En el
aseur
, cuando el sol del desierto se estaba poniendo tras las lejanas estribaciones, pusieron al novio en pie y lo introdujeron literalmente en la tienda ceremonial, sostenido y acompañado por aquellos de sus compañeros que aún podían caminar.
Dentro de la tienda, el padre del novio se encontró con su hijo. Al ver a Majiid, el apuesto rostro de Khardan se escindió en una sonrisa de oreja a oreja. Abriendo sus brazos de par en par, dio una traspié hacia adelante, rodeó a su padre con sus fuertes brazos y eructó.
—Llevadlo hasta el centro de la tienda —ordenó el jeque lanzando una nerviosa mirada de reojo a Sond, quien, con rostro severo e imponente aspecto, se erguía cerca del mástil central.
Los
aksakal
pasaron a la acción. Sin mayor ceremonia, Khardan al Fakhar, califa de su tribu, fue empujado y arrastrado a través de la tienda hasta situarse vacilantemente de pie junto al mástil central. Sus bebidos amigos, abriéndose paso a empujones detrás de él, ocuparon sus lugares en el lado derecho de la tienda. No se sentaron, según era la costumbre, sino que permanecieron de pie mirando con aire siniestro a los escoltas de la novia, que estaban en el lado izquierdo.
La vista de los pastores despejó eficazmente a la mayoría de los
spahis
. Las risas, los chistes groseros y los alardes acerca de las proezas del novio en la cama matrimonial se acallaron en los barbudos labios de los guerreros, algunos de ellos aún blancos de espuma del
qumiz
. Armados hasta los dientes, los akares y los hranas tanteaban con sus dedos las dagas guardadas en sus fundas o acariciaban con cariño las empuñaduras de sus cimitarras y sables. Un sordo murmullo se elevó desde sus gargantas cuando, a empujones y tirones, la novia y el novio fueron colocados en posición para la ceremonia.
—¡Acabemos de una vez con esta mascarada! —dijo resollando Jaafar al Widjar. El sudor manaba a raudales bajo su turbante mientras sujetaba con fuerza a su forcejeante hija—. No puedo sostenerla por mucho más tiempo, y si esa mordaza se suelta de su boca… —su voz se interrumpió en un silencio amenazador.
—¿Mordaza? ¿Cómo va a pronunciar sus votos si está amordazada? —preguntó con aspereza Majiid al Fakhar.
—Yo los diré —gruñó Jaafar al Widjar.
Pequeñas manchas de sangre decoraban las mangas del vestido de novia de su hija, cuyas manos se retorcían en su lucha por liberarse de las ligaduras las muñecas.
Notando una expresión de duda en el rostro de Majiid al Fakhar, Jaafar añadió con severidad:
—Si permitimos que ella hable, utilizará su magia, ¡y es la maga más poderosa del serrallo de mi esposa!
—¡Bah! ¡Magia de mujeres! —exclamó con gesto despectivo Majiid mientras lanzaba sin embargo una intranquila mirada a la novia cubierta de velos.
Después, el jeque estiró el brazo y agarró a su borracho hijo que se bamboleaba lentamente hacia un lado, colocándolo de nuevo derecho.
—¡Sond! Si Jaafar pronuncia los votos de su hija, ¿estarán ella y mi hijo casados a los ojos de
hazrat
Akhran? —preguntó a su inmortal.
—Si el camello del padre de Zohra pronunciase sus votos, ¡su hija estaría casada a los ojos de
hazrat
Akhran! —rugió Sond, tras intercambiar una mirada con Fedj.
El otro djinn asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano.
—¡Adelante con ello!
La luz de los candiles de aceite colgantes se reflejó en los brazaletes de oro que ceñían sus musculosos brazos.
