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Authors: Nacho Ares

Tags: #Aventuras, Historico

La tumba perdida (11 page)

—Eres muy amable, Harry, pero no puedo aceptar un regalo así.

—Insisto.

Harry Burton era un hombre generoso y afable. Le gustaba vestir bien e ir a la última dentro de las posibilidades que ofrecía Egipto. Se hacía los trajes en sastrerías inglesas que tenían franquicias en la capital. También le gustaba vivir bien, y para ello no dudaba en acudir a las mejores tiendas de El Cairo, donde conseguía conservas, vino y periódicos ingleses recién llegados desde el puerto de Alejandría. Le bastaba indicar que le enviaran cualquier cosa a «H. H. Burton Esq. Tumbas de los Reyes, Luxor», para recibir con prontitud lo más granado de su añorada Inglaterra. Su casa, en el valle occidental, era una de las más singulares de la orilla oeste, pues las paredes estaban decoradas con fotografías de
The Illustrated London News
que le recordaban a su patria. Algo así como una especie de modesta embajada en el sur de Egipto. Entre sus excentricidades cabría destacar una: su manía de colgar en las paredes papeles con consejos arqueológicos como «El tipo que da muchas vueltas no es el que se pone a la cabeza». Minnie, su esposa, desaprobaba este método de decoración. Pero ella le quería, lo que la hacía ser flexible en algunos aspectos, consiguiendo así que la relación fuera estable y sólida.

Howard Carter le tenía un afecto especial. Lo conocía desde que ambos habían compartido sus comienzos como arqueólogos en las necrópolis de Luxor. Y ya hacía mucho tiempo de eso. A pesar de los años, Burton no había cambiado; era misma persona a quien Carter había conocido casi dos décadas atrás. El pelo negro engominado, con una raya perfecta en el lado izquierdo, la chaqueta blanca, el chaleco a juego, la corbata, los pantalones bombachos y, debajo, las botas con las que recorría la Montaña Tebana mejor que cualquier gaffir de la zona, eran parte del propio Burton. En la mano sostenía el espantamoscas de cola de caballo que nunca abandonaba; lo movía insistentemente, hubiera o no moscas a su alrededor, lo cual solía poner de los nervios a los que le acompañaban.

—Harry, estás en casa —le reprochó Carter—. No es necesario que uses eso.

—Oh, disculpa —se excusó el fotógrafo mientras dejaba el espantamoscas en una silla y abría el trípode de madera—. Bueno, Howard, ¿qué es eso que quieres que fotografíe con tanto secretismo?

El arqueólogo intentó quitar importancia al asunto.

—Ah…, sí. ¿Tienes una tela negra para fotografiar un ostracon?

Burton dejó el trípode, puso los brazos en jarras y miró fijamente a su amigo.

—Howard…, ¿me has hecho venir para fotografiar un ostracon?

—Así es —respondió Carter con la mejor de sus sonrisas—. No te quejes, me has dicho que pensabas venir a traer el vino.

—Pues espero que tenga el tamaño de una cama o no entenderé nada —dijo Burton, resignado.

Carter sacó del cajón del escritorio la pequeña lasca de piedra envuelta en un pañuelo de lino. Al ver que la caliza apenas medía medio palmo, el fotógrafo torció el gesto.

—En fin… —dijo, renunciando a cualquier explicación lógica.

Burton conocía las extravagancias de su amigo, por lo que evitó preguntar, por ejemplo, por qué no lo había llevado a la excavación en el bolsillo del pantalón para que lo fotografiara allí. Era consciente de su celo en el trabajo. Si Carter le había hecho ir a su casa para fotografiarlo, tendría alguna buena razón.

Burton colocó la estructura de su cámara junto a la ventana del despacho. Allí la luz era intensa y suficiente. Su amigo le había pedido un par de copias simples, pero Carter sabía que Burton, como buen profesional que era, pondría todo su empeño en que el resultado fuera impecable. Disparó varias veces, cambiando de posición la pieza y haciendo retoques aparentemente sin importancia pero efectivos en el resultado final.

—Trabajo acabado. Esta tarde te haré llegar el material, y por la noche, en la cena en mi casa, si quieres explicarme algo, perfecto —dijo el fotógrafo con cierto sarcasmo mientras recogía sus bártulos—. Y si no, Howard, disfrútalo a tu manera.

Poco después, a primera hora de la tarde, Ahmed entregó al arqueólogo un sobre de papel de estraza en cuyo interior había un par de copias en papel de gran tamaño. A Carter le sorprendió que con una cámara de inferior calidad que la que usara para la excavación, menos voluminosa y más manejable, pudieran conseguirse tales resultados. Las superficies se mostraban tal cual eran, sin sombras que oscurecieran las líneas del texto en jeroglífico.

Dentro del sobre había además seis negativos de vidrio. Tal como le había prometido su amigo, le devolvía todo el material resultante de la improvisada sesión matinal, incluidas las pruebas que no habían salido con la calidad requerida.

