—Llámame Jan —le dijo Fabel—. Esta es la Politidirektør Karin Vestergaard, de la policía nacional danesa. ¿Podemos hablar en inglés? Me ahorraría el trabajo de traducir.
—Claro —dijo Lange—. Espero que con mi inglés alcance.
—Gracias por recibirme tan pronto —dijo Fabel—. Resulta que el caso en el que estoy trabajando tiene una conexión balcánica y Anna Wolff, a la que creo que conoces, me recomendó que hablase contigo.
—Te ayudaré con mucho gusto, si puedo —contestó Lange—. Me has dicho por teléfono que investigas la muerte de Goran Vujačić. Y también sus antecedentes. Desde luego su muerte no se produjo en nuestra jurisdicción, sino en la suya, Frau Vestergaard.
—La muerte de Vujačić puede no haberse producido en nuestra jurisdicción, pero el asesinato del detective danés que la investigaba, sí —dijo Fabel—. Era un agente de Frau Vestergaard. Y tenemos la sospecha de que fue asesinado por el mismo asesino profesional que eliminó a Vujačić. Supongo que comprendes que esto debe quedar entre nosotros, ¿verdad, Michael?
—Desde luego.
—Sospechamos que se trata de un asesino a sueldo que tiene su base de operaciones en Hamburgo, lo cual hace que todo el asunto quede bajo nuestra jurisdicción.
Lange frunció los labios pensativamente.
—Estás en lo cierto. Según la sección séptima del Código Penal tenemos plena jurisdicción si el responsable es ciudadano alemán. ¿Dices que fuera de la brigada de homicidios nadie está al corriente? ¿Y los jefazos? ¿No deberían saberlo?
—El presidente de la policía ha sido informado —dijo Fabel—. Pero por ahora procuramos no divulgarlo. Ha habido otro asesinato, perpetrado por otra persona pero relacionado con la misma investigación, y estamos tratando de que no se difunda la noticia hasta que demos con ese asesino.
—¿Y crees que podría haber algo en el historial de Vujačić que pueda orientarte para encontrar pruebas más sólidas?
—La verdad, no lo sé. Pero si la Valquiria (ese el nombre en clave del asesino o asesina a sueldo) está aquí, en Hamburgo, entonces habría tenido un buen motivo para eliminar a Jespersen. Y Vujačić sería la conexión.
—De acuerdo, encantado de ayudarte si puedo. El tema de la jurisdicción quizá no sea un problema. Pero yo solo conozco tres años de la vida de Vujačić; los tres que participó en la guerra de Bosnia. Y ni siquiera entonces era una figura destacada, más bien una nota a pie de página en aquel diario de atrocidades, por así decirlo. No encontramos pruebas suficientes para acusarlo, fundamentalmente porque adujo con éxito una coartada. Cara dura tenía, eso no puede negarse. Él no trató de esconderse como la mayoría, lo cual, de hecho, jugó a su favor. La fuga es un indicador judicialmente aceptado de posible culpabilidad.
—Entonces, ¿crees que era inocente?
—Ni hablar. Goran Vujačić era inteligente y tenía mucha suerte. No estuve involucrado en su caso, pero tuve acceso a los expedientes a través de la OSCE. —Lange se refería a la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa—. Vujačić se había rodeado ya de una banda de secuaces y, cuando la OTAN entró en el conflicto, intuyó lo que se avecinaba y empezó a pensar con más perspectiva. Pero él estuvo allí. En los campos de violación. En los bosques de las grandes fosas comunes. Participó de lleno en todo aquello, pero se hizo con media docena de declaraciones juradas según las cuales estaba en la cama de un hospital de Banja Luka.
—Esa banda suya… Petra Meissner, de Sabinas Sin Fronteras, me contó que se hacían llamar «cabezas de perro» o algo así.
