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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La vidente de Kell (51 page)

—Supongo que sí. Está en algún lugar de mi torre.

—Junto con la mitad de la basura de la tierra.

—Está en la estantería de la pared sur —dijo Poledra—, detrás de una copia, comida por las ratas, de El Códice de Darine.

—¿De veras? —preguntó Belgarath—. ¿Cómo lo sabes?

—¿Recuerdas cómo me llamó Cyradis en Rheon?

—¿La mujer que observa?

—¿No responde eso a tu pregunta?

—¿Me lo dejarías prestado? —le preguntó Beldin a su hermano—. Aunque tal vez «regalar» sea el término más adecuado. Dudo que alguna vez pueda devolvértelo.

—Por supuesto, Beldin —respondió Belgarath—. De todos modos, no lo estaba usando.

—¿Podrías traérmelo?

Belgarath asintió con un gesto, extendió una mano y se concentró. El diamante que apareció de repente en su mano parecía un trozo de hielo, aunque tenía un peculiar tono rosado y era más grande que una manzana.

—¡Por los dientes y las uñas de Torak! —exclamó Yarblek.

—¿Estaríais dispuesto, pese a vuestra notable codicia, a aceptar esta pequeña insignificancia a cambio de la maravillosa mujer que habéis consentido en venderme? —preguntó Beldin con la voz de Feldegast, señalando la piedra que Belgarath tenía en la mano.

—Eso vale cien veces más que el máximo que alguien ha llegado a pagar por una mujer —dijo Yarblek con incredulidad.

—Entonces parece la cantidad apropiada —repuso Vella con aire triunfal—. Yarblek, cuando vuelvas a Gar og Nadrak haz correr la voz sobre esta compra. Quiero que durante los cien años venideros todas las mujeres del reino lloren cada noche en la cama, hasta dormirse, pensando en el precio que he conseguido obtener.

—Eres una mujer cruel, Vella —sonrió Yarblek.

—Es una cuestión de orgullo —dijo ella agitando su cabellera azabache—. Bueno, no hemos tardado demasiado, ¿verdad? —Se puso de pie y se sacudió el polvo con las manos—. ¿Tienes mis papeles de propiedad, Yarblek? —preguntó.

—Sí.

—Dáselos a mi nuevo dueño y firma el trato.

—Primero tendremos que dividir los beneficios, Vella —dijo él mirando con tristeza la piedra rosada—. Es una verdadera pena tener que partir esta preciosidad —añadió.

—Guárdatela —dijo ella—. Yo no la necesito.

—¿Estás segura?

—El diamante es todo tuyo, Yarblek. Ahora, saca esos papeles.

—¿De verdad estás segura, Vella? —insistió él.

—Nunca había estado tan segura de algo en mi vida —respondió ella.

—Es que es tan feo. Lo siento, Beldin, pero es la verdad. ¿Qué has visto en él, Vella?

—Sólo una cosa.

—¿De qué se trata?

—Puede volar —respondió ella con admiración.

Yarblek sacudió la cabeza y se acercó a su caballo. Sacó los papeles de una alforja, los firmó y se los entregó a Beldin.

—¿Y para qué iba a querer yo estos papeluchos? —preguntó Beldin, una vez más con la voz de Feldegast.

Garion notó que el hechicero jorobado estaba asustado por la intensidad de sus sentimientos y usaba aquel tono jocoso para ocultar su turbación.

—Guárdalos o tíralos a la basura —dijo Vella encogiéndose de hombros—. Ya no significan nada para mí.

—De acuerdo, cariñín —dijo él. Hizo una bola con los papeles y la sostuvo sobre la mano extendida. De repente la bola se incendió y pronto quedó convertida en un puñado de cenizas—. Ya está —dijo mientras soplaba las cenizas—. Ahora ya no nos molestarán más. ¿Es eso todo?

—No —respondió ella mientras extraía las dagas de sus botas. Luego sacó otras dos de su cinturón—. Aquí tienes —le dijo con una mirada súbitamente tierna—. Ya no las necesitaré más —añadió mientras entregaba los cuchillos a su nuevo dueño.

