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Authors: Jorge Javier Vázquez

Tags: #Biografía

La vida iba en serio (19 page)

—Un día que no estabas llamó preguntando por ti la secretaria del doctor Sánchez Redondo. No quiso dejar recado, sólo me dijo que volvería a llamar porque quería consultarte una cosa. Yo me quedé con la mosca detrás de la oreja, no había ninguna razón para que llamaran, no tenían que darme el resultado de ninguna prueba. Así que al día siguiente llamé yo y hablé con el doctor. Le pedí que me dijera toda la verdad, le dije que tenía derecho a saber si sucedía alguna cosa, que quería que me hablara muy claro porque, si iba a pasar algo, yo quería dejar todo bien atado. Y entonces me lo contó, Mari. Y me enteré de que esto se acaba.

No pude continuar hablando. Se me deshizo el nudo de la garganta y fue como si abrieran la compuerta de una presa.

—Perdóname, Mari, perdóname. No quería que supieras que lo sé, pero es que me muero de miedo, es que estoy acojonado y no puedo desahogarme con nadie, perdóname, de verdad.

La Mari empezó a llorar también y me abrazó con fuerza al tiempo que me decía:

—Pero ¿tú eres tonto? No tengo que perdonarte nada, faltaría más. Dame un beso, anda, dame un beso, con lo que yo te quiero, Jorge. Tú no te preocupes que no va a faltarte de nada, aquí voy a estar yo para cuidarte, no voy a dejarte solo. No llores más, por favor, que si no cuando venga tu hermana nos va a ver aquí hechos unos cristos. Venga, vamos a pensar en cosas bonitas.

—Mari… —me costaba hablar—, yo sé… que tú vas a salir adelante… Pero cuida de tus hijos, sobre todo del Jorge, que me da mucha pena y no quiero que le pase como al Mercadé. ¿Te acuerdas de aquel amigo que estaba conmigo cuando te conocí en el Apolo?

El llanto me ahogaba. Se me estaba quebrando la voz, pero tenía que seguir, no quería dejar aquella conversación a medias, no podía. No debía.

—Mis amigos se reían de él porque le gustaban los hombres, pero bien que muchos de ellos le dieron por culo porque las tías no se dejaban follar y él siempre estaba disponible. Yo le decía:

—Mercadé, pero ¿no ves que luego te tratan mal y te insultan y te llaman maricón?

—Ya, pero es que me gusta —me respondía.

—¿El qué te gusta, que te insulten?

—No, que me la metan.

—Pues búscate un novio que te quiera y te cuide.

—¿Y quién va a quererme a mí…? A nosotros no nos quiere nadie.

—Uno que sea igual que tú, joder.

—Los que son igual que yo se casan con mujeres, Jorge, y luego son los peores, porque después de follarme son los que más me pegan.

Mari, el Mercadé acabó
sonao
después de una paliza que le dieron tres hijos de puta en una verbena. Luego su familia lo quitó de en medio, lo mandó a no sé qué pueblo y le perdí la pista para siempre. Y yo no quiero que al Jorge le pase como al Mercadé. Tengo mucho miedo de que acabe así, en Madrid hay mucha gente…

—Jorge, tú tranquilo, que yo cuidaré de él.

—¿Me lo prometes?

Mi hermana abrió la puerta del piso y desde el recibidor preguntó:

—¿Qué te tiene que prometer la Mari?

—Que nunca va a olvidarse de lo que la quiero.

Mi mirada se encontró con la de la Mari y los dos sonreímos.

—Te lo prometo —me dijo en voz baja.

Le di un beso en los labios y me sentí muy aliviado. Por fin sabía que podía descansar en paz.

—Ay, Mari, qué rollo, mañana a trabajar otra vez. Qué pena que se acabe el domingo —me comentó mi cuñada.

—No digas eso, Carmen, con lo que yo daría por que el Jorge pudiera irse mañana a trabajar.

—Perdóname, Mari.

