—Lo hemos intentado, pero ha sido complicado, ¿verdad, George?
La esposa de lord Carnarvon era una mujer delgada y elegante a la que Carter admiraba. Guardaba las formas y mostraba una actitud sencilla y accesible. Solía llamar a su esposo «Porchy», diminutivo de lord Porchester, otro de los títulos del conde, pero nunca cuando había alguien delante. Lady Almina conocía perfectamente su papel: sabía permanecer en un segundo plano al tiempo que apoyaba en todo momento el trabajo de su marido. Era una mujer amable, capaz de atender a cualquier persona más allá de su condición social. Durante la Gran Guerra había demostrado su dedicación a los demás al convertir el castillo familiar de Highclere en un improvisado hospital para soldados heridos. Este tipo de detalles no pasaban desapercibidos a Carter, cuya inclinación por los más débiles era evidente y reconocida. Por otra parte, no podría decirse que fuera una mujer hermosa. Además de su aspecto avejentado, tenía una nariz respingona que hacía inevitable que todo el mundo acabara fijando la mirada en ella. Por fortuna para Evelyn, única hija del matrimonio, no había heredado de su madre ninguno de esos rasgos.
—¿Ha desayunado ya, Howard?
La invitación solapada del mecenas agradó al egiptólogo.
—Sólo he tomado un té antes de salir de casa.
—Acompáñenos entonces —añadió la condesa—. Estábamos esperándole para compartir mesa.
El rostro de lord Carnarvon mostraba orgullo hacia su esposa. Los tres, encabezados por la mujer, entraron en el hotel por la puerta giratoria, manejada con agilidad por un sirviente egipcio.
Carter entregó su sombrero a uno de los mozos de la recepción. La luz exterior inundaba el vestíbulo gracias a los ventanales que se abrían sobre la hermosa escalera que ascendía a la primera planta. A pesar de la temprana hora, estaba repleto de extranjeros, en su mayoría turistas. Algunos observaron con curiosidad a los recién llegados. La noticia del descubrimiento de una tumba intacta en el cercano Valle de los Reyes había corrido como la pólvora. Lord Carnarvon, lady Almina y Carter decidieron instalarse en el salón de paredes púrpura situado en el pasillo del entresuelo, donde podrían desayunar y charlar tranquilamente, lejos de miradas indiscretas.
El salón estaba prácticamente vacío. Un camarero les abrió la puerta y los acompañó hasta la mesa, junto a las ventanas, que los Carnarvon solían usar todos los días a última hora de la tarde, cuando los rayos del sol vertían las últimas luces antes del anochecer.
—Aquí estaremos más cómodos —afirmó lord Carnarvon mientras observaba distraído el ir y venir de los coches de caballos frente al templo de Luxor.
La bruma de la mañana diluía la silueta de la Montaña Tebana. Los riscos se alzaban claramente sobre la otra orilla del río, pero la calima impedía ver los detalles. El paisaje parecía un inmenso cuadro puntillista de colores violáceos y anaranjados; los tonos de la necrópolis en las primeras horas del día.
Los tres observaron aquel magnífico panorama hasta que la llegada del jefe del salón, acompañado por varios camareros que les llevaban el desayuno en bandejas de plata, los devolvió a la realidad.
Mientras daban cuenta del pan recién hecho, los huevos, el beicon y el café, los dos hombres charlaron sobre los preparativos que requerirían los trabajos en la antecámara de la tumba. Al igual que otras veces, lady Almina permaneció al margen de la conversación, limitándose a asentir con esforzado interés.
—Como ya le dije ayer —señaló el aristócrata mientras se colocaba la servilleta—, la propuesta que piensa realizar al Metropolitan para que nos cedan algunos de sus colaboradores me parece una idea magnífica.
—Desde luego. En los próximos días mandaré desde El Cairo un telegrama al director del museo, el señor Lythgoe, para exponerle nuestras necesidades. Cuentan con el mejor equipo humano. Aquí disponemos de expertos de no menor talla, pero el núcleo principal quiero que esté formado por la gente del Metropolitan, con Arthur Mace a la cabeza.
—Recálquele que nosotros correremos con los gastos y los honorarios del personal. ¿Estará también el señor Burton? —preguntó Carnarvon dejando a un lado la taza de café.
—Por supuesto. Además de un magnífico arqueólogo, es el mejor fotógrafo que conozco.
—Excelente, Howard. Ya sabe que a mí me apasiona la fotografía, pero comparado con la profesionalidad de Burton soy un simple aficionado. He oído que Alfred Lucas podrá venir desde El Cairo para ocuparse de la conservación de los objetos.
—Así es, señor. El Instituto Forense no le ha puesto ningún impedimento. Sin duda, es un conservador extraordinario y nuestra mejor baza para no perder ninguno de los objetos de la antecámara y la cámara… —Carter se detuvo en seco.
