La tumba perdida (13 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

—Muchas gracias. —Y, dicho esto, el arqueólogo hizo una ligera inclinación de cabeza y se giró hacia el grupo con el que lord Carnarvon departía amigablemente. Les mostraba orgulloso su cámara de fotos. Junto a él estaba el ínclito Arthur Weigall, egiptólogo y periodista del
Daily Mail
, a quien habían invitado para evitar mayores problemas con la prensa. Después de saludar al aristócrata con un gesto casi militar, Carter se dirigió hacia su antiguo colaborador.

—Señor Weigall, es un honor contar con su presencia en este día tan señalado —mintió estrechándole la mano pero sin esbozar una mínima sonrisa.

—Ha pasado mucho tiempo, mi querido Howard… —dijo Weigall continuando el juego—. Te conservas igual que siempre, y está visto que tu trabajo es cada vez más sustancial y reconocido. Espero que dentro de unos minutos nos sorprendas con algo importante. Los lectores del
Daily Mail
te lo agradecerán.

—Seguro que sí, ¿verdad, Howard? —intervino lord Carnarvon dando una palmadita en la espalda de su acólito.

Carter miró a su mecenas con cara de no comprender nada. Aquella conversación le parecía una parodia. Si la exclusiva del hallazgo la tenía
The Times
, ¿qué iba a poder contar Weigall en su periódico? ¿Qué fotografías iba a aportar?

—Y si no es así, ya te lo inventarás, ¿verdad, Arthur? —respondió Carter lanzando un dardo envenenado.

—Veo que conservas el mismo sentido del humor que siempre… Te envidio, de verdad. Bueno, espero que no tengáis problemas con la apertura de la tumba. Ya sabéis cómo son estos egipcios…, se ponen a hablar, difunden rumores y no paran.

—¿Qué rumores? —preguntó Carter, intrigado.

—No puedo creer que no hayas oído nada al respecto…, en ambas orillas de Luxor todo el mundo habla de ello. Ya sabes, la vieja historia de la maldición por el sacrilegio de una tumba, etcétera. Lo de siempre.

Carter y Carnarvon se miraron como si no entendieran nada de todo aquello.

—He llegado a oír —continuó el periodista al ver su cara de sorpresa— que si continuáis con los trabajos en la tumba, caerá sobre vosotros una terrible maldición, que Tutankhamón ya ha hecho alguna llamada de atención reclamando su descanso eterno, y que… —Weigall hizo una pausa demasiado larga.

—¿Y qué más? —Esta vez la pregunta venía de Carnarvon.

—Y que si prosigue con los trabajos, a usted, señor, le quedarán seis semanas de vida.

Los tres ingleses guardaron silencio para de inmediato comenzar a reír a mandíbula batiente.

—¿De verdad dicen eso de lord Carnarvon? —espetó Carter, a quien todo aquello parecía divertirle; por un momento había conseguido dejar a un lado sus antiguas desavenencias con Weigall.

—Más vale no pensar en ese tipo de fábulas —opinó Carnarvon—. Vamos tarde y no podemos hacer esperar a la gente.

El aristócrata tomó una última fotografía al grupo y descendió los peldaños que llevaban al primer pasillo; los invitados lo siguieron.

Carter permaneció en el exterior aguardando a que todos entraran. Mientras veía pasar a la gente, pensó en lo que Weigall acababa de decirles. La maldición de los faraones era una leyenda muy antigua. Durante décadas había oído hablar de ella en las excavaciones. Siempre partía del mismo flanco: obreros egipcios. Y en todos los años que llevaba trabajando a orillas del Nilo, jamás había tenido el más mínimo percance; ni él ni nadie de los que le habían acompañado. Decidió no darle importancia. Estaba a punto de vivir un momento trascendental. Los últimos meses habían sido duros. Los trabajos de catalogación, fotografía y documentación de las piezas de la antecámara —casi setecientos objetos— había llegado a convertirse en algo rutinario, tanto que a veces casi se le olvidaba que estaba ante un descubrimiento grandioso del que debía sentirse orgulloso. La consolidación y restauración de muchas de las piezas se habían llevado a cabo en la propia tumba. Algunas se encontraban en un estado tan delicado que su traslado al hipogeo de Seti II, empleado como laboratorio, sólo tenía lugar después de haberles dado un tratamiento in situ. Luego se las envolvía y protegía con esmero para que pudieran realizar el viaje sin mayores riesgos.

Gracias a
The Times
, la noticia se había extendido como la pólvora por todo el mundo. Eran miles los turistas que se acercaban a Egipto para conocer qué se cocía en el interior de la tumba de Tutankhamón. Las aglomeraciones de gente en los exteriores de la tumba llegaban a enloquecer a Carter, que temía por la seguridad de las piezas. Unas vagonetas, a través de unos raíles, conectaban el valle con el Nilo, haciendo así más rápido y seguro el traslado de los tesoros. Sin embargo, todos querían curiosear, filmar o fotografiar el objeto que abandonaba la tumba del soberano para dirigirse al cercano embarcadero, donde, una vez embalado en condiciones, viajaría hasta el Museo de El Cairo. Carter sonrió al recordar que la semana anterior, sacando unos simples retales de lino, había llegado a contar hasta ocho disparos de las cámaras de los turistas. No sabían qué era, pero les daba igual. Un disparo llevaba a otro, y la fiebre por lo desconocido y lo misterioso se contagiaba entre los visitantes cual una epidemia.

