Fedj, quien había estado allí en los viejos tiempos y había visto establecerse por fin una paz relativa entre las diversas tribus del desierto, siempre había considerado ridiculas estas precauciones y en cierta ocasión había insinuado a Jaafar que debería abandonarlas. Ahora, sin embargo, el djinn se sentía movido a dar gracias a Akhran de que su amo hubiese mantenido las viejas costumbres, aunque no lo hiciese sino impulsado por un empeño infantil en pretender que había fantasmas acechando bajo la cama. Estas precauciones contra posibles puñaladas en la oscuridad serían útiles, desde luego, en la tierra del oeste, donde habitaban sus enemigos los akar.
El jeque dejó escapar otro gemido, juntando sus huesudas manos en actitud desesperada. Fedj se inclinó servilmente, preguntándose qué nueva calamidad habría golpeado a Jaafar…, como si ésta no fuese lo bastante mala.
—¿Quién se lo dirá a ella? —preguntó el jeque escrutando en torno a sí con sus afligidos ojos que ahora centelleaban de miedo—. ¿Quién se lo dirá a ella?
Los sirvientes se acurrucaron en las sombras de la tienda lo más atrás que pudieron, intentando cada uno evitar que se fijara en él el ojo de su amo. Uno de ellos, un hombre grande y musculoso, al ver que la mirada del jeque apuntaba vagamente hacia él, se arrojó de bruces al suelo desparramando cojines y golpeándose contra un recipiente de agua de latón.
—¡Oh, Señor! ¿Qué crimen he cometido yo para que me tortures así? Aun habiendo ganado mi libertad hace un año, ¿no he permanecido a tu lado para servirte con lealtad movido no por otra cosa que por mi amor a ti?
«Y por tu amor a los sobornos pagados por aquellos que buscan el favor del jeque y las sobras de su mesa», pensó Fedj. El djinn no malgastó el tiempo considerando las súplicas de los sirvientes, sin embargo. Ya era hora de que él se retirase. Había entregado su mensaje, escuchado los lamentos y conmiseraciones de su amo y hecho todo cuanto podía esperarse de él. Sus ojos se dirigieron hacia el anillo de oro que había sobre la mano izquierda de su señor…
—¡No, no! —lo interrumpió Jaafar, poniendo su mano derecha sobre el anillo con un inusitado arrebato de coraje.
—Señor —dijo Fedj retorciéndose incómodo y con la mirada fija en la mano que cubría el anillo cuyo reducido interior jamás había él añorado tanto—, he llevado a cabo mi tarea tal como me fue encomendada por
hazrat
Akhran al transmitirte su mensaje. Mañana habrá mucho trabajo que hacer, recogiéndolo todo y preparándose para la larga marcha hacia el Tel, tareas en las que puedes estar seguro de contar con mi ayuda, sidi. Ahora te ruego, por tanto, que me des licencia para retirarme a descansar…
—
Tú
se lo dirás —proclamó Jaafar al Widjar.
El esclavo arrodillado en una esquina respiró aliviado y volvió a arrastrarse hacia las sombras y se cubrió la cabeza con un felpudo, no fuese a ser que el jeque cambiase de parecer.
Si Fedj hubiese poseído un corazón, le habría dado un vuelco en aquel momento.
—Señor —comenzó el djinn, desesperado—, ¿por qué malgastar mis valiosos servicios utilizándome para deberes propios de esclavos? Dame una misión adecuada a mis facultades. Ordena, y volaré hasta el otro extremo del mundo…
—¡Apuesto a que lo harías! También yo, si pudiera —dijo Jaafar con tristeza—. ¡No puedo ni imaginarme lo que ella hará cuando oiga esto! —El jeque sacudió la cabeza estremeciéndose desde su enjuto cuello hasta sus emba-buchados pies—. No, tú se lo dirás, Fedj. Alguien tiene que hacerlo y, después de todo, tú eres inmortal.