—Sí,
Psoglav
. Significa «cabeza de perro» en serbio, aunque también es una criatura mítica en la que creían los serbios, sobre todo los serbobosnios; una especie de criatura demoníaca o de hombre lobo. La unidad militar
Psoglav
no pasaba de ser una banda de criminales, y en eso se acabó convirtiendo al terminar el conflicto. Se dijo entonces, aunque solo eran rumores, a decir verdad, que Vujačić y sus colegas
Psoglav
se habían metido a fondo en el tráfico de personas después de la guerra de Bosnia. En todas sus siniestras variantes: criaderos de órganos, venta de mujeres a las mafias del sexo, talleres de trabajo en régimen de esclavitud, ese tipo de cosas. Pero sobre esto tendrías que hablar más bien con la Europol, con la división del crimen organizado. Hasta donde yo sé, Vujačić no actuaba directamente en el norte de Europa. Lo lamento, todo esto no te sirve de mucho, ¿verdad?
—Te lo agradezco de todos modos —dijo Fabel.
—Una cosa que sí te diría —añadió Lange— es que Vujačić era uno de los hijos de puta más malvados que han pisado la Tierra. Las historias que se cuentan sobre lo que hizo a los bosnios, a los croatas, a los albaneses… especialmente a las mujeres. Te lo aseguro, vi allí una cantidad enorme de monstruos, y Vujačić estaba en primera fila entre los peores. Por desgracia, no siempre se trata de quién merece ser llevado ante la justicia, sino de quién puede ser acusado con pruebas suficientes. Vujačić era un cabrón tan astuto que nunca conseguimos otra cosa que rumores. No es muy propio de un policía decirlo, pero mi primera reacción cuando se lo cargaron fue pensar que se lo merecía. Lo único que lamento es que no sufriera como había sufrido la gente que cayó en sus manos.
Fabel asintió mirando a Lange. «Incluso en un trabajo como este —pensó— hay cosas que es mejor no ver. No saber». En ese momento advirtió que hablaba con alguien cuyos sueños eran más oscuros aún, más terroríficos, que los suyos.
—Gracias, Michael —dijo Fabel—. Si se te ocurre algo más, llámame.
Fabel y Karin Vestergaard regresaron al Präsidium de policía. Ya habían cruzado las puertas giratorias y accedido al luminoso atrio de recepción cuando los detuvo Anna Wolff con expresión decidida.
—No se quiten el abrigo —dijo, sonriendo—. Tomemos su coche,
Chef
. Yo le indico el camino. Quiero que conozcan a alguien.
El café al que los llevó Anna estaba en la zona peatonal de Sachsentor, en el barrio de Bergedorf. Al llegar ya los estaba esperando una joven de rostro atractivo pero severo y largo pelo oscuro. Sandra Kraus se hallaba sentada con un enorme bolso de lona al lado —aún tenía la correa al hombro— y tamborileó sobre la mesa con los dedos mientras Fabel, Vestergaard y Anna se acercaban: casi como si estuviera anunciando su llegada con un redoble de tambor. No se levantó, pero les dirigió una sonrisa. Fabel observó que le pasaba lo mismo que a Karin Vestergaard: la sonrisa no le iluminaba los ojos.
—Conozco a Sandra desde que éramos crías —dijo Anna, después de las presentaciones—. Era la mejor alumna del colegio. Y es una criptógrafa absolutamente genial.
—¿De veras? —dijo Fabel con sincero interés, aunque mirando a Anna inquisitivamente. Lo distrajo otro tamborileo de Kraus sobre la mesa y se volvió hacia ella. La intensidad de su mirada le pareció particularmente turbadora: como si la chica lo escrutase como se observa un objeto, no a una persona.
—Sí, de veras —dijo Anna, desafiante—. Y créame, traerlo aquí para que la conozca no es ninguna pérdida de tiempo. Le pasé un ejemplar de
Muliebritas
. El mismo número que encontramos en el piso de Drescher.
—¿Sabe ella…?
Anna meneó la cabeza.
