría dudado en dimitir y marcharse del despacho sin guardar las formas, pero la excavación para la que trabajaba no era suya, sino de lord Carnarvon, y él debía velar por sus intereses. La firma del contrato con The Times les obligaba a ofrecer algo, y ese algo no era otra cosa que la tumba de Tutankhamón. Si rechazaba las condiciones del Servicio de Antigüedades, no sólo perderían esa tumba sino el firman para excavar en el Valle de los Reyes. Y eso sería una verdadera catástrofe. Sería el fin de su trabajo en las dos últimas décadas y, lo que más le preocupaba realmente, tendría que decir adiós… a esa otra tumba que entonces despertaba su ambición científica.
—No le estoy pidiendo que entregue a lord Carnarvon una estatua única o un sarcófago de oro… —dijo en el intento de defender los objetivos de su misión, pero enseguida se dio cuenta de que se había metido en un callejón sin salida.
—No me consta que en la tumba haya nada de todo eso… —le cortó el francés—. A no ser que no nos haya dicho todo lo que realmente sabe.
—No sé a qué se refiere, monsieur Lacau… Sólo era un ejemplo tomado al azar.
—Creo que sabe perfectamente a qué me refiero, señor Carter.
—Le ruego que se explique. —El inglés prefirió permanecer a la defensiva y esperar a ver por qué flanco atacaba el director antes de cometer otra equivocación.
—El rumor de que han cruzado la pared que hay en la antecámara —continuó Lacau—, entre las dos estatuas del rey, no na tardado en llegar a El Cairo.
—Desconozco quién ha podido decirle eso, pero desde luego falta a la verdad. —El tono de voz de Carter iba subiendo paulatinamente—. ¡No voy a consentir que un simple rumor ponga en duda la honestidad de lord Carnarvon ni la mía propia!
—Nadie lo está haciendo. Únicamente constato la duda que me surge después de escuchar ciertos comentarios en Luxor. Los mismos que hablan de que está considerando la posibilidad de excavar en algún otro lugar del Valle de los Reyes.
Carter se quedó helado. Quienquiera que hubiera contado todo eso al director del Servicio de Antigüedades no sólo estaba muy bien informado sino que además constituía un claro peligro para los planes concernientes a la nueva tumba. La sombra de Jehir Bey se extendió sobre el despacho.
—¿Qué puede decirme —continuó Lacau— de la existencia de un ostracon con un texto que habla de la localización de varias tumbas en el Valle de los Reyes? Usted lleva más de treinta años excavando en Egipto. Ha trabajado para el Servicio de Antigüedades. ¿Acaso tengo que recordarle ahora que es delito apropiarse de los objetos descubiertos en una excavación auspiciada por el gobierno egipcio? ¿O tal vez no lo ha entregado porque lo ha usado en el descubrimiento de Tutankhamón?
Carter no abrió la boca. Las palabras de Lacau confirmaban sus temores: la noche de la fiesta alguien había espiado la conversación que había mantenido con lady Evelyn sobre el ostracon y muy posiblemente también de esa tumba maldita.
El egiptólogo comprendió que no había marcha atrás ni tenía sentido añadir nada. Replicar las palabras del francés no le iba a beneficiar en absoluto.
Por su parte, monsieur Lacau interpretó aquel silencio como la confirmación de que los rumores que le habían expuesto eran ciertos.
—No se preocupe —dijo el director en tono conciliador—. Buscaremos una fórmula para compensar la generosa aportación de lord Carnarvon al estudio de la tumba. No puedo decirle más.
Carter se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Apretó con fuerza el pomo y después de girarlo tiró con energía hacia sí. Se detuvo, se dio la vuelta y miró fijamente al francés.
—Reconozco que quedarse con objetos procedentes de una excavación es delito. Pero no denunciarlo a las autoridades y querer tomarse la justicia por su mano, no para recuperar una pieza, sino para robarla e intentar sacar beneficio de ella, también lo es. Todos tenemos que andar con cuidado, ¿no lo cree así, monsieur Lacau? Con mucho cuidado…
Dicho esto, salió y cerró la puerta tras de sí.
El día había amanecido espléndido en la orilla de los vivos.
Amenemhat estaba acostumbrado a trabajar duro en la orilla opuesta, donde se ponía el sol y donde comenzaba el viaje eterno: el inexorable sendero del Amenti, repleto de peligros y contratiempos que sólo podían superarse gracias a las palabras mágicas escritas en los textos ancestrales. Amenemhat estaba familiarizado con el lugar, no concebía otro sitio donde vivir con su familia y trabajar, pero le gustaba viajar a Uaset, en el sector oriental del río.
