La virgen de los sicarios (6 page)

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Authors: Fernando Vallejo

"Me gustaría terminar así –le dije a Alexis–, comido por esas aves para después salir volando". A mí que no me metan en camisa de ataúd por la fuerza: que me tiren a uno de esos botaderos de cadáveres con platanar y prohibición expresa, escrita, para violarla, que es como he vivido y como lo dispongo aquí.

Desde el morro del Pan de Azúcar hasta el Picacho vuelan los gallinazos con sus plumas negras, con sus almas limpias sobre el valle, y son, como van las cosas, la mejor prueba que tengo de la existencia de Dios.

En tanto, mientras llamamos a Éste a pedirle cuentas, sigamos ajustándoselas a nuestros paisanos de aquí abajo.

Después de los dos sicarios de Aranjuez con moto ¿quién siguió? ¿Siguió la empleada grosera, o el taxista altanero? Aquí si ya no sé, con esta memoria cansada se me empiezan a embrollar los muertos. ¡Para Funes el memorioso nuestro ex presidente Barco! Como el orden de los factores no altera el producto, que pase primero el taxista altanero. Sucedieron así las cosas: frente a la antigua estación del Ferrocarril de Antioquia (ya desmantelado porque se robaron los rieles), tomamos un taxi entre buses atestados. Pues, para variar, llevaba el taxista el radio prendido tocando vallenatos, que son una carraca con raspa y que no soporta mi delicado oído. "Bájele al radio, señor, por favor", le pidió este su servidor con la suavidad que lo caracteriza. ¿Qué hizo el ofendido? Le subió el volumen a lo que daba, "a todo taco". "Entonces pare, que nos vamos a bajar", le dije. Paró en seco, con un frenazo de padre y señor mío que nos mandó hacia adelante, y para rematar mientras nos bajábamos nos remachó la madre: "Se bajan, hijueputas", y arrancó: arrancó casi sin que tocáramos el piso, haciendo rechinar las llantas.

De los mencionados hijueputas, yo me bajé humildemente por la derecha, y Alexis por la izquierda: por la izquierda, por su occipital o huesito posterior, trasero, le entró el certero tiro al ofuscado, al cerebro, y le apagó la ofuscación. Ya no tuvo que ver más con pasajeros impertinentes el taxista, se licenció de trabajar, lo licenció la Muerte: la Muerte, la justiciera, la mejor patrona, lo jubiló.

Con el impulso que llevaba el taxi por la rabia, más el que le añadió el tiro, se siguió hasta ir a dar contra un poste a explotar, mas no sin antes llevarse en su carrera loca hacia el otro toldo a una señora embarazada y con dos niñitos, la cual ya no tuvo más, truncándose así la que prometía ser una larga carrera de maternidad.

¡Qué esplendida explosión! Las llamas abrasaron al vehículo malhechor pero Alexis y yo tuvimos tiempo de acercarnos a ver cómo ardía el muñeco. De lo más de bien, como dicen aquí con este idioma tan expresivo. "¡Que una soda para apagarlo!" pedía a gritos un transeúnte imbécil. "Y de dónde vamos a sacar una soda, hombre. ¿Acaso somos James Bond que lleva todo lo que se necesita encima? Déjelo que se acabe de quemar para que ya no sufra". Treinta y cinco mil taxis había en Medellín; quedaban treinta y cuatro mil novecientos noventa y nueve.

Y llegado aquí sí me quito el sombrero ante el ex presidente Barco. Tenía razón, todo el problema de Colombia es una cuestión de semántica. Vamos a ver: "hijueputa" aquí significa mucho o no significa nada.

"¡Qué frío tan hijueputa!", por ejemplo, quiere decir: ¡qué frío tan intenso! "Es un tipo de una inteligencia la hijueputa" quiere decir: muy inteligente. Pero "hijueputas" a secas como nos dijo ese desgraciado, ah, eso ya sí es otra cosa. Es el veneno que te escupe la serpiente. Y a las serpientes venenosas hay que quebrarles la cabeza: o ellas o uno, así lo dispuso mi Dios.