El problema ahora era la prensa. Para garantizar la exclusiva de
The Times
, Carter había urdido un plan un tanto malicioso; algo que sólo entendía su, en ocasiones, afilado sentido del humor. Aprovechando la afición de los egipcios a los rumores, el inglés iba a utilizar a uno de sus hombres para desarrollar un plan con el que se proponía despistar a los periódicos. Había indicado a uno de sus obreros de confianza que durante el acto de apertura saliera al exterior de la tumba y comentara entre sus compañeros egipcios que se habían descubierto tres momias. A medida que pasaran los minutos, el número de momias debía ir creciendo. Hasta llegar a ocho. Carter sabía que cualquier tumba que se preciara contaba con un nutrido número de momias, por lo tanto, en la de Tutankhamón, siendo un rey, debía de haber un buen número de cuerpos embalsamados. Pasado un tiempo, el obrero debía propagar un nuevo engaño: el hallazgo de un gran gato sagrado. No era necesario que especificara el material del que estaba hecho; el arqueólogo sabía perfectamente que la imaginación de los egipcios no tardaría en hacer bullir el oro y las piedras preciosas por todas partes. Solamente Weigall, que estaría en el interior de la antecámara, podría destripar el bulo, pero para cuando él publicara su reportaje en el
Daily Mail
, la mecha estaría corriendo a toda velocidad más allá del Valle de los Reyes sin que nadie pudiera apagarla. Al menos así, pensó Carter, se garantizaba la veracidad de la información que publicara el periódico que tenía la exclusiva.

Desde hacía pocos días la antecámara estaba completamente vacía, a la espera de ese momento en que por fin se abriría el paso a la cámara funeraria. Y ese momento había llegado.

Carter desconocía en qué criterios se habían basado para elegir a las autoridades allí reunidas, de eso se había encargado el propio lord Carnarvon. En cualquier caso, en la entrada de la tumba había más gente de la que cabría dentro, por lo que dedujo que muchos se quedarían en la escalera o en el pasillo de acceso.

Junto al muro que protegía el perímetro de seguridad de la tumba, Carter vio a Jehir Bey, el gobernador de Kena. Con él había un corrillo de mafiosos entre los que destacaba François Lyon.

—Hola, Howard, buenas tardes.

La voz de lady Evelyn lo sacó de sus pensamientos.

—Espero que tu padre no haya invitado a nuestro amigo francés… —comentó él antes siquiera de volverse para saludar a su amiga.

—No, tranquilo. Ha tenido que hacer verdaderas cábalas para contentar a todos y que nadie se sintiera despreciado. Al final lo que hizo fue elegir a representantes de las instituciones y asunto resuelto. Jehir Bey bajará solo. Los que le acompañan, incluido tu amigo el francés, se quedarán fuera. —Evelyn le dio una palmada tranquilizadora en el hombro y bajó la escalera.

Carter arrojó el cigarrillo al pedregoso suelo del valle, lo apagó con la suela del zapato y siguió los pasos de Evelyn.

En el interior, junto al entarimado que habían preparado para la ocasión, Arthur C. Mace, mano derecha de Carter en muchas tareas de la excavación, preparaba las herramientas que iban a utilizarse. Mace, colaborador incansable y amigo cercano del arqueólogo, conocía perfectamente su trabajo. Las canas de su bigote y su pelo le hacían parecer mayor de lo que era, pero había nacido en el mismo año que Carter, 1874. Presto a comenzar el trabajo, Mace ya se había quitado la chaqueta.

—Gracias, Arthur. Creo que con ese mazo y un par de capazos será más que suficiente —dijo Carter.

—Como quieras. Recuerda golpear de forma que los escombros caigan hacia este lado de la cámara, de lo contrario podrían dañar lo que haya en la otra habitación; ya sabes, «el brillo del oro por todas partes» —bromeó Mace.

Ésa era la frase que la prensa había puesto en boca de Carnarvon poco después del hallazgo de la antecámara. Carter comprendió el guiño y sonrió.

Junto a la primera fila, lady Evelyn aguardaba el gran momento. Carter no pudo evitar mirarla. A tres asientos de la joven, el gobernador de Kena contemplaba la escena con una falsa sonrisa. No le acompañaba ninguno de sus secuaces, pero su mera presencia bastaba para inquietar al arqueólogo inglés.

Carter se acercó a Evelyn.

—¿Estás nerviosa? —preguntó de forma cariñosa.

—No, ¿por qué iba a estarlo? —respondió ella con una sonrisa—. Aquí el protagonista eres tú.

—El protagonista es Tutankhamón. Dejémoslo ahí.

