Read La virgen de los sicarios Online
Authors: Fernando Vallejo
Sin alias, sin apellido, con su solo nombre, Alexis era el Ángel Exterminador que había descendido sobre Medellín a acabar con su raza perversa. "Vaya a buscar a su superior –le aconsejé al pobre policía jovencito cuando lo vi tan perplejo– y le cuenta lo que pasó, y que después decidan ellos, con cabeza fría, cómo ocurrieron las cosas". Y seguí mi camino tras Alexis, y sin más tomamos el primer taxi que pasó. "¿Qué pasó?" preguntó el desgraciado taxista viendo el tropel que se armaba afuera, y subiéndole instintivamente al radio a ver si daban la noticia. "Nada –contesté–. Cuatro muertos. Y apague el loro que venimos supremamente ofuscados". Se lo dije en uno de esos tonos que he cogido que no admiten réplica, y dócil, sumiso, vil, lo apagó.
De las comunas de Medellín la nororiental es la más excitante. No sé por qué, pero se me metió en la cabeza. Tal vez porque de allí, creo yo, son los sicarios más bellos. Mas no pienso subir a constatarlo. Si la Muerte me quiere, si está enamorada de mí, que baje aquí.
"Enamorada" dije y efectivamente, en el sentido de las comunas. Como cuando un muchacho de allí dice: "Ese tombo está enamorado de mí". Un "tombo" es un policía, ¿pero "enamorado"? ¿Es que es marica? No, es que lo quiere matar. En eso consiste su enamoramiento: en lo contrario. Cualquier sociólogo chambón de esos que andan por ahí analizando en las "consejerías para la paz", concluiría de esto que al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma. ¡Qué va! Es que el idioma es así, de por sí ya es loco. Y la Muerte una obsesiva laboradora. No descansa. Ni lunes ni martes ni miércoles ni jueves ni viernes ni sábados y domingos, fiestas civiles y de guardar, puentes y superpuentes, días del padre, de la madre, de la amistad, del trabajo... ¡Del trabajo, carajo, ni ése descansa! Pero trabajando así, con tanto tesón, sin crear nuevas fuentes de empleo disminuye el desempleo que aquí, según dicen los tanatólogos, es el que trae más violencia. O sea que mientras más muertos menos muertos. Mi señora Muerte pues, misiá, mi doña, la paradójica, es la que aquí se necesita. Por eso anda toda ventiada por, Medellín día y noche en su afán haciendo lo que puede, compitiendo con semejante paridera, la más atroz. Este continuo nacer de niños y el suero oral le están sacando canas.
Las comunas son, como he dicho, tremendas. Pero no me crean mucho que sólo las conozco por referencias, por las malas lenguas: casas y casas y casas, feas, feas, feas, encaramadas obscenamente las unas sobre las otras, ensordeciéndose con sus radios, día y noche, noche y día a ver cuál puede más, tronando en cada casa, en cada cuarto, desgañitándose en vallenatos y partidos de fútbol, música salsa y rock, sin parar la carraca. ¿Cómo le hacía la humanidad para respirar antes de inventar el radio? Yo no sé, pero el maldito loro convirtió el paraíso terrenal en un infierno: el infierno. No la plancha ardiente, no el caldero hirviendo: el tormento del infierno es el ruido. El ruido es la quemazón de las almas.
Cada comuna está dividida en varios barrios, y cada barrio repartido en varias bandas: cinco, diez, quince muchachos que forman una jauría que por donde orina nadie pasa. Es la tan mentada "territorialidad" de las pandillas que se estaba decidiendo la otra tarde en Sabaneta. Por razones "territoriales", un muchacho de un barrio no puede transitar por las calles de otro. Eso sería un insulto insufrible a la propiedad, que aquí es sagrada. Tanto pero tanto tanto que en este país del Corazón de Jesús por unos tenis uno mata o se hace matar. Por unos tenis apestosos estamos dispuestos a irnos a averiguar a qué huele la eternidad. Yo digo que a perfume neutro. Pero no nos desviemos de las comunas de aquí abajo y sigamos subiendo, viendo: ojos secretos nos espían por las rendijas: ¿Quiénes seremos? ¿Qué querremos? ¿A qué vendremos? ¿Seremos sicarios contratados, o vendremos a contratar sicarios?
Asolados por las bandas, se ven aquí y allá negocitos entre rejas: una venta, por ejemplo, de aguardiente, o un "granero" con su extenso surtido de cuatro plátanos, cuatro yucas y unos limones podridos. Los limones de Colombia son una vergüenza, no se dan; el musgo de la humedad los asfixia. Aquí nunca tendremos limones buenos. Ni cine: al que le da por filmar le roban las cámaras. Si no, ¡qué película no te harías para Colombia y la eternidad que nos diera la palma de oro del Festival de Cannes! Por estas callejuelas empinadas, por estas escalinatas de cemento que van subiendo lentamente, cansadamente, dolorosamente rumbo al cielo, que no es nuestro, ascendiendo de escalón en escalón y los escalones tallados en las laderas de la montaña, en su tierra amarilla y yerma, en el mismo barro de que hizo Dios al hombre, su juguete, perdiéndonos en el laberinto de los callejones y de los odios, tratando de desentrañar lo inextricable, la trama enmarañada de los rencores y los ajustes de cuentas que se heredan de padres a hijos y se pasan de hermanos a hermanos como el sarampión, ¿qué decía? Que qué película tan hermosa, tan dolorosa no haríamos. Pero no, ésos son sueños y los sueños sueños son. Y a Medellín, además, el cine y la novela le quedan muy chiquitos. Algún día, cuando menos lo pensemos, queriendo o no queriendo, iremos a dar a la morgue a ver si sí o si no, a contar cadáveres, a sumárselos a las cifras desorbitadas de la Muerte, mi señora, la única que aquí reina.