Carter estudió los textos de las fotografías durante unos minutos. Los comparó con el original. Hasta ese momento no había tenido tiempo de ponerse a ello. El trabajo en la tumba de Tutankhamón le tenía absorbido de tal manera que sólo cuando las tareas en el valle se convirtieron en algo mecánico pudo dedicarse a otros menesteres. Ése era el caso del ostracon descubierto por Omar junto a la tumba de Tutmosis IV

En más de una ocasión había estado tentado de deshacerse de la misteriosa lasca de piedra. Por un lado, ésta podía comportarle problemas y poner en duda su prestigio como descubridor de la tumba de Tutankhamón. Por otro, ¿para qué quería nada más cuando tenía para sí la mejor tumba jamás encontrada en Egipto? Cualquiera de sus colegas habría dado lo que fuera por hallarse en su situación: ser el descubridor de una tumba egipcia repleta de cosas maravillosas. Pero al mismo tiempo sabía que no podía desentenderse del ostracon.

Guardó las fotos y, tomando la piedra original como modelo, fue transcribiendo uno por uno los ideogramas. El texto estaba escrito en hierático, una versión cursiva del jeroglífico tradicional, más suelta y fácil de redactar para el antiguo escriba. Los ideogramas no tenían tanto detalle, eran casi simples líneas abstractas. Con paciencia, buscó las correspondencias y cambió los símbolos de hierático a escritura jeroglífica. Carter no era filólogo, pero después de tantos años podría decirse que dominaba lo suficiente las bases de la lengua egipcia para hacer una buena traducción. Con energías reavivadas, transcribió todos los ideogramas ayudándose de una tabla paleográfica. Así tendría una idea más clara del texto. En caso de que se atascase tenía en su despacho los dos volúmenes del diccionario de jeroglíficos egipcios que su compañero Wallis Budge, del Museo Británico, había publicado un par de años antes.

Repasó uno por uno los signos, para estar seguro de que no había errores en la transcripción, y retomó la traducción que había esbozado unas semanas antes en los papeles que acabaron en las llamas de la lámpara. Todavía conservaba en la cabeza aquel breve texto.

Las horas pasaban lentamente. Ahmed había recibido la orden de no interrumpirle. Del despacho de Carter se oía la música del gramófono y el canto de su canario, el Pájaro de Oro. A veces la concentración del arqueólogo en su trabajo era tal que podían pasar muchos minutos hasta que se daba cuenta de que el disco había terminado. Sólo entonces se levantaba para fumar un cigarrillo junto a la ventana y ponía otro.

En uno de esos descansos, la puerta de su despacho se abrió. Sorprendido por lo inesperado de la visita, y enfadado porque el servicio no cumpliera las órdenes que había dado de no molestarle, Carter se dio la vuelta con una reprimenda en la punta de la lengua.

Pero no fue necesario. Lady Evelyn Herbert entró en el despacho sigilosa y con cara de pícara, como quien no quiere ser castigado a sabiendas de que no está actuando correctamente.

—Espero no llegar en mal momento —dijo al tiempo que cerraba la puerta desde dentro—. He pensado que podría pasara recogerte en mi coche para ir a la cena en casa de Burton. Mis padres también irán.

La joven se acercó para dar un beso y un abrazo a su amigo. Vio que encima del escritorio estaba el ostracon y varios papeles con dibujos y textos.

—¿Qué tal vas con eso?

—Bien, el texto casi está…

—¿Tan pronto? —se sorprendió la hija de Carnarvon.

—Sí, no olvides que ya había traducido casi todo. Lo que he estado haciendo ahora es poner sobre la mesa las diferentes ideas que me han surgido e intentar marcarlas en un mapa del Valle de los Reyes.

Lady Evelyn se acercó para observar los dibujos del arqueólogo. Uno de ellos era un revoltijo de círculos, cruces, líneas y notas que, como era lógico, la joven no comprendió.

—No pongas esa cara, Evelyn. He estado barajando diferentes posibilidades para dar con el lugar donde puede estar la rumba.

—¿Y? No me digas que esto te va a ayudar a encontrar algo en el valle… No creo que lo entiendas ni tú. Y, desde luego, dudo que ninguno de los capataces pueda ver algo aquí —dijo la joven con sorna.

—Bueno, cuento con algunas ideas. Piensa que el texto es bastante oscuro. Si cometo un error en la localización de un lugar, el resto de los datos que aporte estará mal.

Evelyn dejó el mapa sobre la mesa y soltó un suspiro. Fue hacia la pitillera que había junto al fonógrafo y cogió un cigarillo. Carter le dio fuego.

—Papá me ha contado el resultado de tu entrevista con Pierre Lacau en El Cairo —continuó la muchacha cambiando de tema.

—¿Y cómo está? Cuando yo se lo dije al poco de regresar parecía tranquilo.

—Creo que en cierto modo lo imaginaba. Quizá por eso se adelantó a aceptar la oferta con The Times.

—Tu padre es un coleccionista excepcional y un buen hombre de negocios. Reconozco que en ocasiones no he valorado su trabajo como realmente merece. Siempre ha tenido las ideas muy claras, y eso en arqueología, con los tiempos que corren, es jugar con ventaja.