—Usted nos ordenó que mantuviéramos bajo control el asunto Drescher y eso es lo que he hecho. Sandra solo sabe que quizás haya un mensaje cifrado en la revista. A decir verdad, es lo único que a ella le interesa.
—¿Y ha encontrado algo? —preguntó Vestergaard.
—Ha tardado cinco minutos en encontrar el mensaje y descifrar el código. Ni uno más.
—¿Me estás diciendo que una criptógrafa amateur puede destripar un código ideado por una de las policías secretas y agencias de espionaje más eficaces del mundo? —Fabel sonrió con aire paternalista.
Kraus volvió a tamborilear sobre la mesa, dio un sorbo de café y rompió a hablar con vivacidad.
—Cuento con ventajas que ellos no tenían. Poseo una habilidad innata para reconocer pautas. Donde usted ve algo complejo y difícil, yo veo una estructura y, en último término, algo sencillo.
—No solo eso —dijo Anna—. He conseguido todos los números de
Muliebritas
de los últimos tres años. Drescher lo usaba regularmente para comunicarse con la Valquiria. Sandra ha descifrado docenas de mensajes.
—Tampoco ha sido tan difícil. La persona que en los anuncios se llamaba a sí misma Tío Georg utilizaba una combinación de códigos polialfabéticos. Básicamente una tabla de Vigenère con un cifrado César por desplazamiento. Un sistema muy sencillo. Por ejemplo…
Sacó un cuaderno y un lápiz de su enorme bolso y escribió: ALTONABALKONCUATROTREINTAPMJUEVES. Fabel se fijó en la perfección de su letra: las mayúsculas encajaban exactamente en las rayas del cuaderno.
—Lo cual se convierte en: VLEYRJEGKZXQWWYMTSSPKGTHTSEPJLET —prosiguió—. Por supuesto, una retahíla de letras como esa saltaría a la vista de cualquiera que echara una ojeada a la revista; y llamaría inmediatamente la atención a un criptógrafo, así que las ocultó en varios anuncios personales a lo largo de la sección de contactos. Publicó notas de agradecimiento con listas de nombres. Las iniciales incluían un buen número de letras del mensaje cifrado en cada anuncio.
—¿Y estás absolutamente segura de que has interpretado correctamente el código? —preguntó Fabel.
—Como digo, era un sistema de cifrado sencillo. En principio. Aunque durante más de trescientos años el código Vigenère fue considerado invulnerable, porque para descifrar el mensaje tenías que saber cuál era la palabra clave utilizada. Es decir, qué letras figuraban en el eje vertical de la tabla de Vigenère.
—¿Y tú lo has averiguado? —dijo Fabel—. ¿Cómo?
—Lo vi, sencillamente. Tengo un don especial para analizar la frecuencia de las letras y reconocer los emparejamientos comunes. Leí todos los mensajes y vi cuáles eran las pautas. Se supone que solo puedes hacer análisis de frecuencias con los códigos monoalfabéticos; no con un código polialfabético como este, donde cada letra cifrada puede decodificarse como más de una letra original.
—Pero Sandra sí puede —dijo Anna, orgullosa de las dotes de su amiga—. Dile la palabra clave, Sandra.
—Valquiria —dijo ella, tamborileando de nuevo sobre la mesa con el mismo ritmo de antes—. La palabra clave era Valquiria.
Mientras Anna conducía de vuelta al Präsidium, Fabel, sentado a su lado, repasó los mensajes que Sandra Kraus había decodificado.
—Son siempre lugares y horas —le comentó Fabel a Vestergaard, que iba en el asiento trasero—. Obviamente, la información más delicada la transmitía en persona. Esto lo utilizaba solo para concertar la cita.
—Lo cual significa que ahora podemos hacer exactamente lo mismo —dijo Vestergaard—. Podemos tenderle una trampa a esa Valquiria para que salga a la luz. Suponiendo que realmente no esté enterada de la muerte de Drescher.
