La tumba perdida (15 page)

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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

Tutankhamón había vivido allí felizmente con su esposa-hermana Ankhesenamón durante los primeros años de reinado. Luego, arrastrado por las circunstancias y, sobre todo, por el insaciable clero de Amón, abandonó la ciudad maldita y trasladó la capital a Men-nefer, la ciudad que nunca debió haber abandonado el liderazgo de la tierra negra de Kemet. Desde entonces, Akhetatón se había convertido en una sombra de lo que fue.

El culto al disco solar de Atón prácticamente había desaparecido; sus pocos seguidores habían preferido quedarse en Akhetatón porque temían que en la capital o en Uaset los partidarios de Amón los persiguieran. Hasta allí habían llegado los rumores de la destrucción de templos, tumbas y edificios vinculados al disco solar. Sabían que sólo estarían seguros en aquel lugar, adonde no se acercaba nadie por creerlo maldito.

Sin embargo, Tutankhamón había querido volver a ver esa ciudad evocadora de tantos antiguos miedos y recuerdos. Algunos de ellos comenzaron a palpitar en la cabeza del rey. Sabía que eso podría ocurrir y que haría daño a su corazón, pero estaba decidido a enfrentarse a la realidad y a cerrar para siempre un capítulo de su vida. Dentro de su cabeza el silencio de las calles se convirtió en una algarabía de voces y carros que iban y venían por sus caminos repletos de gente y de vida. Pero todo eso no era más que un recuerdo, una triste evocación de lo que hacía pocas crecidas del Nilo había sido una gran ciudad y ahora era sólo un paisaje moribundo.

Siguiendo los designios del soberano, la gran barcaza real había llegado con los primeros rayos del día. Su deseo era ver alzarse el Astro Rey por las dos colinas del valle en el que su padre se había hecho construir su morada de eternidad.

La comitiva aguardaba en silencio a que el faraón se decidiera por fin a retomar la marcha. La inquietud se reflejaba en el rostro de todos, pero especialmente en el de Amenhotep, uno de los sacerdotes de Amón que había acompañado al rey en su viaje a la tierra maldita de Atón.

Las gotas de sudor se deslizaban por la calva del sacerdote y formaban regueros que acababan en las comisuras de los ojos y en la barbilla. El calor era cada vez más intenso. Amenhotep lucía un vestido de lino puro, plisado y de un blanco cegador a la luz del sol. El faldellín se prolongaba en una banda del mismo tejido que le cubría el hombro izquierdo. Como sus sandalias no eran idóneas para caminar sobre aquel terreno, otrora liso y apisonado y ahora cubierto por guijarros irregulares traídos hasta allí por el viento del desierto, decidió que los porteadores cargaran con él en su silla. El sacerdote era un hombre delgado, de rostro y manos huesudas en las que sólo llevaba un anillo de oro con el emblema del templo sagrado al que pertenecía: Ipet-isut. Las incomodidades del viaje y el calor no eran los mayores motivos de su disgusto. Amenhotep estaba enormemente preocupado porque el joven rey se viera tentado a volver a las abominables creencias de su padre. Aquel lugar no era idóneo para nada; no era de su agrado estar allí. El religioso era de los que creían que Akhetatón estaba maldita, que nada bueno podría sacarse de su suelo. Cuanto antes se largaran de ahí, mejor.

Maya, el tesorero real, era testigo de la escena. Desde que había descendido del barco con el resto de la comitiva, se había quedado en un segundo plano, como a él le gustaba actuar; una mera comparsa de las miradas que unos y otros se cruzaban. Sólo intervendría si el faraón lo reclamaba. Y ése no era, al parecer, el momento.

Cuando el sol se alzó sobre el horizonte del valle y cubrió con su luz la enorme planicie repleta de casas abandonadas que se extendía ante ellos, Amenhotep decidió tomar la iniciativa, bajó de su silla y caminó hacia donde estaba el joven rey.

Maya no quiso advertirle de lo poco acertada que resultaba aquella intromisión. Llevaba muchos años en la corte, había trabajado para tres reyes y sabía perfectamente dónde debía estar en cada momento. Si alguien quería arriesgarse a importunar al rey dios, no sería él quien lo impidiera. Se suponía que todos en la corte eran conscientes del papel que desempeñaban y de cómo desarrollarlo.

—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad, creo que deberíamos volver. —La voz de Amenhotep rompió el silencio del valle.

Tutankhamón bajó la cabeza del cielo y clavó una mirada llena de ira en el sacerdote.

—No recuerdo haberte pedido consejo, Amenhotep —señaló, irritado—. Te ruego que respetes mi silencio.