La enorme Uaset, capital del reino durante generaciones, seguía conservando su valor religioso y económico. Muchos de sus templos y dependencias gubernamentales se habían visto deteriorados durante el reinado de Akhenatón, razón por la que los consejeros del rey optaron por trasladar la capital a Men-nefer
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, la antigua ciudad de los Muros Blancos, acostumbrada a la burocracia desde el principio de los tiempos. Poco a poco, a medida que el clero de Amón recuperaba su poder económico y político, la vida iba asentándose de nuevo río arriba, en Uaset, donde el propio faraón pasaba largos períodos durante el año. El bullir de las calles, las plazas y los mercados, la alegría de la gente y la fastuosidad de los monumentos hacían de aquel espacio sagrado un decorado casi idílico.
El palacio real se encontraba cerca del gran complejo templario de Amón, Ipet-isut
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. Después de llegar al embarcadero en su barcaza de papiro, unos porteadores cargaron con la silla de Amenemhat y lo llevaron hacia palacio. En las inmediaciones del palacio real, la gente se apartaba al paso del capataz. Si bien no era uno de los funcionarios más poderosos de Uaset, su trabajo era conocido por todos. Cuando las puertas se cerraron detrás de la comitiva, el ruido de la calle cesó. Entrar en el amplio jardín del recinto palacial era como acceder a otro mundo en el que la quietud y la sofisticación reinaban en cada uno de sus pasillos y patios. Los porteadores posaron la silla en el suelo y el capataz descendió.
—Buenos días, Amenemhat. —La voz de Maya, el jefe del Tesoro, sonó con estruendo en el pórtico columnado que rodeaba el patio del jardín.
—Buenos días, Maya. Confío en no llegar demasiado pronto.
—En absoluto. El faraón nos aguarda.
Los dos hombres atravesaron uno de los soportales y se dirigieron a la puerta que, desde la esquina del patio, daba paso al núcleo del palacio. El sonido de las sandalias de papiro sobre las losas de piedra que cubrían el suelo se fue haciendo más notorio a medida que pasaban de una estancia a otra y el techo aumentaba en altura. No tardaron en llegar al salón principal. Al fondo se elevaba un estrado sobre el que había dos tronos de madera dorada decorados con piedras semipreciosas de vivos colores. En las estancias que había alrededor del salón se abrían celosías que permitían pasar la luz y el aire fresco. El suelo estaba cubierto con losas de piedra blanca que reflejaban la luz de las celosías, lo que hacía innecesario el empleo de teas. Cual un marjal del Nilo, dos hileras de columnas policromadas con vistosos colores y rematadas por capiteles que representaban la planta del papiro soportaban el techo del salón.
Junto a los escalones que llevaban a la plataforma de los tronos, un funcionario —la única presencia en la sala— desapareció por una puerta lateral para avisar al señor de las Dos Tierras de la llegada de sus visitantes. Maya y Amenemhat permanecieron allí en silencio. No tardó en oírse el sonido de un caminar pausado. Tutankhamón se apoyaba en un bastón. Al instante, los dos funcionarios doblaron el espinazo en señal de respeto ante el dios viviente encarnado y así permanecieron hasta que el sonido de los pasos se detuvo frente a ellos.
-Buenos días, Amenemhat. Maya me ha dicho que estás realizando un buen trabajo en la Necrópolis de Millones de Años de los Faraones
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.
—Sigo a los prefectos de Amón-Ra para que los dioses de Kemet, la Tierra Negra, estén satisfechos —contestó el capataz de forma solemne inclinando levemente la cabeza.
—No es necesario que lances esa plática —señaló el muchacho con desaprobación—. Los sacerdotes de Amón ni están en la sala ni nos vigilan. Ahora se encuentran demasiado ocupados en sus quehaceres. Además, creo que sabes perfectamente que ese tipo de arengas no va conmigo.
Tutankhamón dio media vuelta y se dirigió hacia el estrado, donde se hallaba su trono dorado y el de su esposa Ankhesenamón. Ella no acudiría a la reunión; su delicado embarazo la obligaba a permanecer en cama el mayor tiempo posible. No hacía mucho había perdido una niña, y los médicos le habían aconsejado que descansara para evitar un nuevo aborto.
El faraón llevaba la cabeza recién afeitada. De su cuello pendía un grueso pectoral formado por el ensamblado de varias piedras de colores y pasta vitrea. En el centro, un enorme escarabajo de la piedra mágica del desierto brillaba bajo la mirada atenta del ojo de Horus. El cierre del collar estaba decorado con dos tiras de cuero de brillantes colores que colgaban a lo largo de la espalda. Una joya magnífica que tintineaba al ritmo del paso entrecortado del soberano. El vestido era de un lino blanco exquisito procedente de los talleres de Ipet-isut. El plisado del faldellín y de las mangas le daba cierto aire de volatilidad. Por lo demás, no llevaba ningún elemento que lo identificara como el faraón de Egipto, Tutankhamón.
El soberano se tomó su tiempo para alcanzar el sillón real. Viéndolo, Amenemhat se preguntaba, soprendido, cómo un joven tan aparentemente enclenque, que necesitaba un bastón para poder caminar, se atrevía a montar en un carro de guerra y salir de cacería. Pensó que tal vez estaba Maya en lo cierto en cuanto a que el joven rey tenía las cosas muy claras y era valiente en las decisiones que tomaba.
