La voluntad del dios errante (11 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

¿Y qué, si era la hija de un pastor? Era una hija bonita, según relato de su djinn, y, en cualquier caso, este matrimonio sólo había de durar hasta que un miserable cactus floreciera. ¿Y cuándo sería eso? ¿Cuestión de unas semanas, hasta la primavera?

«Me divertiré con ella hasta entonces», pensó Khardan, «y, si ella se cansa, tomaré una esposa de mi propia elección y relegaré a esta hija de pastor al lugar que le corresponde. Si se pone demasiado difícil, sencillamente la devolveré a su padre.»

Pero eso era para el futuro. Ahora, estaba la noche de bodas.

Khardan se volvió hacia sus compañeros que, colgados los unos de los hombros de los otros, se tambaleaban sobre sus pies, y los despidió. Tras exhortarlo en su empresa con varias sugerencias finales de carácter lascivo, los hombres del califa se volvieron y se alejaron haciendo eses, sin notar en ningún momento que varios hranas, completamente sobrios, dejaban las sombras para seguirlos.

Khardan llegó a la tienda nupcial justo cuando la luna alcanzaba su cénit. Los guardias, miembros de la tribu de la novia, miraban como estatuas hacia el frente, rehusando dirigir sus ojos hacia él mientras se acercaba. Khardan, con una amplia sonrisa, les dedicó un impertinente
«Emshi besselema
(buenas noches)» y, dejándolos a su espalda, echó a un lado la solapa de la puerta y entró en la tienda nupcial.

Una suave luz brillaba dentro de la tienda. La fragancia del jazmín penetró por las ventanas de su nariz extrañamente mezclada con un vago olor a caballo. Su esposa yacía reclinada sobre los cojines de la cama matrimonial. A la tenue luz de la tienda, aparecía como una silueta oscura contra el blanco puro de las sábanas. Asaltado por un pensamiento repentino, Khardan se volvió y asomó la cabeza por la rendija de la entrada.

—Por la mañana —dijo a los hranas—, entrad y ved, por la sangre que manchará esta sábana, que he hecho lo que vosotros, seguidores de ovejas, no pudisteis hacer; ¡ved lo que es ser un hombre!

Uno de los guardias, soltando una amarga maldición, se llevó la mano a su cimitarra. La súbita aparición de Fedj, que surgió de la arena con los brazos cruzados sobre su corpulento pecho, hizo que el hrana se contuviera.

—Marchaos —ordenó el djinn—, yo montaré guardia esta noche.

Fedj no hacía esto por amor a Khardan. En aquel momento, nada le habría proporcionado más placer que ver la espada del hrana cercenar al fanfarrón del califa de medio a medio.

—Órdenes de Akhran —recordó a los guardias.

Murmurando, los guardias se marcharon. El djinn, con sus más de dos metros de altura, ocupó su lugar delante de la tienda.

Khardan, riéndose, entró de nuevo y cerró las solapas. Luego se volvió y se aproximó a la cama de su esposa.

Esta estaba vestida con su blanca túnica nupcial. La luz desprendía destellos en los hilos dorados de los elaborados bordados que recubrían los bordes de su túnica y velo. Las joyas centelleaban en sus manos y brazos, y una cinta de oro sostenía el velo sobre su cabeza. Acercándose más, Khardan pudo ver las protuberantes curvas de sus pechos elevándose y descendiendo bajo los pliegues del delicado material que envolvía su cuerpo mientras, acostada sobre la cama como estaba, la curva de su cadera alcanzaba su máxima expresión.

Hundiéndose en los cojines junto a Zohra, Khardan estiró la mano y retiró con suavidad el blanco velo de su cara. Podía sentir el temblor de la joven, y su excitación aumentaba.

Khardan dio un suave suspiro.

Por la descripción de Pukah, el califa había esperado una mujer hermosa, una mujer ordinaria…, una mujer como su madre y sus hermanas. «Ojos de gacela, labios de rosa, pechos como la nieve…» Así le había informado el charlatán de Pukah.