El sacerdote, cabizbajo, se retiró al instante. En su interior bullían la rabia y el desprecio hacia aquel hijo de un demonio. Así era visto Tutankhamón por los sacerdotes de Amón, y escenas como aquélla no hacían sino incrementar su leyenda negra. El clero del dios de Uaset temía un giro en la política del monarca, lo cual les daba la excusa perfecta para comenzar a buscarle un sustituto en el trono. El joven rey no parecía verlos con muy buenos ojos. La idea de colocar a un niño en el trono de las Dos Tierras resultó cómoda durante los primeros años de reinado. A medida que el pequeño crecía, fue tomando conciencia de lo que había sucedido. Había escuchado otras versiones a propósito de los últimos días del reinado de su padre, y había llegado a sus propias conclusiones, en muchos casos nada parecidas a lo que los sacerdotes del clero de Amón le habían contado. Éstos le dijeron que su padre y muchas personas de la corte fallecieron debido a una plaga enviada por Amón, enojado por la desolación en la que el faraón había sumido el país. Pero esa historia no convencía en absoluto a Tutankhamón. Su esposa, la reina Ankhesenamón, hermanastra suya e hija de Akhenatón, le había contado más de una vez que todos en palacio fueron testigos del hallazgo del cuerpo de su padre, cubierto de sangre, en uno de los extremos de la alcoba real. Todo indicaba que el soberano había sido asesinado y que la mano ejecutora, fuera quien fuese, había respondido a los manejos del clero de Amón. Ante estas circunstancias, de las que el joven rey tuvo conocimiento tiempo después de llegar al trono y que le habían sido confirmadas incluso por su fiel Maya, verdadero hombre de confianza, Tutankhamón decidió cortar los vínculos más cercanos con sus sacerdotes, limitarse al mínimo protocolo y hacerles creer, en la medida de lo posible, que estaba con ellos.

El faraón se acercó a las últimas casas de la antigua ciudad; parecían completamente abandonadas. «Éste no es lugar para el descanso eterno de mi padre», pensó mientras con la punta del bastón movía algunos guijarros del suelo. Junto a la entrada del valle que llevaba a la tumba, vio una de las estelas conmemorativas que su padre había hecho excavar en la pared de la roca. Su imagen apenas conservaba restos de pintura. Las figuras de Akhenatón y su esposa, la reina Nefertiti, miraban con el rostro vacío, sin vida, un horizonte baldío.

El sacerdote de Amón estaba cada vez más molesto por el comportamiento del rey. Aquellos gestos de acercamiento hacia un lugar que había sido borrado y aniquilado del recuerdo le hicieron temer seriamente el resurgimiento de la herejía. A espaldas de Tutankhamón, hizo una seña al médico de la corte que acompañaba al rey en el viaje para que intercediera. Siguiendo su consigna, el galeno se acercó al joven monarca.

—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad, no es bueno que camines por este terreno tan irregular… Podría ser peligroso. Si lo deseas, ordenaré que traigan la silla para que te lleven hasta el puerto, donde el barco nos espera.

Tutankhamón ni siquiera se molestó en mirar a su médico. Continuó caminando apoyándose en el bastón como si no hubiera oído nada.

Aun así, el galeno hizo un gesto a los porteadores para que se acercaran con la silla. Lo hicieron a toda velocidad, solícitos, y una vez estuvieron a su vera, aguardaron bajo el sol las nuevas órdenes.

Tutankhamón se acercó a la silla y se sentó en ella.

Amenhotep y el médico sonrieron por primera vez.

Los porteadores lo levantaron y, cuando estaban a punto de dar la vuelta en dirección al embarcadero, el faraón habló.

—Quiero ir hasta el fondo del valle para ver la tumba de mi padre. Llevadme hasta allí; ése es mi deseo.

Los porteadores, desconcertados, se pararon en seco. La comitiva se quedó muda ante la orden del joven rey.

Amenhotep intentó reorientar la situación. Se acercó al soberano apoyándose en su cayado.

—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad, no creo que ir hasta allí sea lo mejor para ti. Ya has oído al médico. Además, el calor es intenso en esta parte de Kemet y la temperatura irá subiendo paulatinamente. Eso podría ir en perjuicio de tu fortaleza.

—Quiero ir hasta la tumba de mi padre —repitió Tutankhamón—. El médico me ha alertado sobre el peligro de caminar por este suelo pedregoso. Ahora voy en mi silla. Confío en la fuerza de mis porteadores. Ellos me llevarán hasta allí sin peligro.

El rey declamó estas palabras con la mirada perdida en el horizonte.

Maya, ante la pasividad de la comitiva, hizo un gesto a los porteadores para que encaminaran sus pasos hacia el valle que llevaba hasta la tumba de Akhenatón.

El camino se había deteriorado después del abandono de la ciudad. No era impracticable, pero los hombres que llevaban la silla se las vieron y se las desearon para mantener el equilibrio del rey. Cuando estaban a unos cincuenta pasos del pozo en cuya roca se había excavado una escalera que llevaba hasta la puerta, el faraón levantó la mano. Los porteadores se detuvieron de inmediato.

—Quiero bajar —dijo el joven rey con voz solemne.

Los hombres posaron la silla y el faraón descendió, tomó su bastón y empezó a caminar de manera lenta y pausada. Al oír los pasos de los funcionarios que le seguían, se detuvo y dio media vuelta.

—Maya, ven conmigo. El resto, esperadme aquí.

Amenhotep se apresuró a intentar que cambiara de opinión.