—Muy bien —asintió Majiid con bastante poco entusiasmo. Y, colocándose en medio de la pareja, que, a su vez, estaba flanqueada por los cariacontecidos djinn, el jeque levantó los ojos hacia el cielo con gesto desafiante—. Nosotros, los elegidos del Muy Sagrado y Benéfico Dios Akhran el Errante, hemos sido reunidos aquí por un mensaje de Nuestro Gran Señor —y aquí una nota de amargura— para llevar a efecto la unión de nuestras tribus mediante el matrimonio de mi hijo, Khardan al Fakhar, califa de su pueblo, con esta hija de una oveja…
Un agudo chillido de la amordazada y maniatada Zohra y una súbita arremetida de ésta contra Majiid al Fakhar ocasionaron una momentánea interrupción en la ceremonia.
—¿Qué insulto es ese de «hija de una oveja»? ¡Zohra es hija mía, de Jaafar al Widjar, princesa de su pueblo! —vociferó Jaafar, cogiendo a su hija de la cintura y tirando de ella para atrás.
—Zohra, princesa de ovejas —prosiguió fríamente Majiid al Fakhar.
—¡Mejor que un hijo de yegua de cuatro patas!
Con una mano agarrada a su hija, que no cesaba de patalear ygritar, Jaafar estiró el brazo y dio un empujón al sonriente y tambaleante novio con la otra. Khardan fue a caer de espaldas sobre su padre, casi haciendo perder a ambos el equilibrio, y después, con la cara enrojecida de ebria ira, arremetió salvajemente contra su futuro suegro.
Los suaves murmullos de ambos en la tienda ceremonial degeneraron en abiertos insultos proferidos a gritos. Al griterío se añadió enseguida el ruido de aceros desenvainados en el lado de la novia, lo que al instante precipitó otro rumor de aceros en la parte del novio. Sayah, uno de los hermanos de la novia, se arrojó sobre Achmed, uno de los hermanos del novio, mientras los primos de ambos se unían a la pelea con entusiasmo. La gloriosa refriega se hallaba en plena efervescencia cuando, de pronto, un cegador destello de luz acompañado de una explosión ensordecedora envió a los combatientes al suelo e hizo que el mástil central de la tienda se balanceara de un modo alarmante.
Aturdidos y con los oídos zumbando, los hermanos y primos se frotaron los deslumbrados ojos, preguntándose con qué habían sido golpeados.
Sond se erguía en medio del tumulto, rozando casi con la cabeza el techo de la tienda, de más de dos metros de altura. Tenía los musculosos brazos cruzados sobre el bronceado y brillante pecho y los negros ojos centelleantes de ira.
—¡Escuchadme a mí, djinn del jeque Majiid al Fakhar, y djinn de su padre antes que él, y del padre de éste antes que él, y del padre de éste también y así durante las anteriores quinientas generaciones de los akares! ¡Oíd la voluntad del Muy Sagrado Akhran el Errante, que se ha dignado hablaros a vosotros, estúpidos mortales, tras más de doscientos años de silencio!
—Alabado sea Su nombre —musitó socarronamente Majiid sosteniendo en pie a Khardan, cuyas rodillas estaban cediendo bajo su peso.
Sond oyó el comentario irónico de Majiid, pero prefirió hacer caso omiso de él.
—Es voluntad de Akhran el Errante que vosotros, los akares y los hranas, viejos enemigos, hagáis las paces mediante el matrimonio de los hijos primogénitos de los gobernantes de ambas tribus. Es voluntad de Akhran que ninguna de las dos tribus derrame la sangre de un miembro de la otra. Y es voluntad de Akhran que ambas tribus establezcan sus campamentos al pie del Tel hasta que florezca la flor que es sagrada para el gran y poderoso Akhran el Errante, la flor del desierto conocida con el nom-bre de la Rosa del Profeta. Ésta es la voluntad de
hazrat
Akhran.
»A cambio de su obediencia —aquí Sond vio cómo los ojos del novio comenzaban a ponerse vidriosos y aceleró sus palabras—, el Sagrado Akhran promete a su gente su bendición y asistencia en los tiempos de lucha que se avecinan.