Muerta la serpiente seguimos con Eva, la empleada de la cafetería: murió de un tiro en la boca. Cuando nos tiró el café la delicada, porque le pedimos una servilleta entera y no esos triangulitos de papel minúsculos con los que no se limpia ni la trompa una hormiga, a Alexis lo primero que se le ocurrió fue la boca, y por la boca se despachó a la maldita. Guardó su juguete y salimos de la cafetería como si tales, limpiándonos satisfechos con un palillo los dientes. "Aquí se come muy bien, hay que volver".

Como usted comprenderá nunca volvimos. Eso de que se vuelve al sitio son pendejadas de Dostoievsky. Volvería él cuando mató a la vieja, yo no. ¿Para qué? ¿Habiendo tanta cafetería en Medellín y tan atentas?

Por esos días de tanto refuego se empeñó Alexis en que le comprara una miniUzi. "Por ningún motivo, ni lo sueñes, una miniUzi jamás. Eso es muy visible, nos pone muy banderas". Para mí era casi como una erección en el bus. ¿Se imaginan ustedes a uno andando con una subametralladora acomodada entre los pantalones? ¿Que cómo son? Ah, yo no sé, nunca se la compré. Según él, que la policía me la vendía, que yo era muy verraco pa convencer. "Seré yo muy verraco, ¿pero qué les voy a alegar a ésos?" ¿Que la necesito para defenderme del televisor y sus continuos atentados al idioma? No, aunque mi más profundo deseo fuera complacerlo, definitivamente no. Ahora, pasado el tiempo, me río de esos adverbios en "mente", tan largos pero tan desinflados. Son meras apariencias. Si hubiera insistido un poquito, yo me conozco, hubiera ido adonde el mismísimo general comandante en jefe a comprarle su miniUzi. El último gramático de Colombia, que tuvo tantos y tan famosos, no puede andar con menos que con una miniUzi para su protección personal, ¿o no, mi general? Otra cosa es que tenga uno tiempo para sacarla. En este oeste...

Tampoco le compré la moto. ¿Me pueden ver a mí, con esta dignidad, con estos años, abrazado a él de "parrillero" en una moto envenenada, todos vendados? No, que ni lo soñara. "Así que me va apagando ese radio, señor taxista, que hoy no ando pa discusiones". Y santo remedio, lo apagaban. Algo oían en mi tono de perentorio, la voz de Thánatos, que les quitaba toda gana de disentir: o lo apagaban o lo apagaban. ¡Qué delicia viajar entre el ruido en el silencio! El suave ruido de afuera entraba por una ventanilla del taxi y salía por la otra purificado de agresiones personales, como filtrado por el silencio de adentro.

Y ahora qué, sin miniUzi, sin moto, ¿qué nos ponemos a hacer? "Ponte a leer Dos Años de Vacaciones, niño". ¡Qué iba a leer! No tenía la paciencia. Todo lo quería ya, como un tiro por entre un tubo.

Por lo menos era martes, día de peregrinación a Sabaneta: cuando llegamos en plena plaza se estaban encendiendo a bala dos bandas que no se podían ver, pero que ni en pintura. Se estaban dando plomo a lo loco estos dos combos "por cuestiones territoriales", como decían antes los biólogos y como dicen ahora los sociólogos. ¿Territoriales? ¿Dos bandas de la comuna nororiental, que como su nombre lo indica está en el Norte, agarradas de la greña en Sabaneta, que está en el Sur, en el otro extremo? Sabaneta goza de extraterritorialidad, amigos, y aquí no me vengan a dirimir sus querellas de barrio: esto es mar abierto para todos los tiburones. ¡O qué! ¿Creen que María Auxiliadora es propiedad privada? María Auxiliadora es de todos y el parque de nadie: que ninguno sueñe con que es propio porque orinó primero, porque en este parque nadie orina.