—Papá me ha dicho que en febrero abriréis la cámara funeraria.

—Pues ya sabes más que yo. Creo que voy a contratarte como relaciones públicas; te enteras antes que yo de las noticias.

Carter sonreía, pero en el fondo estaba dolido. No entendía que Carnarvon pregonase a los cuatro vientos los logros y proyectos de la excavación sin contar con su opinión.

—¿Y tú qué tal con él? —dijo la joven volviendo a cambiar de tema.

—¿Te refieres a la relación con tu padre?

—No, con el francés.

Lady Evelyn conocía el carácter de su amigo y sus cambios repentinos de humor. Intuía que la conversación no había sido fácil. Carter esbozó una débil sonrisa.

—Te lo puedes imaginar —se limitó a decir—. Pero eso no es lo que me preocupa…

—¿A qué te refieres?

—El director del Servicio de Antigüedades sabe cosas de la excavación y… —Carter se quedó en silencio unos segundos.

—¿Y qué más? —preguntó ella, inquieta.

—Sabe lo de la tumba…

La joven aristócrata lo miraba con el ceño fruncido y expresión de desconcierto.

—¿Estás seguro? —dijo al fin.

—Sí —suspiró el inglés—. Lo sabe pero no tiene ni la más remota idea de dónde puede hallarse. Está como nosotros. Eso me tranquiliza.

—Pero entonces ahora este asunto puede ser más comprometido. Seguro que cierran más el círculo en torno a ti. ¡Tal vez estés en peligro!

—No creo que deba preocuparme en exceso. Estoy convencido de que la información le ha llegado por rumores de Jehir Bey. Ese malnacido es capaz de inventarse lo que no ve.

—¡Pues qué perspicaz! Menos mal que se lo ha inventado. —dijo Evelyn con ironía—. ¡Howard, ha dado en el centro de la diana!

—Seguramente sólo tiene una vaga idea del asunto. Después de más de media vida en Egipto, sé que es imposible guardar un secreto en este país. Tarde o temprano alguien se va de la lengua: un comentario fuera de lugar o una persona del servicio demasiado celosa de su trabajo y poco amiga de la fidelidad…

—O alguien que espía a través de las ventanas de las casas ajenas…

Los dos recordaron la misteriosa sombra que se evaporó en la noche el día de la fiesta por el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón.

—La única salida que nos queda —prosiguió Evelyn— es deshacernos del ostracon…

—O esconderlo donde nadie pueda encontrarlo nunca… —apuntó el egiptólogo.

—Tendrás que acelerar el proceso de trabajo…, hallar la tumba cuanto antes… —dijo la joven mientras volvía a dar vueltas al mapa de la necrópolis real intentando ubicarse en él—. ¿Tienes idea de a quién pertenecía? ¿Sabes al menos dondar buscar?

—Aquí.

El dedo de Carter fue directo hacia un punto en concreto de Biban el-Moluk: una zona entre las tumbas de Ramsés II (KV7) y Merneptah (KV8)
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donde nadie antes había explorado en profundidad.

Lady Evelyn se llevó la mano a la barbilla.

—Pareces muy seguro, Howard.

—Así es. El texto señala que la tumba maldita se encuentra no lejos de un sauce. No sé dónde está ese sauce, no queda nada de él. Pero el texto dice que desde ese árbol, que bien pudiera ser una capilla, no un árbol real, hasta la tumba del General en Jefe hay unos dieciséis metros. Por el propio texto del ostracon, esa tumba debe de ser la de Ramsés II, junto a la entrada del valle por su lado norte.

La hija de Carnarvon reflexionó unos instantes. No era ni mucho menos experta en cultura egipcia, pero al menos los nombres que su amigo le proponía le resultaban familiares.

—Intuyo, por lo que dices, que este texto fue escrito mucho tiempo después de, por ejemplo, excavar la tumba de Tutankhamón.

—En efecto. Creo que debe de ser de finales de la XIX dinastía, de hace unos tres mil años. No puedo asegurarlo a partir del texto porque no soy filólogo, pero la referencia a la tumba de Ramsés II, a quien señalan como el «General en Jefe», tal como aparece en algunos documentos antiguos, así lo demostraría. Son todo especulaciones; ciertamente no he sacado nada en claro.

—¿Y el sauce? Qué extraño…

—No creas. Como te he dicho, podría ser una referencia a una capilla que había allí hace siglos. El sauce era el árbol de la diosa Hathor, identificada con la necrópolis. Tenemos muchas pruebas de ofrendas de hojas de sauce representando a esta diosa vaca como divinidad protectora de las tumbas. Tiene sentido. —Carter guardó silencio durante unos segundos y luego añadió—: El ostracon, sin lugar a dudas, muestra una especie de listado de la ubicación de tumbas —prosiguió el arqueólogo—. Algo que debió de ser útil para los constructores, cuando comenzaban una nueva sepultura, para saber dónde podían empezar a excavar.

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