—¡Lucha! ¡Ja! —musitó Jaafar a su hija—. El único pueblo con el que siempre hemos luchado es el de los akares, ¡y ahora se nos prohibe hacerlo!
Zohra se encogió de hombros. De pronto, había dejado de forcejear y se había desplomado sobre el pecho de su padre a causa, supuso éste, del agotamiento. Jaafar no notó, en medio de la confusión y el desorden, que su daga desaparecía de su sitio habitual.
—Saltémonos el resto —ordenó Fedj, tendiéndoles el cordón ceremonial que oficialmente ligaba a dos personas como marido y mujer—. ¡Continúa con los votos!
—En el nombre de Akhran el Errante, ¿vienes tú, princesa Zohra, hija del jeque Jaafar al Widjar, a este lugar por tu propia voluntad a contraer matrimonio con el califa Khardan al Fakhar?
El padre de la novia hubo de cortar una agria maldición que salía de la boca de la joven poniéndole la mano alrededor del cuello.
—Sí, viene —dijo él, respirando pesadamente.
—En el nombre de Akhran el Errante, ¿vienes tú, califa Khardan al Fakhar, hijo del jeque Majiid al Fakhar, a este lugar por tu propia voluntad a contraer matrimonio con la princesa Zohra, hija del jeque Jaafar al Widjar?
—¡Di
bali
!
¡Bali
! —le ordenó Majiid—. ¡Sí! ¡Sí!
—
¡B… bali
!—exclamó Khardan con un gesto triunfante de la mano. Tenía la boca abierta de par en par, y los ojos casi en blanco, y ya casi no podía tenerse en pie.
—¡Rápido! —gritó Fedj, entregando la atadura a los dos padres.
El cordón, hecho por lo general de la más fina seda, simbolizaba el amor y lealtad que unen a los dos esposos. Pero, por lo urgente del caso, no habían tenido tiempo de viajar a la amurallada ciudad de Kich para comprar cuerda de seda, de modo que habían sustituido ésta por otra de fuerte cáñamo del desierto. Y, tal como observó Pukah, esta última parecía, en cualquier caso, más apropiada para la ocasión.
—¡Tomadla! —ordenó Fedj.
Ambos padres vacilaron, mirándose con ferocidad el uno al otro. Los murmullos en la tienda aumentaron de volumen hasta convertirse en un prolongado clamor. Sond dio un terrorífico alarido. Fedj dobló sus fuertes brazos. Una súbita ráfaga de viento trajo consigo un pequeño demonio de arena que entró como un torbellino en la tienda a través de la cortina abierta.
Con el recuerdo de los
'efreets
en su mente, Majiid agarró el cordón. De muy mala gana, él y Jaafar liaron el cáñamo en torno a sus hijos y lo ataron en un nudo de amor, algo más fuerte de lo que era absolutamente necesario.
—¡En el nombre de Akhran el Errante, desde ahora sois marido y mujer! —resolló aliviado Sond, restregándose el sudor de la frente mientras observaba lleno de pesimismo a la sujeta pareja.
El novio se apoyaba pesadamente contra la novia, con su cabeza colgando sobre el hombro de ella.
De pronto hubo un destello de cuchillo y la cuerda de cáñamo se separó, lo mismo que las ataduras de las manos de la novia. La hoja volvió a brillar, y podría haber puesto fin a su día de bodas así como a toda posibilidad de futuro para el novio de no ser porque Khardan se desplomó de cara contra el suelo. Viendo que había fallado, Zohra saltó por encima del cuerpo de su recién contraído cónyuge y corrió hacia la salida de la tienda.
—¡Detenedla! —voceó Majiid—. ¡Ha intentado matar a mi hijo!
—¡Detenla tú! —rugió Jaafar—. ¡Es probable que puedas derrotar a una mujer en un combate limpio!
—¡Perro!
—¡Puerco!