No había nada que perdonar. La vida sigue por mucho que a mí me parezca que el mundo se está acabando. El crío me llama todas las mañanas antes de entrar a trabajar con Linda Rubio, y yo qué voy a decirle, pues lo de siempre, que sigo igual, que todo sigue igual, y él se queda callado porque no sabe qué responderme y me cuelga en seguida; ya me gustaría a mí contarle que su padre está mejor y que se ha levantado y ha caminado un poco, y que a lo mejor el fin de semana vienen nuestras dos hijas y nos vamos a la calle un ratico con él. Es que duerme mucho, y cuando está despierto ya no da una a derechas. El otro día se presentó mi madre en casa y él fue y le preguntó que por qué llevaba un sombrero tirolés, y mi madre, que está medio sorda, no entendía nada, y al llegar yo a la habitación y oír lo del sombrero tirolés, me dio un ataque de risa y el Jorge también se rió; vete tú a saber de qué, porque ya no se entera de nada.

Con pañales va ya. Hace una semana tuve que mandar a la Carmen a que fuera a una farmacia de guardia porque empezó a cagarse encima. Está quedándose en los huesos, parece un pajarico. Y aun así el otro día se nos cayó cuando lo llevábamos entre las dos del comedor a la habitación. ¡Ay!, qué pena me dio verlo tirado en el suelo, qué rabia me entró, qué ganas de tirarme de los pelos, de arañarme, de hacerme yo daño. Desde entonces lo atamos a una silla con ruedas que se compró para estar más cómodo frente al ordenador y lo empujamos hasta la cama. Al Jorge pequeño se le escapó el otro día que, para estar así, mejor que no esté, pero yo es que prefiero que esté así a que no esté conmigo, a mí no me importa cuidarlo, lavarlo, cortarle las uñas de los pies y de las manos, cambiarle los pañales y asearlo; yo lo que no quiero es que se muera, por Dios, yo quiero seguir despertándome a su lado y quiero seguir escuchando su respiración cuando me desvelo; con lo miedosa que soy, ¿cómo voy a vivir sin él, cómo voy a apañármelas? ¿Cómo voy yo a querer que se muera, para qué coño quiero que no esté, para quedarme sola? ¿Para echarle de menos? Vamos, nene, ni que estuviera yo loca.

—Mari, ¿te acuerdas de cuando mis padres te llamaban
la Manchega
?

—Ay, qué duros fueron al principio conmigo, hija.

Acabábamos de acostar al Jorge e íbamos a ponernos a cenar. Llevábamos días, semanas, alimentándonos de bocadillos, hasta que un día le dije a mi cuñada:

—Carmen, no podemos seguir viviendo de esta manera. Tenemos que prepararnos unas cenas como Dios manda, porque no sabemos cuánto tiempo vamos a estar así.

Y a partir de aquel día empezamos a cenar en condiciones. Y a echar mano de los recuerdos antes de acostarnos.

—Mari, ¿sabes que todavía guardo un pañuelo que me regalaste por mi santo cuando yo era pequeña? Me acuerdo que me dijiste: «Carmen, me habría gustado regalarte algo más, pero es que no tengo dinero porque todo el que gano lo doy en casa para pagar las medicinas de mi padre».

—Déjate de acordarte de esas cosas ahora, anda. Lo que nos faltaba, más tristezas… Oye, Carmen…

—Dime.

—¿Por qué no me das a probar una de esas cosas que fumas tú?

—¿Un porro?

—Fíjate que me da vergüenza hasta decir la palabra.

La Carmen fue a la habitación del Jorge y regresó con una cajita de madera, de esas que venden los hippies.