Eso que dije yo es lo que debió decir la autoridad, pero como aquí no hay autoridad sino para robar, para saquear a la res pública... Y así me encuentro a Sabaneta, el pueblo sagrado de mi niñez, en el bochinche y la guachafita, en el más descarado desorden que me están introduciendo estos cabrones. Mi indignación no podía más, me estaba dando un ataque de ira santa. "¡Uuuuuu! ¡Uuuuuu!" aullaba una ambulancia con su letrero de ambulancia escrito al revés para que uno tenga que leerlo patas arriba dando la vuelta; paraba en seco y se bajaban dos camilleros a recoger a los muertos. Dos, tres, cuatro... ¿Esto es la guerra de Bosnia-Herzegovina o qué, una masacre? Y hé aquí otro ejemplo de lo hiperbólico que se nos ha vuelto el idioma en manos de los "comunicadores sociales". ¿Una masacre de cuatro? Eso es puro desinflamiento semántico. ¡Masacres las de ahora tiempos! Cuando los conservadores decapitaban de una a cien liberales y viceversa. Cien cadáveres sin cabeza y descalzos porque el campesino de entonces no usaba zapatos. ¡Ésas sí son masacres! Ustedes muchachitos de hoy en día no han visto nada, les está tocando muy bueno. ¡Masacres!

Treinta y tres millones de colombianos no caben en toda la vastedad de los infiernos. Hay que dejar un espacio prudente entre dos de ellos para que no se maten, digamos una cuadra, de suerte que si no se pueden ver por lo menos se divisen. ¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan. "Acaban hasta con el nido de la perra" como decía mi abuela, pero no de ellos: de sus treinta nietos.

Mi abuela no conoció las comunas, se murió sin. En santa paz.

Entramos en la iglesia, pasamos ante el Señor Caído, y seguimos hasta el altar del fondo en la nave izquierda, el de María Auxiliadora, la virgencita alegre con el Niño, flotando sobre un mar de ofrendas de flores y constelada de estrellas. Adultos y viejos llenaban la iglesia y, cosa notable, muchachos con el corte de pelo de los punkeros, rezando, confesándose: los sicarios. ¿Qué pedirán? ¿De qué se confesarán? ¡Cuánto daría por saberlo y sus exactas palabras! Saliendo como una luz turbia de la oscuridad de unos socavones, esas palabras me revelarían su más profunda verdad, su más oculta intimidad. "Yo debo de ser muy malo, padre, porque he matado a quince". ¿Eso, por ejemplo? La presencia de tantos jóvenes en la iglesita de Sabaneta me causaba asombro. Pero ¿asombro por qué? También yo estaba allí y veníamos á buscar lo mismo: paz, silencio en la penumbra. Tenemos los ojos cansados de tanto ver, y los oídos de tanto oír, y el corazón de tanto odiar.

"
Madre Sant
í
sima, Mar
í
a Auxiliadora, se
ñ
ora de bondad y de misericordia, posternado a vuestros pies y avergonzado de mis culpas, lleno de confianza en vos os suplico atend
á
is este ruego: que cuando llegue mi
ú
ltima hora, por fin, acud
á
is en mi socorro para que tenga la muerte del justo. Ahuyentad al esp
í
ritu maligno y su silbo traicionero, y libradme de la condenaci
ó
n eterna, que la pesadilla del infierno ya la he vivido en esta vida y con creces: con mi pr
ó
jimo. Am
é
n".

A ver, ustedes que dizque son tan buenos católicos ¿me sabrán decir en qué iglesia de Medellín está San Pedro Claver? En la de la Sagrada Familia no. En la del Carmelo no. En la del Rosario no. En la del Calvario tampoco. ¿Dónde pues? En la iglesia de San Ignacio, en la nave derecha. ¿Y en dónde está el beato de la Colombiére? ¿En la de la Asunción? ¿En la de la Visitación? ¿En la de Cristo Rey? ¿En la de Jesús Obrero? No, no, no y tampoco. En ninguna de ésas está: está también en la de San Ignacio, en el altar mayor, al lado de éste. ¿Y saben, por lo menos, en cuál está San Cayetano? Pues sepan por si no lo saben que en la de San Cayetano, como San Blas en la de San Blas, y San Bernardo en la de San Bernardo.