Los padres sacaron sus cimitarras. Primos y hermanos se lanzaron unos a las gargantas de otros.
Al oír el fragor del acero, Khardan, tambaleándose, logró ponerse en pie. De un modo reflejo, llevó la mano hacia su cimitarra…, sólo para darse cuenta, contrariado,de que no la llevaba consigo en su día de bodas. Maldiciendo, arremetió desarmado hacia adelante para unirse a la refriega.
El metal entrechocaba con estrépito. Los postes de la tienda se balanceaban peligrosamente cada vez que los cuerpos se estrellaban contra ellos. Un chillido, una maldición y un quejido provenientes de la abertura de entrada a la tienda indicaron que la intrépita y armada novia había llegado, por lo menos, hasta ella.
Los dos djinn miraban alrededor llenos de exasperación.
—¡Tú ve tras ella! —gritó Sond—. ¡Yo voy a poner fin a esto!
—¡La bendición de Akhran sea contigo! —exclamó Fedj desvaneciéndose en un remolino de humo.
—¡Esto es justo lo que necesito! —murmuró Sond.
Agarrando el mástil central con sus fuertes manos, el djinn lanzó una furiosa mirada a todos aquellos cuerpos que se debatían y abalanzaban unos sobre otros blandiendo espadas y dagas. Después, juntando los labios en una maliciosa sonrisa, Sond desenclavó de un tirón el mástil del suelo y, partiéndolo limpiamente en dos, lo dejó caer.
La tienda se vino abajo como una piel de cabra desinflada, lo que sofocó al novio y terminó eficazmente con la lucha de padres, hermanos y primos. Librada por muy poco, Zohra huyó daga en mano y se adentró en el desierto. Khardan, con el
qumiz
plenamente subido a la cabeza, yacía roncando como un bendito bajo los pliegues de la tienda ceremonial mientras el aire silbaba fuera de ella con un ruido infernal, consiguiendo extinguir, por un momento, las llamas de odio que venían ardiendo con furor en los corazones de aquella gente durante más siglos de los que la memoria puede recordar.
La noche oscura se había cerrado sobre el desierto. En torno al Tel, sin embargo, las llamas de un centenar de pequeños soles iluminaban la noche casi como si fuese de día. El aire de la noche resonaba con ebrias risas. Estas medidas celebratorias no eran tanto en honor al evento nupcial como en conmemoración de la gloriosa pelea que había tenido lugar a continuación de la boda, así como por la expectativa de más gloriosas peleas por venir. La hoguera más grande ardía fuera de la tienda de Khardan. Rodeadas de negras figuras que danzaban, las llamas lamían con avidez la madera como si estuvieran chupando sangre.
Una incisión plateada apareció en el negro cielo; la juvenil voz de Achmed, más sobria que el resto, anunció que la luna estaba saliendo. Su grito fue saludado por un clamor general, pues era la señal para escoltar al novio a su tienda nupcial donde, presumiblemente, esperaba la novia en todo su perfumado y enjoyado esplendor. Casi todo el mundo se puso en marcha, con el novio a la cabeza. Muchos de sus compañeros se agarraban unos a otros en busca de apoyo, bien por estar demasiado bebidos o por estar demasiado heridos para poder caminar sin ayuda.
Nadie había muerto en la reyerta de la tienda ceremonial —cosa que sin duda había que agradecer a la caída del mástil— pero varios habían tenido que ser transportados a sus tiendas con los pies por delante y estaban siendo atendidos por sus mujeres. Uno de éstos era Jaafar, el padre de Zohra. Un golpe afortunado del sable de Majiid, justo en el momento en que la tienda se desplomaba encima de ellos, rozó transversalmente el enjuto pecho de Jaafar. La herida había abierto una sangrienta raja en su carne, arruinado sus mejores ropas y segado limpiamente la mitad inferior de su larga barba blanca; pero otro daño no había hecho aparte de esto.