—Cuando tu hermano se enteró de que fumabas eso casi le dio un pasmo —le confesé—. Yo estuve a punto de matarte un día en que el crío estaba hablando por teléfono y le oí contarle a un amigo que a veces fumaba porros contigo. Menos mal que cuando colgó me dijo que era muy de vez en cuando, por eso te libraste. Pero que te quede claro que sé que a veces fuma contigo. Y no me hace mucha gracia, y menos me la hacía entonces. Pero no decía nada porque como era tan buen estudiante…

Noté a mi cuñada algo avergonzada, se calló y casi parecía que ni se atrevía a mirarme, así que yo, como si estuviera muy suelta, fui y le dije:

—Mira, con lo que tenemos encima no vamos a ponernos a discutir por eso. Venga, enciende uno que tengo mucha curiosidad por ver a qué sabe. Ojalá me distraiga un poco, que tengo la cabeza que me va a estallar.

—Primero tengo que liarlo.

—¡Ah! ¿No los venden hechos?

Pues mira, no. Sacó una piedra marrón y un cigarro normal y corriente, rompió el cigarro, luego le prendió fuego a la piedra y después se puso a mezclar una cosa con la otra. ¡Madre de Dios, qué jaleo lleva eso!

—A ver, Mari —me dijo Carmen como si estuviera explicándome la lección—, dale una calada muy pequeña y te metes el humo para adentro.

Fumé muy poquito, como ella me había dicho. Y me tragué el humo.

—Dame un poquito más, que no me entero de nada.

—Mari, todavía es pronto para que lo notes.

—¡Anda y calla!

Y le di otra calada. Y luego otra más fuerte, hasta que mi cuñada me arrancó el porro de las manos porque se ve que ya era demasiado.

—Carmen.

—Qué.

—¿Te acuerdas de lo gorda que eras de pequeña? ¡Menudas piernas tenías! Parecían jamones.

—En el colegio se metían mucho conmigo, no me lo recuerdes tú ahora.

—No me extraña, con aquellas trenzas que te ponía tu madre, que parecían de esparto. Uy, qué risa más tonta me está entrando. ¿Y tú, Carmen, de qué te ríes tú?

—¿Te acuerdas de cuando llegasteis el Jorge y tú y les dijisteis a mis padres que estabas preñada?

—Calla, calla, qué disgusto se llevó tu madre. Pues oye, cuando se alborotó tanto tendría que haberle respondido: «¿No perdió usted a una hermana pequeña en la guerra, que no hace más que recordárselo a todo el mundo? ¡Pues yo vengo con el repuesto!».

No podíamos dejar de reír, cuanto más reíamos más queríamos. ¿Cuánto tiempo pudimos pasar así? No lo sé, pero luego nos entró una modorra la mar de agradable.

—Carmen, yo sé que mi hijo tiene mucha confianza contigo y te cuenta cosas que no nos dice a nosotros. ¿A ti te ha dicho que le gustan los hombres?

—No, la verdad es que no.

—¿Y tú qué crees?

—Que sí.

—¿Y crees que es feliz?

—Ahora igual no. Pero no te preocupes, lo será.

—¿Nos vamos a dormir?

—Sí, Mari, que mañana quiero ir bien temprano a la farmacia a comprar pañales, que no quiero que nos quedemos sin…

—Carmen.

—Qué.

—A veces tengo miedo.

—Mari, lo raro sería que no lo tuvieras. Buenas noches.

—Venga,
Pronto
, vámonos al comedor, que el Jorge ya se ha ido a Madrid.

El chico tenía que irse, debía seguir trabajando, era su obligación, y yo lo entiendo. Lleva conmigo una semana y media, desde la muerte de su padre. Creo que estaba deseando largarse, pero a mí se me ha encogido el corazón cuando antes de subirse al taxi ha levantado la cabeza y nos hemos dicho adiós moviendo la mano, como hacemos siempre. Cuando se ha cerrado la portezuela del coche me han dado ganas de seguir apoyada en la barandilla del balcón y pasarme un tiempo ahí, como hacía antes, sólo que entonces sabía que tampoco podía entretenerme mucho, porque tenía que ponerme con la comida, la plancha, mis zurcidos… ¿Y ahora?, ¿ahora qué? Pues ahora el perro, el
Pronto
. El Jorge me lo ha dejado porque así sabe que como mínimo tengo que bajar tres veces al día a la calle; con lo que yo me he reído de la gente que va con su perro a todos los lados, y ahora voy a ser yo una de esas.