Ciento cincuenta iglesias tiene Medellín, mal contadas, casi como cantinas, una exageración, y descontando las de las comunas a las que sólo sube mi Dios con escolta, las conozco todas. Todas, todas, todas. A todas he ido a buscarlo. Por lo general están cerradas y tienen los relojes parados a las horas más dispares, como los del apartamento de mi amigo José Antonio donde conocí a Alexis. Relojes que son corazones muertos, sin su tictac.

Ha de saber Dios que todo lo ve, lo oye y lo entiende, que en su Basílica Mayor, nuestra Catedral Metropolitana, en las bancas de atrás se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana. Por eso, cuando está abierta, suele haber un policía vigilando. Pregúntenle a ver si invento. ¿Y Cristo dónde está? ¿El puritano rabioso que sacó a fuete a los mercaderes del templo? ¿Es que la cruz lo curó de rabietas, y ya no ve ni oye ni huele? Al olor sacrosanto del incienso se mezcla el de la marihuana, la que sopla desde afuera, desde el atrio, o la que se fuma adentro. La mezcla te produce cierta religiosa alucinación y ves o no ves a Dios, dependiendo de quien seas.

Años hace que no venía a esta catedral al Oficio de Difuntos, a rezar por Medellín y su muerte, pero ahora Alexis, mi niño, me acompaña. He dejado de ser uno y somos dos: uno solo inseparable en dos personas distintas. Es mi nueva teología de la Dualidad, opuesta a la de la Trinidad: dos personas que son las que se necesitan para el amor; tres ya empieza a ser orgía. Viniendo de la catedral, en el parque de Bolívar donde Junín desemboca a éste, en ese Centro Comercial de ladrillo que construyeron sobre el sitio mismo en que se levantaban, siglos ha, arqueológicamente, las dos cantinas de mi juventud, el Metropol y el Miami, ahí presenciamos la escena: un gamincito sucio y grosero insultaba llorando a un policía: "¡Gonorrea! –le decía–. ¡Por qué me pegaste, gonorrea!" Y tres de los espectadores del corrillo defendiéndolo. Son esos defensores de los "derechos humanos", o sea los de los delincuentes, que aquí surgen por todas partes espontáneamente para sumársele al "defensor del pueblo" que instituyó la nueva Constitución que convocó el bobo marica. Yo no sé por qué le pegaría el policía y si le pegó, pero la palabra en boca de ese niño era la más cargada de rencor y de odio que he oído en mi vida. ¡Y miren que he vivido! "¡Gonorrea!" El infierno entero concentrado en un taco de dinamita. "Si este hijueputica –pensé yo– se comporta así de alzado con la autoridad a los siete años, ¿qué va a ser cuando crezca? Éste es el que me va a matar". Pero no, mi señora Muerte tenía dispuesto para esta criaturita otra cosa esa tarde. El policía, uno de esos jovencitos bachilleres que están reclutando ahora para lanzarlos, sin armas y atados de manos por las alcahueterías de la ley, al foso de los leones, no sabía qué hacer, qué decir. Y los tres defensores enfurecidos, abogando por el minúsculo delincuente y cacariando, amparados desde la valentía cobarde de la turbamulta, que dizque estaban dispuestos que dizque a hacerse matar, que dizque si fuera necesario, del que no tenía armas. Pues se hicieron pero del que sí: sacó el Ángel Exterminador su espada de fuego, su "tote", su "fierro", su juguete, y de un relámpago para cada uno en la frente los fulminó. ¿A los tres? No bobito, a los cuatro. Al gamincito también, claro que sí, por supuesto, no faltaba más hombre. A esta gonorreíta tierna también le puso en el susodicho sitio su cruz de ceniza y lo curó, para siempre, del mal de la existencia que aquí a tantos aqueja.

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