—Acercaos —ordenó el faraón.
Los dos funcionarios avanzaron solícitos, se colocaron frente al estrado, a no más de dos pasos del rey, y aguardaron en silencio a que el soberano de las Dos Tierras hablara.
—Amenemhat —comenzó Tutankhamón—, me consta que Maya te visitó ayer en la Necrópolis de Millones de Años de los Faraones… —El capataz se limitó a asentir con la cabeza—. Y que los trabajos en mi morada de eternidad van a buen ritmo. ¿Es así?
-Así es, mi señor. La escalera está completamente excavada. así como el primer pasillo descendente. Esta semana comenzaremos a excavar la continuación del pasillo, haremos un segundo y después un tercero, donde cavaremos el pozo de las aguas primigenias de la Quinta Hora del Amduat
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, luego…
—Debes parar las obras inmediatamente —afirmó el faraón de forma contundente.
Amenemhat y Maya parecían perplejos.
—No entiendo, mi señor —se atrevió a decir el jefe del Tesoro.
—Es fácil: Amenemhat, debes parar inmediatamente las obras de mi morada de eternidad en la Necrópolis de Millones de Años de los Faraones.
—Así se hará —respondió Maya con voz sumisa.
—Mi deseo es que hagáis una nueva tumba y que esté terminada antes del próximo año.
Maya y Amenemhat cruzaron una mirada de incredulidad.
—Dentro de dos días traeré a palacio el boceto del diseño de una nueva tumba para el faraón, Vida, Salud y Prosperidad —dijo el capataz mostrando una falsa conformidad con el deseo de su señor.
Tutankhamón clavó en él su mirada.
—Amenemhat, en ningún momento he dicho que esa tumba sea para mí. Harás este nuevo encargo y no retomarás los trabajos en mi propia tumba hasta que hayas acabado la nueva tarea, en la que tú, Maya, como corresponde a tu puesto, ayudarás en todo lo necesario.
Tesorero y capataz se miraron aún con mayor sorpresa. Era innecesario preguntar para quién sería la nueva sepultura de la necrópolis.
—Sólo os pido una cosa —añadió el soberano bajando el tono de voz—, algo más importante incluso que la propia tumba. Por eso os he mandado venir a palacio esta mañana. —Tutankhamón hizo una pausa; los dos funcionarios aguardaban sus palabras con gran expectación—. Mi deseo es que la construcción se lleve a cabo en el más absoluto de los secretos. Sed discretos. Podéis decir a los obreros que se trata de una nueva tumba para mí, ya que no estoy satisfecho con los trabajos realizados hasta ahora, o que es una sepultura para un miembro de la familia real. Decid lo que queráis menos la verdad. Ellos ya se encargarán con sus chismorreos de hacer crecer la mentira.
Todo señalaba en una única dirección: el faraón quería construir una tumba para su padre en la necrópolis real.
Maya sabía que aquella decisión generaría problemas y tensiones con el clero de Amón. Trasladar los restos del Faraón Hereje Akhenatón al lugar de descanso de muchas de las glorias de la historia del país no parecía la mejor de las propuestas.
—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad —intervino el tesorero—. Me gustaría dar mi opinión sobre la idoneidad del nuevo proyecto…
—Me conoces bien, Maya —le cortó el soberano—. He crecido contigo y sabes de mis virtudes y mis defectos. A lo largo de estos años he favorecido muchas de las propuestas del clero de Amón, y he aceptado algunas de ellas gracias a los consejos que he recibido de ti, mi fiel tesorero.
La conversación había tomado unos derroteros que dejaban a Amenemhat en segundo plano, pues él sólo podía dar su parecer en cuanto a los aspectos técnicos de la nueva tumba.
—Pero debo prevenirte —insistió el tesorero— de que traer los restos del dios Akhenatón a la ciudad de Uaset puede levantar el resquemor de la clase sacerdotal y reavivar las viejas querellas que, por fortuna, Maat acalló.
—La decisión está tomada, Maya. De vosotros depende que el motivo verdadero de la construcción de una nueva tumba en a necrópolis llegue a oídos de esa caterva de advenedizos de :entre prominente y corazón reseco —dijo Tutankhamón refiriéndose a los sacerdotes de Amón, el clero predominante en Kemet.
—Quizá podríamos encontrar una solución que satisficiera a todas las partes…
—Proponme una que sea de mi agrado —dijo Tutankhamón con un tono de suficiencia.
—En la orilla de los muertos existen otros espacios donde podríamos reubicar los restos del rey.
—¿Estás diciéndome que entierre a mi padre, el todopoderoso Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad, en el mismo lugar donde está enterrada la chusma de oficiales y funcionarios entrometidos de mi corte?