«Djinn, ¿dónde están tus ojos?», se dijo a sí mismo Khardan, dejando deslizar el velo facial de Zohra entre sus dedos y caer sobre la cama.

Él había visto las gacelas domésticas en los palacios de Kich; había visto la adorable mirada del animal cuando un hombre le acariciaba el cuello o las tiernas orejas.

Los grandes y acuosos ojos negros que se clavaban en él con una mirada imperturbable no se parecían nada a aquello. Había fuego en ellos, y brillaban con una luz interior que el embriagado califa malinterpretó como amor. Sus mejillas, suaves como pétalos, eran de un rosa oscuro y no de un blanco pálido como las de otras mujeres. Su negro cabello brillaba liso y cepillado como la crin de su propio semental. Caído sobre sus hombros, acariciaba la muñeca de él que descansaba ligeramente sobre las blan-cas sábanas del lecho matrimonial, haciendo que un fuego relampagueara a través de su cuerpo como si hubiese sido azotado por un mayal.

—Sagrado Akhran, mis más sinceras disculpas por dudar jamás de tu sabiduría —susurró Khardan acercándose más a ella y con los ojos puestos en sus rojos labios—. Te doy las gracias, dios Errante, por este regalo. Me complace de verdad. Yo…

Khardan se calló de pronto. Su voz se ahogó por el tacto de una hoja de cuchillo apretada contra su garganta. Su mano, que había estado a punto de separar el sedoso tejido de la
paranja
, se quedó detenida en medio del aire.

—Tócame y eres hombre muerto —dijo la esposa.

El rostro del califa enrojeció de ira. Hizo un amago de movimiento con su brazo hacia la mano que sostenía el cuchillo, pero sólo para sentir que el cálido metal de su hoja, que había estado escondida en el pecho de Zohra, comenzaba a hundirse en su piel.

—Tu agradecimiento a tu dios es prematuro,
¡batir
! (ladrón) —dijo Zohra, frunciendo los labios—. No te muevas. Si crees que yo, una débil mujer como soy, no sé usar esta arma, estás equivocado. Las mujeres de mi tribu matan a las ovejas. Hay una vena justo aquí —dijo, trazando una línea descendente en su cuello con la punta de la daga— que hará manar tu sangre cobarde y te drenará la vida en cosa de segundos.

Serenándose deprisa, Khardan supo que estaba viendo por primera vez a su esposa tal como era. Sus negros y fogosos ojos eran los ojos del halcón al lanzarse en picado sobre la presa; el temblor que él había tomado por pasión, ahora se daba cuenta de que era furia contenida. El califa se había enfrentado a muchos enemigos en su vida; había visto los ojos de hombres resueltos a matarlo y conocía esta expresión. Despacio, y respirando pesadamente, retiró la mano.

—¿Qué significa esto? ¡Tú eres mi esposa ahora! ¡Es tu deber acostarte conmigo y darme hijos! ¡Es la voluntad de
hazrat
Akhran!

—Es la voluntad de
hazrat
Akhran que nos casemos. ¡El dios no dijo nada acerca de tener hijos!

Zohra sostenía el cuchillo con firmeza. Sus ojos negros, clavados en los de Khardan, ni siquiera parpadeaban.

—¿Y qué ocurrirá mañana por la mañana, cuando la sábana nupcial sea mostrada a nuestros padres y no haya sangre alguna con que dar prueba de tu virginidad? —preguntó fríamente Khardan, recostándose hacia atrás y cruzando los brazos sobre el pecho. Su enemigo había cometido un error, dejando abierta una zona vulnerable al ataque. Khardan esperó a ver cómo respondía.

Zohra se encogió de hombros.

—Esa es
tu
vergüenza —dijo ella bajando un poco la daga.