Sí señor. La lucha implacable es a muerte, esta guerra no deja heridos porque después se nos vuelven culebras sueltas. No señor.
Antaño, en época de lluvias bajaban por los barriales resbalando, patinando; eran montañas sin calles, tierreros, pero por donde se podía transitar libremente. Estos barrios cuando los fundaron eran, como se dice, "barrios de puertas abiertas". Ya nunca más. Las guerras de las bandas están casadas: de barrio con barrio, de cuadra con cuadra. Una muerte trae otra muerte y el odio más odio. Esto es así, la ley del gato que gira y gira queriendo agarrarse la cola. Y las rachas de violencia que no apagan los entierros... Por el contrario, las encienden. Se diría que en las comunas los destinos de los vivos están en manos de los muertos. El odio es como la pobreza: son arenas movedizas de las que no sale nadie: mientras más chapalea uno más se hunde.
¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis? preguntará usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un principio de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos. Y van los ladridos de los perros de terraza en terraza gritándonos a voz en cuello que son mejores que nosotros.
Desde esas planchas o terrazas de las comunas se divisa a Medellín. Y de veras que es hermoso. Desde arriba o desde abajo, desde un lado o desde el otro, como mi niño Alexis. Por donde lo mire usted. Rodaderos, basureros, barrancas, cañadas, quebradas, eso son las comunas. Y el laberinto de calles ciegas de construcciones caóticas, vivida prueba de cómo nacieron: como barrios "de invasión" o "piratas", sin planificación urbana, levantadas las casas de prisa sobre terrenos robados, y defendidas con sangre por los que se los robaron no se las fueran a robar. ¿Un ladrón robado? Dios libre y guarde de semejante aberración, primero la muerte. Aquí el ladrón no se deja, mata por no dejarse o se hace matar. Y es que en Colombia la posesión de lo robado y la prescripción del delito hacen la ley. Es cuestión de aguantar. Después, poco a poco, de ladrillito en ladrillito, va construyendo uno la segunda planta de la casa sobre la primera, como el odio de hoy se construye sobre el odio de ayer.
Parados en una esquina de las comunas, los sobrevivientes de las bandas esperan a ver quién viene a contratarlos o a ver qué pasa. Ni nadie viene ni nada pasa: eso era antes, en los buenos tiempos, cuando el narcotráfico les encendía las ilusiones. No sueñen más, muchachos, que esos tiempos, como todo, ya pasaron. ¡O qué! ¿También se creyeron ustedes eternos porque se estaban muriendo rápido? Parchados en una esquina de las comunas, viendo correr las horas desde una encrucijada del tiempo, los muchachos de las antiguas bandas hoy son fantasmas de lo que fueron. Sin pasado, sin presente, sin futuro, la realidad no es la realidad en las barriadas de las montañas que circundan a Medellín: es un sueño de basuco. En tanto, la Muerte sigue subiendo, bajando, incansable, por esas calles empinadas. Sólo nuestra fe católica más nuestra vocación reproductora la pueden contrarrestar un poco.
Si de las comunas la que más me gusta es la nororiental, de los presidentes de Colombia el que prefiero es Barco. Por sobre el terror unánime, cuando plumas y lenguas callaban y culos temblaban le declaró la guerra al narcotráfico (él la declaró aunque la perdimos nosotros, pero bueno). Por su lucidez, por su memoria, por su inteligencia y valor, vaya aquí este recuerdo. Pensando que todavía era ministro del presidente Valencia, que gobernó veintitantos años atrás, le expresaba lo siguiente al doctor Montoya, su secretario, el suyo: "Voy a aconsejarle al presidente, en el próximo Consejo de Ministros, que le declare la guerra al narcotráfico".
Y el doctor Montoya, su memoria y conciencia, le corregía: "El presidente es usted, doctor Barco, no hay otro". "Ah... –decía él pensativo–. Entonces vamos a declarársela". "Ya se la declaramos, presidente". "Ah... Entonces vamos a ganarla". "Ya la perdimos, presidente –le explicaba el otro–. Este país se jodió, se nos fue de las manos". "Ah..." Y eso era todo lo que decía. Después tornaba a su obnubilación, a las brumas de su desmemoria.
Tumbado de la tarima el candidato ambicioso, montándose sobre su cadáver subió, después de Barco, la criaturita que hoy tenemos, el lorito gárrulo. Y las encuestas lo favorecen, todos decimos que sí, que sí, que sí. Que lo está haciendo "de lo más de bien", como dicen.