Voy a sentarme en el sillón, estoy muy cansada. Madre mía, qué cansancio llevo encima. Me di cuenta cuando te metieron en el nicho, Jorge; de repente me dieron ganas de dormir, de acostarme y pasarme días enteros en la cama durmiendo. ¡Cuánta gente fue al entierro! ¡Cuánto te querían! ¡Y cómo te quería yo! ¿Cómo no iba a quererte? No sabías ir a ningún sitio sin mí, que yo te decía: «Pero, hijo, sal con tus amigos, déjame a mí un poco tranquila», y tú me contestabas: «Es que sin ti no me lo paso bien, por eso quiero que vengas». Y yo hacía como que me enfadaba, pero me gustaba mucho que me dijeras aquellas cosas. Qué lástima, por Dios, qué lástima. Yo que antes no me compraba bragas para ahorrar, tú que has trabajado más horas que un reloj, que algunas veces nos las hemos visto y deseado para llegar a fin de mes, y ahora que estábamos viviendo cómodamente me quedo sola. A lo mejor me pongo otra vez a zurcir, para entretenerme.


Pronto
, ven conmigo al sillón.

Me gusta acariciarle la cabecica. La de noches que me he pasado acariciando la tuya, Jorge. El médico me decía que ya no reconocías a nadie, pero yo sé que cuando te pasaba los dedos por el pelo te acordabas de mí, porque te reías, porque seguramente te venía a la cabeza cuando ibas a buscarme al pasaje de la calle Industria, cuando trabajaba yo con la Mercedes zurciendo, o puede que a lo mejor también te acordaras de lo bien que lo pasamos cuando nos fuimos los dos solicos a Lisboa y nos metimos a cenar en una casa de fados. ¡Ay, madre mía, lo que nos pudimos reír! Tú empeñado en ir y yo, nada decidida, que te decía: «¡Uy, no sé!», y cuando ya por fin me convenciste y empezaron a cantar tan triste, venga una canción, venga otra, tú no sabías dónde meterte. Pero hacías como que te gustaba, y se te notaba a la legua que te aburrías como una ostra, hasta que yo te dije:

—Venga, vámonos.

—No, Mari, qué vergüenza.

—Cómo que no, ni fados ni fadas, que me estoy durmiendo.

Y cuando ya estábamos en la calle tuvieron que llamarnos la atención de la risa que nos dio.

Qué sola está la casa sin ti, Jorge. A estas horas estaría ya atándote a la silla del ordenador para llevarte a la cama. Menos mal que el piso no es grande, ¿ves como el octavo tercera también tiene cosas buenas? Tú imagínate lo que habría sido tener que llevarte de un sitio a otro en una silla en un piso grande, ¡ay, que se me escapa la risa! Si estoy riendo por no llorar, porque como empiece no termino, y encima tendré que sacar al
Pronto
a la calle y la gente me parará, y me hablará de ti, y yo qué voy a decirles con las pocas ganas que tengo de hablar de ti con nadie, porque tú eres mío, que es como si te tuviera dentro de mi corazón con un tapón cerrado a cal y canto, y cuando los demás me hablan de ti es como si el tapón se abriera y se me fuera un poquito de mi Jorge, y yo no quiero eso, yo quiero que todo lo que he vivido y lo que he pasado contigo se quede conmigo, porque ha sido muy bueno.

Uy, ¿estoy hablando sola? Ya estoy como las locas. Y ahora me río.

—Anda,
Prontico
, vámonos a la calle un rato, que si no me voy a poner mala y eso no puede ser, porque mis hijos me necesitan. Y ahora tú también.

La promesa. La promesa que le hice al Jorge.

Yo no sé cómo acercarme al Jorge pequeño, aunque el viernes, un día después de que te enterrásemos, me dijo:

—Mama, acompáñame a Barcelona que tengo que ir a hacerme unos análisis.

—¿Unos análisis de qué, hijo?

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