—¿Dónde está Ahmed? —preguntó Evelyn mirando a ambos lados de la pequeña antecámara.

—Está trabajando donde le he indicado -contestó Carter bajando la voz y mirando a la pared con desinterés para que nadie pudiera leer sus labios.

La muchacha permaneció unos segundos en silencio. Observó a Jehir Bey, quien, como sospechaba, parecía vigilarlos con disimulo.

—No es necesario que Ahmed esté aquí —continuó el egiptólogo en un susurro—. Quedan pocas horas de luz en el valle y ahora todo está tranquilo. Es el momento ideal para trabajar en nuestro plan.

—Entiendo —contestó ella.

En ese momento, lord Carnarvon se acercó a la pareja e interrumpió su charla.

—Creo que ha llegado el momento de comenzar el acto.

Carter no protestó, se limitó a asentir con la cabeza y a esbozar algo parecido a una sonrisa.

De vez en cuando, el fogonazo y el humo del magnesio empleado por la cámara de Burton dejaba a los presentes con la vista nublada.

Carter y Carnarvon se colocaron frente al entarimado. En los meses precedentes habían guardado el secreto entre sus colegas y amigos, pero ambos sabían lo que iban a encontrar detrás de aquella pared. Arqueólogo y mecenas cruzaron una mirada mientras entregaban guantes y batines a las personas del servicio. Debían actuar con sumo cuidado, pero la tarea no tenía por qué ser difícil. Para tapar el agujero que de forma ilegal habían realizado a finales de noviembre, habían colocado una tarima de madera que lo ocultaba. Justificaron su presencia señalando que todos los presentes, al estar más elevados, verían al mismo tiempo lo que apareciera tras el agujero.

Las únicas piezas de la tumba que seguían en la antecámara eran las dos estatuas de madera pintadas de negro y cubiertas con láminas de oro que representaban al
ka
de Tutankhamón; su doble espiritual. Dos testigos del pasado que asistirían a aquel acto trascendental. Eran dos esculturas de tamaño natural; una a cada lado de la puerta que se disponían a abrir. Sobre cada una de ellas habían colocado una estructura de madera para que, en caso de que saltara algún fragmento de la pared, no sufrieran ningún daño.

El público no era muy numeroso; apenas una veintena de personas. Carter carraspeó para hacerse notar. Los asistentes se percataron de la sutil llamada de atención y, ansiosos por que empezara la ceremonia, tomaron asiento. En pocos segundos se hizo en la sala un silencio absoluto. Había cierta tensión en el ambiente, algo que no agradó a lord Carnarvon, que decidió romper el hielo con una broma.

—¡Vamos a dar un concierto! ¡Carter nos va a cantar una canción!

Los asistentes le respondieron con alguna que otra risotada, más como un intento de relajar la tensión reinante que por la gracia en sí.

Carter sonrió y, en cuanto las risas se acallaron, retomó el protagonismo del acto.

—Buenas tardes, damas y caballeros.

Las palabras del arqueólogo resonaron en la sala. Un halo de mutismo cubría la antecámara. Sólo el roce de algún zapato contra el suelo de piedra arenosa rompía el silencio.

—Es para mi un placer darles la bienvenida a la tumba del faraón Tutankhamón. Como todos sabrán, fue hace apenas tres meses cuando lord Carnarvon y mi equipo entramos en esta cámara. Habían pasado treinta y tres siglos desde la última vez que un ser humano puso el pie en este lugar. Y todavía tenemos a nuestro alrededor señales de vida. —Carter hizo una pausa para cautivar la atención del pequeño auditorio—. Un mortero medio lleno…, una lámpara ennegrecida…, virutas de madera dejadas en el suelo por un carpintero…

Lord Carnarvon se había colocado unos pasos a la derecha de su amigo, junto al entarimado. Cada vez que Carter mencionaba su nombre, algunos de los presentes giraban la cabeza hacia él y asentían a las palabras del egiptólogo, gesto que el aristócrata devolvía, orgulloso, con una amplia sonrisa.

El discurso fue emotivo, solemne y, al parecer de lord Carnarvon, escueto. Después de agradecer el aplauso de los invitados, ambos comenzaron a prepararse para la apertura de la puerta sellada. Dos egipcios del servicio de Carter se acercaron y les ayudaron a quitarse la chaqueta y a ponerse una bata blanca.

Lady Evelyn detectó cierta inquietud en el rostro de Carter. Imaginó que, como a ella misma, le preocupaba qué estaba pasando en esos instantes fuera de la tumba. Tutankhamón no iba a depararles sorpresas; o al menos eso creían. Sabían qué había detrás de la puerta «misteriosa». Lo que no valoraron fue que el resto de la gente que los acompañaba lo desconocía.

—¿Qué espera encontrar detrás de esa pared, señor Carter?

La voz de Jehir Bey sorprendió a todos.

Carter y Carnarvon, un tanto desconcertados, giraron la cabeza hacia el público y la cámara de Burton capturó ese momento para la eternidad.

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