En la parte inferior del papel, lleno de borrones y correcciones, había lo que parecía ser un intento de traducción. Evelyn miró dubitativa a su amigo, pero la mirada de éste la instó a comenzar la lectura.
—«Desde el sauce al General en Jefe… dieciséis metros, y a la tumba de Meryatum, el más Grande de los Supervisores, trece metros. Desde el sauce a…» —El texto se detenía de forma abrupta—. ¿Qué es esto, Howard? ¿Y qué son estos garabatos que hay al lado de los… símbolos?
Carter apagó el cigarrillo y se acercó a ella.
—Es algo que redescubrí hace unos días —respondió el inglés exhalando un intenso olor a tabaco.
—¿Cómo que «redescubriste»? —preguntó, intrigada, la joven.
—Sí. Creía que era un simple listado de lugares a los que se le habían añadido medidas que no entendía. Pero teniendo en cuenta que se descubrió entre unos escombros del Valle de los Reyes, lo único que puedo asegurarte es que, efectivamente, parece una suerte de jeroglífico que indica la ubicación de varias tumbas de la necrópolis real…
Lady Evelyn comprendió al instante el valor de aquel hallazgo. Siguieron unos segundos de silencio que rompieron unas risotadas procedentes del exterior. La hija de Carnarvon volvió a mirar el papel en el que Carter había copiado y transcrito el texto y el dibujo grabados en la piedra.
—Entre ellas… la de Tutankhamón —dijo la joven al fin—. ¿Quieres decir que ya sabías dónde estaba la tumba de Tutankhamón?
—No, en absoluto. Pero hace tiempo que podría haberlo sabido.
El arqueólogo tomó la piedra de las manos de Evelyn, cuyos delgados y cuidados dedos la dejaron resbalar sin resistencia.
—Esto es un ostracon. Un texto y un dibujo grabados sobre una lasca plana de piedra caliza. Una especie de borrador que cuenta la ubicación de varias tumbas del cementerio.
—¿Y dónde hallaste este oscrat… como demonios se llame? —preguntó ella haciendo una mueca.
—Ostracon, se llama ostracon. —Carter sonrió—. Lo descubrió Omar, el hermano pequeño de Ahmed Gerigar, junto a la tumba de Tutmosis IV, en la vertiente oriental del valle. No le di importancia hasta hace pocos días. En él aparece el nombre de Tutankhamón. Al ver la disposición del dibujo caí en la cuenta de que se trata, efectivamente, de una especie de plano.
—Intuyo que papá no sabe nada de esto…
Carter negó con la cabeza y dejó la piedra en su escritorio.
—Ni tu padre ni nadie del Servicio de Antigüedades. No me llamó la atención ni pensé que fuera importante; por eso lo tengo yo. Ostraca como éste los hay a miles en la Montaña Tebana.
—Bien, yo no diré nada. Pero… ¿cuál es el problema? —preguntó Evelyn sin alcanzar a comprender la trascendencia de aquel asunto—. ¿Qué más da que tengas este ostracon? ¿Por qué pareces… agobiado?
—El problema es más grave de lo que crees.
Carter se dirigió hacia la ventana con un nuevo cigarrillo en la mano. La hija de Carnarvon se percató de que estaba nervioso y fue hacia él para confortarlo. El disco ya había acabado de sonar, pero en esta ocasión ninguno de los dos se acercó al gramófono para cambiarlo por otro.
—Sabes que puedes confiar en mí, Howard. No se lo diré a papá ni a nadie.
—Lo sé, Evelyn. El problema no eres tú. El problema es que ese ostracon indica la ubicación de varias tumbas del valle, algunas de las cuales ya conocemos, entre ellas la de Tutankhamón. Pero hay algo que desconozco. Llevo décadas estudiando el valle… El texto no es claro y el dibujo del reverso tampoco, pero parece que hay algo más.
Carter se acercó de nuevo al escritorio y volvió a coger el pequeño trozo de caliza. Ante la mirada de cualquier profano aquello no sería más que un simple souvenir arqueológico con el que conseguir unos pocos dólares en el mercado de antigüedades. Sin embargo, en manos de un experto como él era un tesoro de un valor incalculable.
—Esto que ves aquí —dijo señalando un extraño símbolo que había en la parte delantera de la piedra— parece representar un lugar oculto, una tumba… maldita. Ignoro de qué se trata o a qué se refiere exactamente, pero mi instinto me dice que podría ser algo de gran importancia. Este símbolo aparece también en el reverso de la piedra, al final de la inscripción.
—Tendrás que ser prudente con ese objeto…
—Cuando quieres esconder algo, lo mejor es ponerlo a la vista de todos —repuso Carter con una sonrisa.