Carnarvon y él cruzaron una mirada cargada de complicidad. El día 26 de noviembre entraron en la antecámara y descubrieron un lugar repleto de tesoros de una belleza indescriptible. Carnarvon, Carter, Callender y lady Evelyn disfrutaron de la delicadeza de los objetos sin percatarse apenas de que aquello no era más que el principio. ¿Dónde estaba la momia de Tutankhamón? Carter dio pronto con la respuesta. Sobre la pared septentrional de la antecámara había marcas claras de una nueva puerta; una abertura idéntica a la que habían encontrado al final del pasillo descendente. Pasaba desapercibida, como una pared más de la habitación; una entrada que en la Antigüedad había sido cerrada con mampostería y marcada con los sellos del faraón para salvaguardar los secretos del soberano. Aquel momento de tensión e incertidumbre ante el desconocimiento de qué habría más allá de esa puerta se solucionó de una forma valiente. Esa misma noche, Carnarvon, su hija, Carter y su ayudante, el ingeniero Arthur Callender, volvieron a la tumba. Sin que nadie los viera ni oyera, penetraron en ella realizando un pequeño agujero en la parte inferior de la misteriosa puerta. La hija de lord Carnarvon fue la primera en entrar y toparse de bruces con lo que parecía ser una pared de oro. En realidad era la parte exterior de una enorme capilla que ocupaba casi todo el espacio de la nueva habitación. La cámara estaba delicadamente pintada con escenas funerarias en las que podían verse dioses del antiguo panteón egipcio intercediendo por el rey muerto Tutankhamón en su paso al Más Allá.
Lo más sorprendente, lo que acabó por dejarlos sin aliento y acelerar su corazón fueron las puertas de la capilla que daban acceso al sarcófago con la momia. Aquel armazón de madera estaba formado por varias cajas gigantes, construidas unas dentro de las otras. Las puertas de la más externa tenían los sellos partidos. Alguien los había roto en la Antigüedad.
La inseguridad y el nerviosismo aumentaron hasta que la segunda puerta apareció completamente cerrada y sellada con la imagen de los nueve cautivos bajo la figura del chacal protector de la necrópolis: el sello del Valle de los Reyes, puesto allí hacía casi tres mil trescientos años. Sólo entonces los invadió una sensación de alivio y satisfacción. «Tutankhamón está ahí y lo tenemos», pensaron Carter y Carnarvon al tropezarse con aquel inesperado regalo del destino.
La abrumadora cantidad de objetos preciosos, a cada cual más hermoso y refinado, puso a prueba la codicia de los arqueólogos, tentados por el lado más oscuro de su profesión. Los había a cientos. Allá donde posaban la mirada había una pequeña joya del arte egipcio. Lord Carnarvon tomó del suelo de la antecámara un magnífico anillo de oro con el nombre de coronación de Tutankhamón —Nebkheperura— y, sin disimulo, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Carter cruzó una mirada con él, pero no fue una mirada de desaprobación. En aquella tumba, aparentemente intacta, había tal cantidad de objetos que nadie echaría en falta uno menos. Por su parte, lady Evelyn se agachó y cogió del suelo una delicada figurita de un perro negro con la cabeza vuelta hacia atrás. Era de bronce y tenía un collar trazado con una línea doble de oro. Apenas medía un par de centímetros. Parecía el juguete que adorna una tarta; una tarta de miles de años de antigüedad.
Carter se detuvo ante un arcón enorme que había frente a los lechos funerarios en la misma antecámara. Todo estaba revuelto. Cada momento que pasaba, el egiptólogo estaba más convencido de que alguien había entrado en la tumba poco después de que la hubieran sellado. Tal vez ladrones, o tal vez los sacerdotes intentaron arreglar el desaguisado de los furtivos, pero alguien había visitado la tumba después del enterramiento y había maquillado de muy mala manera un estropicio que en origen debió de ser mayúsculo. Esa y no otra parecía ser la causa de aquel desorden.
Algunas piezas se hallaban en lugares inapropiados. Como aquella magnífica figura de marfil de un caballo saltando que tomó de la tapa del mencionado arcón. Estaba pintada de color pardo y galopaba con brío sobre una especie de mango. Junto a las patas traseras resaltaba una bolita blanca que hacía de tope, y frente a las delanteras había una protuberancia hueca destinada, seguramente, a contener un látigo de cuero. En uno de los ojos tenía una incrustación de cristal, lo que le daba un aspecto mucho más real. Estaba tallada con la elegancia característica y única de los escultores de ese período de la historia de Egipto.
Lord Carnarvon observó a su colega mientras disfrutaba de aquella pieza y con una sonrisa le invitó a que se quedara con ella. Callender había cogido un precioso perro de juguete: era de marfil y tenía una pequeña palanca que, al accionarla, abría la boca del animal. Nada más verla pensó en Mary, su hija. Hacía meses que no veía a su esposa y a la pequeña, pues se habían quedado en Londres.