—Faraón, Vida, Salud y Prosperidad, es mucho el calor que hace junto a estas montañas —señaló el sacerdote en un amago de protesta—. Podrías desvanecerte y…

—Sólo Maya me acompañará —añadió el monarca subiendo el tono de voz—. Ése es mi deseo. El resto, esperad aquí.

El tesorero buscó con la mirada los ojos del sacerdote de Amón y con un gesto firme le dio a entender que no complicara las cosas y obedeciera. Él acompañaría al faraón a ver la tumba de su padre Akhenatón y no habría ningún peligro en ello.

Cuando Tutankhamón y Maya llegaron al pie de la entrada de la tumba, el rey contempló el desolador espectáculo: la pared que cerraba la sepultura, donde también estaban enterradas su madre y algunas de sus hermanas, había sufrido varios desperfectos y un enorme agujero dejaba entrever el interior.

Maya observó la expresión de aparente frialdad del faraón.

—Por fortuna, una de las patrullas de la ciudad atrapó a los saqueadores antes de que salieran de la tumba. Habían sobornado a un grupo de guardas para poder deambular a sus anchas por la zona.

—¿Cuándo entraron? —preguntó el faraón.

—Hace seis noches.

—¿Y qué buscaban?

—Oro. Principalmente joyas y objetos preciosos. Cuando los detuvieron, portaban consigo varios sacos repletos de vasos de metal, láminas de oro que habían arrancado de muebles, figuras, joyas… Lo de siempre en estos casos.

—¿Sabes si los enviaba alguien?

—Lo desconocemos. Pero está claro que no fueron ellos quienes pagaron el soborno de la patrulla de la necrópolis. Alguien poderoso debió de hacerlo. En los interrogatorios, uno de los ladrones, el más joven, dijo que la persona que había contactado con ellos nunca mostró su rostro, sólo escucharon su voz en la oscuridad de una habitación.

Tutankhamón pensó unos instantes en esa macabra escena.

—Imagino que las pesquisas no han llevado a ningún sitio —farfulló el joven rey con tono resignado.

—Es difícil. La corte está repleta de hombres y mujeres que podrían haber deseado algo así. Sin embargo, todos desempeñan ahora cargos en la administración lo suficientemente atractivos como para hacer olvidar este tipo de celos, y la mayoría de ellos no sufrió ningún tipo de persecución durante el reinado de Akhenatón, Vida, Salud y Prosperidad. No obstante…

—… en ocasiones la codicia y los celos de los hombres alcanzan extremos que sólo los dioses son capaces de comprender —concluyó el faraón—. Yo al menos no lo comprendo. Y eso que dicen que soy un dios viviente… No deja de ser curioso, ¿verdad, Maya? —Tutankhamón observaba a su fiel tesorero.

La dilatada experiencia del funcionario le ayudó a mantener la discreción ante el comentario del soberano.

—Sólo el clero de Amón ha podido planear una cosa así —añadió Tutankhamón.

—Al parecer, había una condición para dejarles vía libre al robo en la tumba…

—Hacer el mayor destrozo posible —señaló el monarca.

—En efecto. A diferencia de otros robos habidos en las necrópolis de Uaset, los asaltantes, que eran seis, bajaron con mazos de piedra y golpearon paredes y muebles.

—¿Y llegaron a la cámara funeraria? ¿A la momia de mi padre?

—Nuestros hombres entraron antes de que tocaran la momia. Habían destrozado en mil pedazos el sarcófago de granito del faraón, Vida, Salud y Prosperidad, pero el ataúd con la momía sólo fue dañado de forma superficial. La momia sigue intacta en su interior.

Tutankhamón cogió un trozo del estuco que recubría la superficie de la puerta, lo desmenuzó en su mano y dejó caer el polvo blanco al suelo.

—¿Los cogieron a todos?

—Uno consiguió huir. No había entrado aún en la tumba y, cuando oyó que la guardia se acercaba, se dio a la fuga. El muy cobarde no avisó a los que quedaban en el interior, por eso los atraparon en plena fechoría. La tumba no tiene huecos donde esconderse.

—Ayúdame a bajar.

El tesorero no protestó aquella decisión. Le ofreció su brazo y Tutankhamón, aferrándose a él, fue esquivando los bloques de piedra que se habían desprendido de la puerta sellada y que cubrían los peldaños. Ambos pasaron a través del enorme agujero abierto por los asaltantes y descendieron la larga rampa que llevaba a la zona sagrada.

El diseño de la tumba estaba pensado para dejar pasar los rayos del sol hasta la zona más profunda: la cámara funeraria. Durante las primeras horas de la mañana no era necesaria ninguna lámpara, la visibilidad era suficiente para caminar y ver lo que había alrededor. Tutankhamón se percató de que todos los relieves que contenían escenas en las que se representaba a Nefertiti y a su padre estaban dañados. La pintura había empezado a desprenderse y en algunas partes resultaba casi imposible identificar lo representado. Las marcas de los golpes de los mazos eran evidentes en toda la superficie. El trabajo de los ladrones había sido meticuloso. Borrar la imagen y el nombre de una persona era incluso peor que la aniquilación física del individuo. Borrar su nombre implicaba la destrucción eterna, impedía la continuidad de su existencia.

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