Tras guardar el ostracon bajo llave en un cajón de su escritorio, fue hasta la ventana y la cerró con suavidad. Cogió su chaqueta del perchero, se puso el sombrero y ofreció su brazo a la joven. Cuando llegaron a la puerta, giró el interruptor dorado de la pared y apagó la lámpara del techo. En la penumbra de la estancia, Carter contempló a Evelyn fijamente. La poca luz que entraba por la ventana, procedente de los candiles colgados de los árboles del exterior, se reflejaba vivamente en el rostro de la joven. Por un instante los dos se miraron como cómplices de un viejo y oculto secreto.
—Según esa piedra, en el valle hay otra tumba esperándonos.. . —sentenció la hija de Carnarvon—. Una tumba maldita…
De pronto una sombra se cernió sobre ellos. Instintivamente los dos volvieron la cabeza hacia la ventana. Tras ella, la figura de un hombre alto impedía el paso de la luz, pero, al sentirse observado, se deslizó por un lateral y desapareció de la escena.
Carter corrió hacia la ventana, la abrió y accedió al estrecho balcón abierto a modo de terraza. Tuvo tiempo de ver a un hombre que huía a la carrera y giraba en la esquina. Vestía una galabiya clara, la prenda común entre los hombres autóctonos de la zona.
Lady Evelyn se acercó a Carter.
—¿Qué sucede? ¿Quién era? —preguntó, asustada.
—No lo sé. —La preocupación se reflejaba en el rostro del arqueólogo.
—¿Crees que nos habrá escuchado?
—A saber cuánto tiempo llevaba ahí… Esa ventana ha estado abierta toda la noche; es posible que llevara un buen rato escuchando nuestra conversación.
—Tal vez era uno de los invitados dando una vuelta a la casa… —dijo ella para tranquilizarlo.
—Era un egipcio. He de reconocer que los amigos de tu padre, aunque son muy estirados, guardan unas normas de comportamiento entre las que no está deambular por los alrededores de las casas ajenas.
Carter sacó la llavecita que un momento antes había metido en el bolsillo de sus pantalones bombachos y abrió el cajón del escritorio en el que había guardado el ostracon. Cogió la piedra, la aferró con fuerza en la mano derecha y a continuación la envolvió con cuidado en un pañuelo de lino y se la metió en el bolsillo. Sobre la mesa estaban los papeles con los dibujos que había hecho del mapa y del texto; los cogió y, tras doblarlos, se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Será mejor que nos unamos a la fiesta.
Carter y lady Evelyn se apresuraron a salir de la habitación.
Dentro de la casa no quedaba nadie, todos habían salido al exterior, donde la celebración por el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón continuaba con normalidad.
Cruzaron en silencio el reducido vestíbulo, donde una lámpara mantenía encendido un pequeño fuego. Carter sacó los papeles de su chaqueta y los acercó a las llamas. El inglés no se apartó de allí hasta que estuvo seguro de que no quedaba nada de la traducción y los dibujos. Por el momento era lo único que podía hacer.
Ante la mirada sorprendida de algunos invitados que ya los echaban en falta, Carter y lady Evelyn salieron fuera y se separaron para unirse a diferentes corrillos. A pesar de la sonrisa que los dos lucían en el rostro, una honda preocupación los embargaba. Ambos tomaron una copa de las que ofrecían los camareros que deambulaban junto a los invitados y bebieron al unísono. En un gesto de connivencia casi estudiado, los dos amigos cruzaron en la distancia una mirada fugaz y cómplice mientras recordaban las últimas palabras que la propia Evelyn había dicho en el despacho antes de descubrir aquella misteriosa presencia: «En el valle hay otra tumba esperándonos… Una tumba maldita…». Luego consiguieron olvidarlo y se zambulleron de lleno en la fiesta en honor del Faraón Niño.
El día se estaba levantando fresco y soleado, con un cielo tranquilo y despejado. Como cualquier amanecer, el embarcadero junto al templo de Luxor se encontraba repleto. En un ambiente ensordecedor, hombres y mujeres se abrían paso entre un flujo constante de mercancías, animales y carruajes. Todos venían del West Bank, la orilla oeste, donde se hallaban los cementerios y los templos funerarios de los faraones, y se detenían en la orilla este, la de los vivos, donde estaban los grandes santuarios de los dioses más importantes de la Antigüedad: Amón, Mut, Khonsu… Iban allí a trabajar o a solventar el papeleo administrativo que requería la antigua colonia.
El país se había independizado ese mismo año de 1922, pero en muchos campos le costaba separarse de la vieja administración y los egipcios seguían atados irremediablemente al mundo británico. A pesar de la nueva Constitución y de contar con un régimen parlamentario propio, la injerencia extranjera en el gobierno era algo cotidiano. No sólo había intereses económicos por parte de los europeos, que lógicamente los había, y sustanciales, sino que la intromisión parecía justificada por la supuesta incapacidad de los egipcios para gobernarse por sí mismos. Hacerse con las riendas de un país no era tarea fácil, y menos aún cuando en el pasado reciente se había estado bajo el control extranjero, ya fuera de turcos, franceses o ingleses.