—Aún sigue siendo un secreto. Pero ya no sé por cuánto tiempo. —Fabel miró a Anna—. Una amiga interesante la tuya.
—¿Sandra? Es fantástica. Tiene un coeficiente intelectual de superdotada.
—Me lo imagino —dijo Fabel, riéndose.
—Y es una Aspie.
—¿Una qué?
—¿Se ha fijado en que no para de tamborilear con los dedos? Siempre con el mismo ritmo, con el mismo número de golpes. ¿Y ha visto esa manera desconcertante que tiene de mirarte a los ojos?
—Sí, me he dado cuenta —dijo Fabel.
—Sandra tiene el síndrome de Asperger. Ella dice que es una «Aspie». Y no considera que sufra una discapacidad, solo que es diferente. Lo lleva muy bien. Apoya a un grupo que promueve la neurodiversidad… la idea de que hay más de un tipo de mente. Ella nos llama NT: Neurológicamente Típicos.
—Creía que la gente con síndrome de Asperger tenía dificultades para relacionarse. Pero sois amigas… —comentó Vestergaard desde detrás.
—Es una buena amiga —dijo Anna—. Tiene problemas en algunos aspectos, pero también se compensan con otros, como ha visto. Y ha desarrollado estrategias para afrontar las dificultades. Yo he aprendido a no juzgarla. Es gracioso: Sandra me explicó que uno de los estereotipos que tiene la gente sobre los Aspie es que no sienten empatía, o apenas, por los sentimientos de los demás. Por eso resulta difícil identificar a un Aspie varón: ¿cómo vas a distinguirlo de un hombre normal?
Vestergaard soltó una sonora carcajada.
Fabel se encogió de hombros.
—Bueno, una cosa es segura —dijo—. Tu amiga Sandra nos ha facilitado la pista más importante de este caso hasta ahora.
El análisis forense preliminar de la casa de Sparwald, como era de prever, no había dado mucho de sí. A Fabel, con todo, le sorprendió la cantidad de cosas que Astrid Bremer había logrado deducir con pruebas tan exiguas. Aún seguía trabajando en Poppenbüttel cuando lo llamó a su despacho del Präsidium.
—Ya he ordenado que trasladaran el cadáver y tendremos que esperar al informe de la autopsia, obviamente. Pero yo diría que la víctima ya estaba muerta antes de caer al suelo. La asesina disparó de nuevo cuando el cuerpo se encontraba en posición supina y la bala le entró por debajo del mentón. Un trabajo muy profesional. El segundo disparo fue probablemente para asegurarse. Meticulosidad profesional.
—En Oslo hubo un asesinato similar —dijo Fabel—. Exactamente con el mismo modus operandi.
—Yo diría que la víctima no dejó entrar a la asesina en la casa. Había un libro a su lado, en el suelo, sin otras huellas dactilares que las suyas. Es obvio que se le cayó cuando le dispararon. Y he encontrado restos de polvo en la pared que queda junto a la puerta del salón y en el borde de la misma. Desde luego, no hay huellas en el picaporte ni en ninguna otra parte, que yo haya visto. Deduzco que la asesina abrió la puerta del salón, entró y disparó antes de que la víctima pudiera reaccionar. La asesina no tuvo que internarse más en el salón; volvió sobre sus pasos por el pasillo hasta la puerta principal. Era una corazonada, pero tenía yo razón: no hay indicios de que la puerta fuese forzada, pero sí hay arañazos recientes alrededor de la cerradura. La abrió con una ganzúa.
—Pero ¿no hay nada de donde podamos obtener una muestra de ADN? ¿O un rastro de algún tipo? —Fabel no logró ocultar su frustración.
—Una huella de bota, parcial y borrosa, en el pasillo, con restos de tierra del jardín. Pero podría haberla hecho cualquiera en otro momento distinto. Y no es lo bastante grande, además, para obtener una identificación.