—¡Eso sólo significa que sufriré más tiempo! —protestó el djinn con resentimiento, maldiciendo a
hazrat
Akhran desde el fondo de su imaginario corazón.
Fedj mantenía sus ojos ansiosamente clavados en la mano de su amo, rogando a los cielos por un vislumbre del anillo, pero el jeque, con inusitada obstinación nacida del puro terror, mantenía sus dedos herméticamente cerrados sobre él. Levantándose del banco, Jaafar miró desde arriba al postrado djinn.
—Fedj, te ordeno llevar a mi hija Zohra la noticia de que, en el plazo de una semana a partir de hoy, y por orden de
hazrat
Akhran, ha de contraer matrimonio con Khardan al Fakhar, califa de los akares e hijo de mi odiado enemigo, Majiid al Fakhar (que
hazrat
Akhran infeste de escorpiones sus pantalones). Di a mi hija que, si no obedece la orden de permanecer casada con el califa hasta que la Rosa del Profeta florezca sobre el Tel, es voluntad de
hazrat
Akhran que toda su gente perezca. Dile esto —ordenó el jeque con aspereza—, y después la atas de pies y manos y rodeas su tienda de guardias. Tú —indicó con un gesto a un sirviente—, ven conmigo.
—¿Adonde vas, sidi? —preguntó Fedj.
—A…, a inspeccionar los rebaños —dijo Jaafar con premura echándose encima una capa para protegerse del frío de la noche.
Se dirigió hacia la puerta de la yurta, casi tropezando con sus sirvientes, quienes, en contra de lo habitual, se desvivían por cumplir los mandatos de su amo.
—¿Inspeccionar los rebaños? —repitió Fedj boquiabierto—. ¿Desde cuándo has decidido hacer eso, sidi?
—Desde… err… desde que recibí informes de que esos rateros de los akares, los muy hijos de yegua, han estado haciendo incursiones otra vez —respondió Jaafar esquivando al djinn en su camino a la puerta, y sin dejar de tapar el anillo con su mano.
—Pero… ¡siempre nos están asaltando! —señaló Fedj con amargura.
El jeque hizo caso omiso de su comentario.
—Ven a verme más tarde… y… err… me cuentas la reacción de mi hija ante la… eeh… alegre noticia de sus esponsales.
—¿Dónde estarás, sidi? —preguntó el djinn irguiéndose en toda su estatura, con lo que su cabeza asomaba por encima del agujero del techo de la yurta.
—Si Akhran lo quiere… ¡lejos, muy lejos! —dijo fervientemente el padre.
—¡Sond! —gritó con alegría Majiid al Fakhar cuando el djinn se materializó dentro de la tienda del jeque—. ¿Dónde has estado? Te echamos de menos anoche, en la incursión.
—¿Incursión? —dijo Sond con una mueca—. ¿A quién asaltaste anoche, sidi?
—¡A los hranas! Los pastores de ovejas, por supuesto.
Sond gimió roncamente para sus adentros. El jeque Al Fakhar hizo un ademán con su curtida mano marrón.
—Robamos diez de las gordas, justo delante de sus narices —dijo chasqueando los dedos—. Hasta pude ver un poco de pasada a ese pedazo de excremento de camello, Jaafar al Widjar, sentado entre sus pastores —la risa explosiva de Majiid hizo vibrar los postes de la tienda listada—.
«Salaam aleikum
, mis saludos, Jaafar!» le gritó Khardan cuando pasábamos a todo galope con los cuerpos de sus ovejas botando en nuestras monturas —el jeque soltó otra carcajada, esta vez con orgullo—. Mi hijo Khardan, ¡qué sinvergüenza!
—Desearía que no hubieses hecho eso, sidi —dijo Sond en voz baja y tono sumiso.
—¡Bah! ¿Qué te pasa esta mañana, Sond? Alguna pequeña djinniyeh te dio calabazas anoche, ¿verdad? —bromeó Majiid dando al djinn un manotazo sobre sus hombros desnudos que casi envía al inmortal de bruces contra el suelo cubierto de fieltro—. Vamos, anda. ¡Anímate! Tenemos un partido de
baigha
para celebrarlo.