—¡Oh! —suspiró Polgara con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué ocurre, Polgara? —preguntó Durnik, alarmado.

—Este es el acto más sagrado que una mujer nadrak puede realizar —respondió Polgara mientras se secaba las lágrimas con la punta del delantal—. Se ha entregado totalmente a Beldin. ¡Es maravilloso!

—¿Y para qué iba a querer yo estos cuchillos, cariñín? —preguntó Beldin con una sonrisa afectuosa. Arrojó las dagas al aire, una a una, y todas desaparecieron convertidas en pequeñas nubecillas de humo. Luego se volvió—. Adiós, Belgarath —dijo—. Nos hemos divertido, ¿verdad?

—Lo hemos pasado muy bien —respondió Belgarath con lágrimas en los ojos.

—Durnik —continuó Beldin—, parece que tendrás que ocupar mi lugar.

—Hablas como un hombre al borde de la muerte —dijo Durnik.

—Oh, no, Durnik. No voy a morir..., sólo cambiaré un poco. Despídete de los gemelos por mí y explícales todo. Que disfrutes de tu fortuna, Yarblek, aunque creo que yo me llevo la mejor parte. Garion, intenta que el mundo continúe girando.

—Se supone que Eriond se encargará de eso.

—Lo sé, pero vigílalo. No permitas que se meta en líos.

Beldin no le dijo adiós a Ce'Nedra, se limitó a darle un sonoro beso a modo de despedida. Luego besó también a Polgara, que lo miró con los ojos llenos de amor.

—Adiós, vieja vaca —le dijo por fin a la hechicera, dándole una descarada palmada en el trasero, y luego miró su cintura con expresión sugerente—. Te avisé que si seguías comiendo tantos dulces te engordarías. —Ella lo besó con los ojos llenos de lágrimas—. Y ahora, cariñín —le dijo a Vella—, apartémonos un poco. Tengo unas cuantas cosas que decirte antes de partir.

Los dos caminaron cogidos de la mano hasta lo alto de una colina. Al llegar arriba, se detuvieron y conversaron unos instantes. Luego se abrazaron y se besaron con vehemencia. Entonces, sin separarse, sus siluetas se desdibujaron y parecieron desvanecerse.

Uno de los halcones tenía un aspecto muy familiar con sus brillantes rayas azules en las alas. Las rayas del otro, sin embargo, eran de un azul más pálido, del color de las flores de lavanda. Juntos se elevaron en el aire resplandeciente formando una suave espiral. Ascendieron más y más alto en aquella danza nupcial, hasta convertirse en dos minúsculos puntos que se alejaban hacia el valle.

Por fin desaparecieron para siempre.

Garion y los demás permanecieron en la cabaña dos semanas más. Luego, como era evidente que Polgara y Durnik querían estar solos, Poledra sugirió que se marcharan al valle. Tras prometer que volverían aquella noche, Garion y Ce'Nedra se marcharon con Belgarath y Poledra, llevando consigo a Geran y al cachorro de lobo.

Llegaron a la torre de Belgarath al mediodía y subieron por la escalera a la habitación circular de la planta superior.

—Cuidado con el escalón —dijo el anciano con aire ausente mientras subían.

Esta vez, sin embargo, Garion se detuvo y cedió el paso a los demás. Levantó la plancha de piedra que formaba el peldaño y descubrió un guijarro esférico, del tamaño de una avellana. Garion retiró el guijarro, se lo puso en el bolsillo y colocó el escalón en su sitio. Notó que todos los peldaños, excepto aquél, estaban gastados en el centro, y se preguntó durante cuántos siglos o milenios el anciano habría evitado pisarlo. Luego subió, bastante satisfecho de sí mismo.

—¿Qué hacías? —le preguntó Belgarath.

—He arreglado el escalón —le respondió Garion entregándole el guijarro al viejo—. Se movía porque tenía esto debajo. Ahora está firme.

—Echaré de menos ese peldaño, Garion —protestó su abuelo mirando fijamente el guijarro—. Ah, ahora que me acuerdo, yo puse esa piedra ahí adrede.

—¿Por qué? —preguntó Ce'Nedra.