Al Sumo Pontífice o capo de los capos o gran capo, para protegerlo de sus enemigos, los otros capos, esta ocurrencia que tenemos de presidente le construyó una fortaleza con almenas llamada La Catedral, y pagó para que lo cuidaran, con dinero público (o sea tuyo y mío, que lo sudamos), un batallón de guardias del pueblo de Envigado que el gran capo escogió: "Quiero a éste, a aquél, a aquel otro. A ese de más allá no lo quiero porque no le tengo confianza".
Así fue escogiendo a sus guardianes o guardaespaldas. Un día, harto de la catedral y de jugar fútbol con tres compinches en el patio, con sus propias paticas el gran capo fue saliendo, dejando a su batallón comiendo pollo. Y se les perdió año y medio durante el cual el lorito gárrulo ofreció para el que lo encontrara, por televisión, una recompensa en dólares, en billete verde de los que aquí fabricamos o lavamos, grandísima, como de la revista Forbes, y puso veinticinco mil soldados a buscarlo por cuanto hueco había, menos en los del Palacio de Nariño donde él vive. Yo decía que estaba allí, encaletado, en cualquier resquicio del presupuesto. Pero no: estaba a la vuelta de mi casa.
Desde las terrazas de mi apartamento oí los tiros: tatatatatá. Dos minutos de ráfagas de metralleta y ya, listo, don Pablo se desplomó con su mito. Lo tumbaron en un tejado huyendo, como a un gato en desgracia. Dos tiros tan sólo le pegaron, por el su lado izquierdo: uno por el su cuello, otro por la su oreja. Se despanzurró como el susodicho gato sobre el "entejado", su tejado caliente, quebrando, entre él y sus veinticinco mil perseguidores, más de un millón de tejas en la persecución. La recompensa no me la gané yo, pero estuve a tres cuadras.
Muerto el gran contratador de sicarios, mi pobre Alexis se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando lo conocí. Por eso los acontecimientos nacionales están ligados a los personales, y las pobres, ramplonas vidas de los humildes tramadas con las de los grandes.
La tarde en que La Plaga me habló de Alexis en el salón de billares me contó del exterminio de su banda: diecisiete o no sé cuántos, que fueron cayendo uno por uno, religiosamente como se va rezando el rosario, y de los que no quedó sino mi niño. Ese "combo" fue una de las tantas bandas que contrató el narcotráfico para poner bombas y ajustarles las cuentas a sus más allegados colaboradores y gratuitos detractores. A periodistas, por ejemplo, de la prensa hablada y escrita con ánimos de "figuración" así fuera en cadáver; o a los ex socios del gobierno: congresistas, candidatos, ministros, gobernadores, jueces, alcaldes, procuradores, y cientos de policías que ni menciono porque son pecata minuta. Todos se fueron yendo, como avemarías del rosario.
¿Pero algún inocente habría, preguntará usted que es sano, entre los del gobierno? Sí, como en Sodoma y Gomorra. Haciéndose los de la boca chiquita los muy bocones y todos bien untados. Todo político o burócrata (que son lo mismo, puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no tiene justificación. Jamás presumas de éstos su inocencia. Eso es candor.
Y sigamos con los muertos, que es a lo que vinimos. Pues que vamos por Junín abajo mi niño y yo, y que de entre la chusma va saliendo El Difunto a manifestarnos que:
Uno, que anoche uno de sus compinches, de sus "parceros", un guardaespaldas de un capo, se había matado jugando a la ruleta rusa. Que sacó cuatro balas del tambor del revólver, se lo llevó a la sien y que jaló el gatillo: la primera de las dos balas que dejó, sin darle chance a la segunda, le despeputó los sesos.
Y dos, que nos "pisáramos" que nos venían a matar y que con balas rezadas y que esta vez era en serio.
"Vamos por partes", le contesté. Uno: "¿Era el guardaespaldas suicidado una bellecita?" Que él no sabía, que él no se fijaba en esas cosas. "Pues te tienes que fijar, Difunto, ¿o para qué te dio Dios esos ojos si no es para ver y el corazón para latir al sentir la belleza? Que la pinta no era gran cosa. "Entonces no se perdió gran cosa". En cuanto a lo segundo, que no se preocupara, que las balas rezadas no bien tocaban mi sagrada túnica, mi ropa santa se desintegraban. Entonces surgieron los de la moto de entre una nube de polvo y la multitud disparando.
¿Saben a quién le dieron, adonde desvió sus balas mi señora Muerte? A otra señora, embarazada. Le entamboraron de plomo la barriga y allí mismo, en pleno Junín, falleció con su feto. ¿Y los de la moto, se fueron? Ja! Se fueron con el impulso de la muerte rumbo al derrumbadero de la eternidad: por sus respectivos occipitales, cuando huían, Alexis les voló la cabeza. Y otra vez a irnos yendo entre el tropel, entre el escándalo, en esta ciudad tan alharacosa y caliente. Y ese olor espantoso de fritangas con aceite rancio...