Quizá por eso no reinaba un ambiente demasiado festivo entre la población. Las manifestaciones y los disturbios de los últimos meses parecían haber quedado atrás; se había conseguido el objetivo, pero era una meta casi nominal. De facto, todo seguía prácticamente igual entre la antigua colonia y el Imperio británico.
Ahora bien, lo que nunca iba a cambiar, por mucho que lo hicieran los gobiernos, eran ciertas cosas que parecían inherentes al mundo egipcio desde la época de los faraones. Una de ellas era la práctica inexistencia de puentes. En Luxor no los había; la única manera de cruzar el río era con una barcaza que iba y venía llevando gente de la orilla de los vivos a la de los muertos y viceversa.
Los turistas adinerados de América o Europa llegaban cada vez en mayor número y suponían una buena oportunidad para hacerse con un puñado de piastras. Y para ello todo valía, desde la venta ambulante de fruslerías hasta la venta de reproducciones de antigüedades e, incluso, de piezas auténticas procedentes del saqueo de alguna tumba de la Montaña Tebana. Y eso además del tráfico de falsificaciones, verdaderas obras de arte confeccionadas por los artesanos de Gurna, que, siguiendo los mismos procesos de elaboración que hace miles de años, conseguían magníficas réplicas de objetos antiguos. Sólo el ojo de un avezado experto era capaz de hallar la sutil diferencia entre una pieza original y una copia perfecta. Y aun así el entendido fallaba en ocasiones. No era raro encontrar en grandes colecciones privadas o incluso en importantes museos de Europa y Estados Unidos alguna que otra pieza de belleza inigualable pero de procedencia un tanto dudosa.
Howard Carter era uno de esos hombres capaces de separar el trigo de la paja en lo que a antigüedades egipcias se refería. Mezclado entre los felahim —los hombres que trabajaban la tierra y a quienes realmente correspondía el mérito de que el país avanzara—, el inglés permanecía sentado en uno de los tablones que servía de banco en el ferry. Como uno más, esperó su turno y, al pasar junto a Tarek, el barquero, al que conocía desde hacía años, levantó ligeramente su sombrero con la mano derecha mientras en perfecto árabe decía «Masalama» («la paz sea contigo»).
El egiptólogo llamaba la atención por su ropa occidental, siempre limpia y bien acicalada, pero poco más lo distinguía del resto de los hombres y las mujeres del lugar. Carter había aprendido árabe al poco tiempo de llegar a Egipto, con apenas diecisiete años, y desde entonces siempre había mostrado apego y comprensión hacia aquel pueblo al que sus compatriotas explotaban en ocasiones de manera inaceptable. No era de extrañar que contara con más amigos entre sus obreros y hombres del servicio que entre los eruditos especialistas con los que había trabajado en las últimas tres décadas junto al Nilo.
Al salir a la Corniche, la calle ancha de tierra que recorría la orilla del Nilo en esa parte de la ciudad, oyó las voces de los caleseros que, entre gritos y aspavientos —saltaban del carruaje y se interponían al paso de los extranjeros, impidiéndoles avanzar—, ofrecían su vehículo. Carter, con educación, rehusaba siempre la oferta. Los caleseros, conocedores de que aquel inglés era un hombre realmente singular, casi uno de ellos, respetaban su decisión y no insistían. Eso sí, al día siguiente volverían a intentarlo, no fuera que su reiteración se viera recompensada con un paseo hasta algún lugar remoto de la ciudad, como ya había ocurrido en alguna ocasión. Carter sonreía al ver que le dejaban en paz mientras otros compatriotas suyos seguían sufriendo la insistencia de los conductores por llevarlos al bazar, al templo o al hotel. Tan pertinaces eran, que muchos turistas acababan por aceptar los servicios para concluir de una vez con tan molesta verborrea.
Con las voces de los caleseros resonando todavía a sus espaldas, Carter alcanzó el hotel Winter Palace. Levantado en una zona privilegiada, a poca distancia del templo de Luxor, era el hotel más lujoso de la ciudad. Apenas unas decenas de metros separaban el sanctasanctórum con los relieves de Alejandro Magno de la escalera imperial de entrada al Winter Palace, verdadera seña de identidad de la sofisticación en aquella capital. Aunque sólo tenía cuatro décadas, era todo un clásico entre los alojamientos de la ciudad. Su color salmón destacaba entre los edificios que se levantaban a su alrededor, algunos de ellos olvidados palacios y casas señoriales que no podían competir con el insigne hotel.
—¡Buenos días, Howard!
La voz de lord Carnarvon sonó con fuerza desde lo alto de la escalera. Apoyados en la balaustrada, el aristócrata y su esposa, lady Almina, le miraban sonrientes. Carter se detuvo para saludar brevemente al pie de la escalera, cubierta por una alfombra color burdeos con ribetes dorados, y empezó a subir los peldaños, sin prisa, de uno en uno.
—Buenos días, señor —dijo quitándose el sombrero cuando llegó frente a sus anfitriones—. Lady Almina… Espero que hayan podido descansar después de la fiesta de ayer.