—Es un diamante, Ce'Nedra —dijo Belgarath encogiéndose de hombros—. Quería descubrir cuánto tiempo tardaría en pulverizarse.

—¿Un diamante, dices? —preguntó ella con los ojos muy abiertos.

—Si quieres, puedes quedártelo —dijo él y se lo entregó.

Entonces, Ce'Nedra hizo algo que, teniendo en cuenta su ascendencia tolnedrana, podría definirse como un acto de absoluto desprendimiento.

—No, Belgarath —respondió ella—. No quisiera separarte de un viejo amigo. Garion y yo lo pondremos en su sitio antes de marcharnos.

Belgarath soltó una carcajada.

Mientras tanto, Geran y el joven lobo jugaban cerca de una ventana. El juego consistía en una batalla de manotazos, pero el lobo hacía descaradas trampas aprovechando cualquier oportunidad para lamer el cuello y la cara de Geran, lo que provocaba incontrolables ataques de risa en el pequeño.

Poledra contemplaba la atiborrada habitación circular.

—Es agradable volver a casa —dijo mientras acariciaba con ternura el respaldo lleno de arañazos de búho de una silla—. Me pasé mil años posada en esa silla —le dijo a Garion.

—¿Y qué hacías ahí, abuela? —preguntó Ce'Nedra, que, sin darse cuenta, había comenzado a usar los mismos apelativos que su marido.

—Lo miraba a él —respondió la mujer de cabello leonado—. Sabía que tarde o temprano repararía en mí, aunque nunca pensé que le llevaría tanto tiempo. Al final, tuve que hacer algo extraordinario para llamar su atención.

—¿Ah, sí?

—Elegí esta forma —dijo Poledra señalándose el pecho—. Parecía más interesado en mí como mujer que como búho o como loba.

—Siempre he querido preguntarte algo —intervino Belgarath—. No había ningún otro lobo en los alrededores cuando nos conocimos. ¿Qué estabas haciendo tú allí?

—Esperándote.

Él parpadeó, asombrado.

—¿Sabías que iría?

—Por supuesto.

—¿Cuándo sucedió ese encuentro? —preguntó Ce'Nedra.

—Cuando Torak robó el Orbe de Aldur —respondió Belgarath, aunque era evidente que pensaba en otra cosa—. Mi Maestro me había enviado al norte para que aconsejara a Belar, entonces yo adopté la forma de un lobo para ir más rápido. Poledra y yo nos encontramos en lo que ahora es el norte de Algaria. —Miró a su esposa—. ¿Quién te avisó de mi llegada? —preguntó.

—Nadie necesitó decírmelo, Belgarath —le respondió ella—, pues nací sabiendo que un día te encontraría. Sin embargo, tú te tomaste tu tiempo. —Miró alrededor con aire crítico—. Creo que deberíamos ordenar un poco la torre —sugirió—, y es evidente que esas ventanas necesitan cortinas.

—¿Lo ves? —le dijo Belgarath a Garion.

Por fin llegó la hora de los besos, abrazos, apretones de mano y algunas lágrimas, aunque no demasiadas. Después Ce'Nedra cogió a Geran, Garion al cachorrillo y todos comenzaron a bajar las escaleras.

—Ah —dijo Garion cuando estaban a mitad de camino—. Dame el diamante. Lo pondré en su sitio.

—¿No sería lo mismo si pusieras un simple guijarro? —respondió Ce'Nedra con una mirada calculadora.

—Ce'Nedra —dijo Garion—, si quieres un diamante, te compraré uno.

—Lo sé, cariño, pero si me guardo éste, tendré dos.

Él rió, le sacó con esfuerzo el diamante del puño apretado y lo colocó en su sitio.

Montaron en sus caballos y se alejaron despacio de la torre, bajo el radiante sol del mediodía estival. Ce'Nedra llevaba a Geran y el lobo correteaba a su lado, apartándose sólo de vez en cuando para perseguir a algún conejo.

Después de un rato de viaje, Garion oyó un sonido familiar y tiró de las riendas de Chretienne.

—Mira, Ce'Nedra —dijo señalando hacia la torre.