El jeque se dispuso a salir por la abertura de la tienda —la parte delantera de la espaciosa tienda, sostenida por unos fuertes mástiles, estaba abierta para aprovechar la brisa— pero se detuvo con cierto asombro cuando Sond le puso firmemente una mano en su robusto brazo.
—Te ruego dispongas de un momento para escuchar mis noticias, sidi —dijo el djinn.
—Está bien, que sea rápido —ordenó Majiid algo irritado, mirando con fijeza a Sond.
Fuera, el jeque podía ver a sus hombres y sus caballos congregándose, ansiosos por comenzar el juego.
—Por favor, deja caer las cortinas para que podamos hablar en privado.
—Muy bien —rugió Majiid transmitiendo la orden a los sirvientes con un movimiento de su mano.
Las cortinas bajadas eran una indicación, a todo el que pasaba, de que el jeque no debía ser molestado.
—Bien, suéltalo. ¡Vaya hombre, por Sul, parece como si te hubieras tragado un higo podrido! —dijo Majiid frunciendo el entrecejo y sintiendo erizarse ligeramente los recios y semiencanecidos pelos de su bigote—. Los aranes, esos puercos a lomos de camellos, han estado usando el pozo del sur otra vez, ¿no es eso? —Majiid apretó el puño—. Esta vez, le sacaré los pulmones a Zeid…
—¡No, sidi! —interrumpió nervioso Sond—. No se trata de tu primo, el jeque Zeid —y aquí su voz descendió—. Fui convocado anoche a comparecer ante
hazrat
Akhran. El dios me ha enviado con un mensaje para ti y tu gente.
El jeque Majiid al Fakhar literalmente se hinchó de orgullo, adquiriendo un aspecto imponente. Sond, el djinn, estaba de pie ante él con sus dos metros y algo de altura; Majiid le llegaba al hombro. Todo en el jeque, un hombre gigantesco, era igualmente grande e impresionante. Poseía una voz atronadora que podía oírse por encima de la más furiosa batalla. Con sus cincuenta años de edad, podía levantar una oveja adulta con un solo brazo, consumir mas
qumiz
que ningún otro hombre en el campamento y dejar atrás, a caballo, a todos menos al mayor de sus numerosos hijos.
Su hijo mayor, Khardan, califa de su tribu, era la luz de sus ojos. Con veinticinco años de edad, Khardan, aunque no tan alto como su padre, se parecía a él en casi todos los demás aspectos. El califa era tan bien parecido que las hijas casaderas de los akares, al observarlo a través de las rendijas de sus tiendas cuando pasaba sobre su montura, suspiraban por sus cabellos negro-azulados y sus fogosos ojos negros que —según decían— podían derretir el corazón de una mujer o chamuscar el de un enemigo. Fuerte y musculoso, Khardan era sumamente hábil en los combates amistosos de lucha cuerpo a cuerpo que se celebraban en la tribu, habiendo llegado una vez a tirar al suelo a Sond, el djinn.
El califa había participado en su primera incursión a caballo a la edad de seis años. Sentado detrás de su padre, sobre la montura de éste, y gritando de excitación, Khardan había vivido momentos que nunca olvidaría: la excitación de deslizarse furtivamente entre las torpes ovejas, los alaridos de triunfo cuando los
spahis
se alejaban a todo galope llevándose su botín y los rugidos de rabia de los pastores y sus perros… Desde aquella noche, Khardan sólo vivía para la rapiña y para la guerra.
Los akares estaban entre las tribus más odiadas y temidas del desierto de Pagrah. Tenían odios de sangre establecidos entre sí y con todas las demás bandas de gente nómada. Apenas pasaba nunca una semana sin que Khardan condujera a sus hombres a una incursión de robo de ganado, a una escaramuza contra alguna otra tribu en torno a tierras disputadas o a una ofensiva en venganza por algún mal infligido por un tatarabuelo a otro tatarabuelo hacía más de un siglo.