A continuación, cada uno con su trofeo, volvieron sobre sus pasos. El equipo de infiltrados cerró el acceso a la cámara funeraria, disimuló su furtiva entrada con una nueva capa de yeso y colocó frente a la mancha un cestillo de mimbre que había en la habitación. Su clandestina visita a Tutankhamón quedaría así oculta a la Historia.
En el salón del Winter Palace, Carter y Carnarvon revivieron en silencio, como rápidos flashes, cada uno de los instantes de aquella noche.
—Eso… es excelente —señaló Carnarvon retomando el diálogo y volviendo a la realidad—. Lucas es excepcional en su trabajo, por no decir el mejor. Ah, por cierto, en cuanto a la prensa, después de haber recibido infinidad de solicitudes de entrevistas por parte de periódicos de todo el mundo, ya he tomado una decisión.
El arqueólogo bajó el cubierto y levantó la cabeza.
—¿Cuál es, señor? —preguntó con curiosidad.
—Creo que la mejor opción es canalizar toda la información a través de un solo periódico. He pensado en The Times; han ofrecido una suculenta suma por la exclusiva del hallazgo.
Carter le escuchaba en silencio. Sabía que no podía hacer nada para evitarlo, pero no le gustaba que Carnarvon, por muy dueño que fuera de la excavación, tomara ese tipo de decisiones sin contar con él.
—¿Qué le parece, Howard? No le veo muy entusiasmado.
—Confío en que sea lo más idóneo. Al menos así evitaremos la aglomeración diaria de periodistas en los alrededores de la tumba —contestó Carter con cierta ironía.
—En efecto, mi querido amigo —dijo Carnarvon, ajeno al desencanto de su colega—. The Times canalizará toda la información, tanto en lo que se refiere al texto como a las fotografías que le entregue Burton para que se distribuyan por todo el mundo. Eso nos evitará tener que atender a diferentes periódicos a lo largo del día, y al mismo tiempo podremos prescindir de los engorrosos encuentros con la prensa en la recepción del hotel.
—Entiendo… Pero ¿quién hablará con The Times a diario para darle la información?
A lord Carnarvon no le gustó la pregunta.
—Usted, Howard, ¿quién podría hacerlo mejor? —respondió forzando una sonrisa.
—Entonces perderé el mismo tiempo que si tuviera un encuentro diario con los periodistas —espetó Carter sin levantar la vista de la taza de café, y luego añadió—: Además está el problema del Daily Mail…
—¿Qué problema? —preguntó Carnarvon, sorprendido.
—El Daily Mail ha enviado a Arthur Weigall para que cubra la noticia del descubrimiento de la tumba. Usted conoce a Weigall tan bien como yo. Ese hombre es capaz de todo por hacerse con la noticia. No aceptará que otro medio tenga la exclusiva. Contará su versión de las cosas y estoy convencido de que a la postre generará todo tipo de problemas.
Carnarvon sabía de las malas relaciones entre los dos egiptólogos; disputas por desencuentros en el pasado.
—Intentaremos compensarlo de alguna manera —repuso. Sabía que su colega tenía razón, pero aun así quiso justificar su postura—: Dejando aparte el indudable prestigio de The Times, los únicos argumentos que me inclinan a darle la exclusiva son meramente económicos. Durante casi dos décadas he invertido una fortuna en las excavaciones en Egipto y no he recuperado ni un solo penique. Ya es hora de que recobre parte de la inversión. The Times pagará cinco mil libras esterlinas por contar la historia en sus páginas.
Carter miró al aristócrata y levantó las cejas.
—¡Cinco mil libras! —exclamó en tono quedo.
—A eso —añadió lord Carnarvon contraatacando con sus argumentos— hay que sumar el setenta y cinco por ciento de los beneficios que obtenga el periódico por la venta de textos y fotos a otras publicaciones, tanto en el país como en el extranjero.
—Sin duda es una gran suma… ayudará a sufragar los gastos de las futuras campañas en la tumba —tuvo que reconocer el egiptólogo.
Sin embargo, aquella política con la prensa no lo satisfacía. Él pensaba más allá de la tumba de Tutankhamón. Cuanto más cercada estuviera la dosificación de noticias, más periodistas habría en el valle fisgando y merodeando por los alrededores. No aceptarían la exclusividad de The Timesy preguntarían aquí y allá. Los había incluso capaces de inventar un falso argumento para publicar unas pocas líneas en su periódico local. Los conocía bien desde hacía tiempo. Por no hablar del enfado de la prensa egipcia cuando se supiera que Carnarvon no tenía ninguna intención de contar con ella. El ambiente político vivido en los últimos meses apuntaba que centralizar la información en el periódico británico no era una buena idea. Los problemas no tardarían en llegar. Además, el arqueólogo sabía cómo trabajaban los periodistas cuando no tenían una presa que llevarse a la boca. Aquel escenario parecía diametralmente contrario a sus intereses.