—No veo nada —respondió Ce'Nedra después de girarse hacia allí.

—Espera. Sólo tardarán un minuto.

—¿Quiénes?

—El abuelo y la abuela. Allí están.

Dos lobos atravesaron la puerta abierta de la torre y retozaron lado a lado hacia los prados lozanos. Su forma de correr reflejaba un intenso sentimiento de libertad y placer.

—Creí que se iban a poner a limpiar la torre —dijo Ce'Nedra.

—Esto es más importante, Ce'Nedra. Mucho más importante.

Llegaron a la cabaña poco antes de la puesta de sol. Durnik seguía ocupado en el campo y Polgara canturreaba en la cocina. Ce'Nedra entró en la casa y Garion salió al encuentro de Durnik con el lobo.

La cena de aquella noche consistió en un ganso asado con su correspondiente guarnición: salsa, relleno, tres tipos de verdura y pan fresco, todavía caliente y untado con abundante mantequilla.

—¿De dónde has sacado el ganso, Pol? —preguntó Durnik a su mujer.

—Hice trampa —admitió ella con calma.

—¡Pol!

—Te lo explicaré otro día, cariño. Ahora comamos antes de que se enfríe.

Después de comer, se sentaron junto al hogar. El fuego no era estrictamente necesario, y de hecho las ventanas y las puertas estaban abiertas, pero unos leños encendidos formaban parte del concepto de hogar y a veces resultaban imprescindibles, aunque no lo fueran desde un punto de vista material.

Polgara tenía a Geran sobre su regazo y apretaba su mejilla contra los rizos dorados del niño con expresión de satisfacción.

—Sólo estoy practicando —le dijo a Ce'Nedra en voz baja.

—Nunca perderás la práctica, tía Pol —dijo la reina de Riva—. Has criado a cientos de niños.

—Tampoco han sido tantos, cariño. De todos modos, no viene mal tener uno siempre a mano.

El lobo estaba dormido frente al fuego, pero emitía pequeños gemidos y sus patas se crispaban.

—Está soñando —sonrió Durnik.

—No me sorprende —dijo Garion—, se ha pasado todo el camino desde la torre del abuelo persiguiendo conejos. Sin embargo, no consiguió cazar ni uno. Supongo que no se habrá esforzado demasiado.

—Hablando de sueños —dijo tía Pol mientras se ponía de pie—. Vosotros dos, vuestro hijo y vuestro cachorro querréis salir temprano por la mañana. ¿Por qué no nos vamos todos a dormir?

Se levantaron al amanecer, y después de un copioso desayuno, Garion y Durnik ensillaron los caballos.

La despedida fue breve. Los cuatro sabían que volverían a verse pronto y no se demoraron en saludos. Tras unas pocas palabras, algunos besos y un firme apretón de manos entre Durnik y Garion, la familia del rey de Riva se alejó colina arriba.

A mitad de camino, Ce'Nedra se giró y gritó:

—Tía Pol, te quiero.

—Lo sé, cariño —le respondió la hechicera—. Yo también a ti.

Y luego Garion los condujo de regreso a casa.

Epílogo

Estaban a mediados de otoño. El Consejo alorn se había celebrado en Riva a finales del verano y había resultado animado, incluso bullicioso. Habían asistido muchas personas que no solían estar presentes. Los monarcas ajenos a Alorn, con sus respectivas reinas, prácticamente habían superado a los monarcas alorns. Damas procedentes de todo el oeste habían prodigado efusivas felicitaciones a Polgara y a Ce'Nedra, mientras Geran atraía a los niños presentes con su simpatía y porque el pequeño príncipe había descubierto una ruta olvidada a la despensa de los pasteles con todos sus tesoros. En honor a la verdad, el consejo de aquel año trató muy pocos asuntos de Estado. Luego, como de costumbre, una serie de tormentas de verano anunciaron el fin de las reuniones y la necesidad de que los visitantes comenzaran a pensar con seriedad en regresar a sus respectivas casas. Aquélla era la gran ventaja de realizar el Consejo en Riva. Aunque los invitados quisieran prolongar su estancia, la implacable marcha de las estaciones los convencía de que debían irse.

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