—¡Oh, no, no lo es, señora! —respondió Khardan lanzándose hacia adelante e inmovilizando con habilidad la mano armada de Zohra contra los cojines de la cama—. ¡Deja de resistirte! ¡Te vas a hacer daño! ¡Y ahora escúchame, maldito demonio! —y, empujando a su esposa contra la cama, la sujetó con fuerza apoyando un brazo sobre su pecho—. Cuando esta sábana sea mostrada mañana por la mañana, princesa, y aparezca blanca e inmaculada, ¡yo iré y le diré a tu padre que te poseí esta noche y tú
no
eras virgen!

El rostro de Zohra se puso rojo de ira. Sus ojos de halcón lo miraron con tanta rabia que él redobló la fuerza con que sostenía su muñeca.

—¡Jamás te creerán!

—Ya lo creo que sí. Yo soy un hombre, califa de mi tribu, conocido por mi honor. Tu padre se verá obligado a acogerte de nuevo en desgracia. Tal vez hasta te corte la nariz…

Zohra se retorció tratando de desasirse.

—Mi magia… —dijo jadeante.

—No puedes usarla contra mí. ¿Te gustaría que te declarasen un maga negra, también? ¡Terminarían contigo a pedradas!

—¡Eres un…! —Debatiéndose por liberarse, Zohra profirió un sucio calificativo.

Khardan, abriendo de par en par los ojos como si se hubiera escandalizado, esbozó una amplia sonrisa. La mirada del califa se fue entonces hacia los elevados y tersos pechos que podía sentir subir y bajar rápidamente bajo la seda. Una fragancia de jazmín nocturno flotaba en el aire. Los ojos negros de su esposa eran feroces como los de una ave predadora, pero sus labios eran rojos y cálidos y brillaban de un modo irresistible.

—Ven, Zohra —susurró él, inclinándose para besarla—. Me gusta tu arrojo. No había esperado nada parecido de la hija de un pastor. Tú me darás muchos hijos estupendos… ¡Aaagg!

—¿Querías sangre en la sábana? —dijo Zohra triunfante—. ¡Ahí la tienes!

Apretando los dientes contra el dolor, Khardan se quedó mirando atónito el profundo corte en su brazo.

Con la daga apuntada contra su esposo, Zohra se alejó de él todo lo que pudo deslizándose hacia atrás sobre los cojines del lecho matrimonial, cuyas blancas sábanas de seda estaban ahora manchadas de rojo carmesí.

—¿Y qué le vas a decir a tu padre? ¿Que su semental era un capón? —Zohra se rió sin alegría apuntando a la herida de su brazo—. ¿Que eras

el virgen? ¿Que fue la novia la que dominó?

Con sus pendientes campanilleando de triunfo, Zohra echó la cabeza atrás, y con gesto desafiante empezó a levantarse para abandonar la cama. Una fuerte mano la agarró de la muñeca y tiró de ella de nuevo hacia los cojines. Gritando una maldición, ella intentó acuchillarlo con su daga, pero su mano quedó férreamente atrapada entre los dedos de Khardan. Hubo entonces un sonido como de rotura y, retorciéndose de dolor, Zohra dejó caer el cuchillo.

Sonriendo sombríamente, Khardan arrojó a su mujer de espaldas contra la cama.

—No temas,
esposa
—le dijo con rabiosa ironía—. No te tocaré. Pero tú no vas a ir a ninguna parte. Debemos pasar esta noche como marido y mujer y ser encontrados juntos por la mañana, o
hazrat
Akhran dará rienda suelta a su ira sobre nuestra gente.

Se quedó observándola mientras ella yacía entre los cojines acariciándose su contusionada muñeca. Unos ojos llenos de odio ardían en ella a través de la maraña de liso pelo negro. Su túnica se había rasgado con los forcejeos; caía por un hombro dejando al descubierto una piel blanca y lisa. El más ligero toque la haría abrirse por completo. La mirada de Khardan descendió; su mano se movió muy despacio…

Rugiendo como un gato salvaje, Zohra agarró el delicado tejido y se envolvió más ceñidamente en él.