Arrogante, habilísimo jinete e impávido en la batalla, Khardan era adorado por los akares. Los hombres lo habrían seguido hasta el Infierno de Sul, y no había en el campamento una mujer soltera mayor de dieciséis años que no hubiese llevado alegremente a su tienda su cama, su ajuar y todas sus posesiones mundanas para colocarlas a sus pies (el primer acto que una mujer lleva a cabo tras su noche de bodas).
Pero Khardan todavía no se había casado, lo que no era un estado habitual para un hombre de veinticinco. El día de su nacimiento, el djinn Sond había dicho que el propio dios Akhran elegiría a la esposa del califa. Esto se había considerado como un gran honor en su momento, pero, según pasaban los años y Khardan veía crecer los harenes de otros hombres a quienes consideraba por debajo de él, esperar a que el dios tomase su decisión se estaba haciendo algo desesperante.
Sin un harén, un hombre carece de un importante poder: el de la magia. El arte de la magia, un don que Sul concedía sólo a las mujeres, residía en el serrallo, donde la esposa principal, generalmente escogida por su destreza en el arte, supervisaba su uso. Khardan estaba obligado a esperar hasta que tuviese una esposa para disfrutar de las bendiciones de la magia, así como de otras bendiciones que proceden del lecho conyugal.
—¡
Hazrat
Akhran me habla a mí! —dijo con orgullo Majiid—. ¿Cuál es la voluntad del Sagrado? —Sus bigotes se crisparon de ansiedad—. ¿Tiene algo que ver al menos con el matrimonio de mi hijo?
—Sí… —comenzó Sond.
—¡Loado sea Akhran! —vociferó Majiid elevando sus manos hacia el cielo—. Hemos esperado veinticinco años para oír la voluntad del dios a este respecto. ¡Por fin mi hijo tendrá una esposa!
—¡Sidi! —Sond intentó continuar, pero fue inútil.
Echando a un lado las cortinas de la tienda con tanta fuerza que casi se viene abajo toda la estructura, Majiid se precipitó al exterior.
Los
spahis
—jinetes del desierto— no viven en yurtas, las viviendas semipermanentes de sus primos, los pastores de ovejas de las colinas. En constante movimiento para encontrar tierras de pasto para sus manadas de caballos, los akares viajan de un oasis a otro, y así sus animales se alimentan de las hierbas de un área y, después, se desplazan a otra cuando allí ya se ha agotado para terminar volviendo a ella cuando ha vuelto a crecer de nuevo. Los akares viven en tiendas hechas con tiras de lana cosidas y unidas entre sí por los dedos y las artes mágicas de las mujeres del harén. La madre de Khardan, una maga de considerable talento, solía alardear de que ninguna tormenta que soplara podía desarmar una de sus tiendas.
La tienda del jeque era grande y espaciosa, ya que en ella Majiid celebraba consejo casi todos los días, escuchando peticiones, resolviendo disputas e impartiendo justicia entre su gente. Aunque de aspecto sencillo en el exterior, la tienda de Majiid estaba adornada por dentro con los lujos de los nómadas. Finos tapices de lana de luminosos colores e intrincados diseños colgaban de las paredes y techo, y cojines de seda cubrían el suelo (los akares despreciaban sentarse o dormir en bancos tejidos como hacían sus primos los hranas). Varios narguiles, sillas de montar decoradas y ribeteadas en plata utilizadas tanto para recostarse sobre ellas cuando se sentaban como para cabalgar, unas cuantas vasijas de agua de latón, teteras y cafeteras y la botella dorada de Sond, todo esto aparecía allí ordenadamente alineado junto a una pared externa de la tienda. Un arcón de madera finamente labrada, que procedía de la ciudad de Khandar, contenía las armas de Majiid: cimitarras, sables, cuchillos y dagas.