—¡Pasar la noche contigo! ¡Antes dormiría con una cabra! ¡Paf! —le escupió en la cara.

—¡Lo mismo digo! —respondió con frialdad Khardan limpiándose la saliva de la cara.

El novio estaba sobrio como una piedra, ahora. Ya no había pasión en sus ojos cuando miraba a su cónyuge, sólo repugnancia.

Zohra sostuvo con firmeza sus ropas en torno a sí y, con un impetuoso contoneo, se alejó todo lo que pudo de su esposo y se acurrucó entre los cojines a la cabecera de la cama.

Khardan descendió de la cama y se quitó su rasgada y ensangrentada camisa de boda. Haciendo una pelota con ella, la tiró a un rincón de la tienda y luego le arrojó un cojín encima.

—Por la mañana, quémala —ordenó sin volverse a mirar a su esposa.

La bronceada piel de sus fornidos hombros brillaba a la vacilante luz de la tienda. Después se quitó el turbante, y sacudió el negro y rizado pelo.
Shir
, lo llamaba su gente, el león. Feroz y temerario en la batalla, se movía con una elegancia felina. En su cuerpo ágil se veían las cicatrices de sus victorias. Acercándose hasta una palangana de agua, se lavó la herida del brazo y la vendó desmañadamente con la otra mano lo mejor que pudo.

Echando una mirada a la imagen de su esposa, reflejada en uno de los numerosos espejitos que había entretejidos en un tapiz colgado de la pared delante de él, Khardan vio, para su gran asombro, que el fuego de la ira se había extinguido en aquellos ojos oscuros. Incluso había, pensó, un brillo latente de admiración.

Éste desapareció al instante, en cuanto Zohra se dio cuenta de que el califa la estaba observando. Los suaves labios rojos que, hacía un momento, aparecían ligeramente separados sobre sus dientes blancos y parejos, se torcieron en una despectiva sonrisa. Echándose el pelo por detrás de los hombros con un movimiento de cabeza, Zohra desvió con indiferencia el rostro; pero él pudo ver aún las negras hendeduras de sus ojos observándolo.

La mano de Khardan se movió hacia la cintura de sus pantalones. Entonces oyó un grito de advertencia tras él, procedente de la cama. Con una sonrisa sombría, el califa se apretó, con un gesto enfático, más todavía el cintu-rón. Luego, caminando hasta la parte delantera de la tienda, tanteó en el suelo de fieltro. Cuando hubo encontrado lo que buscaba, regresó por fin al lecho nupcial. En la mano llevaba la daga.

Sin mirar para nada a Zohra, arrojó el arma sobre los cojines. Había en su hoja un brillo rojo de sangre, y su empuñadura miraba hacia la princesa. Con la daga separándolo de su esposa, Khardan se acostó en el lado derecho de la cama dando su espalda desnuda a Zohra. Apoyó la cabeza en su propio brazo, se puso cómodo y cerró los ojos.

Zohra permaneció donde estaba, acurrucada en la cabecera de la cama, observando con recelo a su marido durante largos momentos. Entonces, vio cómo la sangre comenzaba a calar el rudimentario vendaje que él se había atado alrededor del brazo. La herida estaba abierta y sangraba profusamente. Vacilante, moviéndose despacio y en silencio, Zohra se quitó una pulsera que llevaba en el brazo y la sostuvo en dirección a Khardan.

El califa suspiró y se movió. Zohra echó con presteza la mano para atrás. Soltando la pulsera, sus dedos se cernieron sobre la empuñadura de la daga. Pero Khardan se limitó a arrebujarse más aún entre los cojines. Zohra permaneció sentada, esperando inmóvil hasta que la respiración del hombre se hizo firme y regular. Entonces, volviendo a coger la pulsera, pasó la joya por encima de la carne herida.

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