La voluntad del dios errante (13 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El abad había sospechado que Mateo era excesivamente sensible, y este signo de debilidad no presagiaba nada bueno si se sumaba a los negros pensamientos del abad acerca de los posibles peligros con que se podrían enfrentar.

Decidido a hablar del asunto con el archimago, el abad descendió también a la cubierta inferior. Al pasar por el camarote donde los miembros menores de ambas órdenes tenían sus literas, el abad vio a los dos jóvenes inclinados sobre un tablero de ajedrez; las labradas piezas de dicho juego estaban provistas de unas clavijas para impedir que el bamboleo del barco las hiciese deslizar de un sitio a otro. El largo cabello rojizo del joven mago caía por encima de sus hombros casi hasta tocar los codos. Absorto en su juego, Mateo parecía haber olvidado su sobresalto. Sus largos y delicados dedos movieron una pieza. Ignorando que el abad los estaba observando, el hermano Juan murmuró un suave juramento y tiró de su barba con irritación.

Guardando sus manos en las largas mangas de su hábito, el abad prosiguió su marcha hacia el camarote de su viejo amigo, el archimago, donde fue recibido con efusi-vidad e invitado a sentarse y tomar una taza de té.

—¿Cuál es el problema, Santidad? —preguntó el archimago levantando la tetera que borboteaba encima de un fuego mágico que él había conjurado en un pequeño brasero de hierro—. Te he visto desacostumbradamente solemne estos últimos días.

—Se trata de las historias que ha estado contando el capitán —admitió el abad, sentándose sobre un banco sujeto mediante pernos a la cubierta—. Tú has estudiado esta tierra más que yo. ¿Estoy conduciendo a mi rebaño a la boca del lobo?

—Los marineros son gente supersticiosa —lo confortó el archimago. Y, vertiendo con cuidado el té para evitar que los bandeos del barco lo hiciesen derramar agua caliente sobre el regazo de su compañero, añadió—: ¿Has visto lo ocurrido ahí arriba hace unos minutos? —y señaló a cubierta con la cabeza.

—Sí, ¿qué era eso?

—Estaban ofreciendo sacrificio a Hurishta, diosa de los rompientes mares. Por eso lo de los anillos de oro. Ellos creen que los delfines son las hijas de la divinidad. Entregándoles esos anillos, se aseguran una travesía sin contratiempos.

El abad se quedó mirando a su amigo, incrédulo.

Complacido ante la reacción del monje, el archimago continuó:

—Incluso afirman, créeme, que estas hijas de Hurishta profesan un gran amor por los marineros y que, si algún hombre se cae por la borda, ellas lo conducirán a salvo hasta la orilla.

El abad sacudió la cabeza.

—Y esta noche —prosiguió el archimago, que era un hombre de gran experiencia viajera—, podrás ver algo todavía más extraño: arrojarán al mar anillos de hierro.

—Al menos, es más económico que el oro —observó el abad, quien había estado pensando con gran lástima en todo ese dinero sumergiéndose en el fondo del mar en lugar de hacerlo en el pobre cepillo de su iglesia.

—Ésa no es la razón. Los anillos de hierro son para Inthaban.

—¿Otra diosa?

—Un dios. También él, al parecer, gobierna el mar, pero en el otro lado del mundo. Él y Hurishta, sin embargo, parece que están celosos el uno del otro y siempre se invaden sus respectivos territorios. Lo que hace que estallen frecuentes guerras entre los dos y, cuando esto sucede, se desencadenan terribles tormentas. De modo que los marineros van a lo seguro, y ofrecen sacrificios a uno y a otro durante sus travesías para no ofender así a ninguno.

—¿Nadie ha intentando jamás traer a estas oscurecidas almas el conocimiento de que los mares están gobernados por Promenthas en Su Alta Gracia y Misericordia?

—Yo desaconsejaría encarecidamente tal cosa, amigo mío —advirtió el archimago al ver aflorar una expresión de ansioso y santo celo en el rostro del abad—. Los marineros temen ya que vuestra presencia encolerice tanto al dios como a la diosa. Han estado haciendo más ofrendas de las que suelen llevar a cabo durante un solo viaje, y es sólo esta duradera racha de buen tiempo lo que los ha mantenido de tan buen humor. Tiemblo al pensar en lo que podría ocurrir si nos encontrásemos con una tormenta.

—¡Pero en esta época del año no hay tormentas! —afirmó con impaciencia el abad—. Si simplemente se tomaran la molestia de estudiar los océanos, las mareas y los vientos predominantes en lugar de creer en esos pueriles disparates…

—¿Estudiar? —dijo el archimago con gesto divertido—. La mayoría de ellos no sabe leer ni escribir su propio nombre. No, Santidad. Yo sugiero que guardes tus labores proselitistas para la más educada población de Sardish Jardan. El emperador, según he oído, no sólo habla con fluidez varias lenguas sino que puede leerlas también. Su Corte es un refugio de astrónomos, filósofos y otros hombres de ciencia. Es su gran inteligencia, de hecho, lo que lo hace tan peligroso.

El abad lanzó una mirada seria al archimago.

—Tú y yo no hemos hablado aún de esto… —comenzó en voz baja.

—Ni deberíamos hacerlo —lo interrumpió con contundencia el archimago echando una mirada fuera de la puerta para asegurarse de que nadie andaba cerca.

—No estoy tan en la oscuridad como piensas —respondió algo crispado el abad—. El duque me mandó llamar la noche antes de zarpar.

Esta vez fue el archimago quien lanzó una penetrante mirada a su amigo.

—¿Te lo dijo?

—Algo. Lo suficiente para entender que él y Su Alteza Real ven a ese emperador como una amenaza…, a diferencia de lo que a mí me parece, con todo un océano entre nosotros.

—Los océanos pueden cruzarse, y no sólo con barcos…, si creemos en lo que dice el capitán.

—¡Bah! —dijo el abad desechando con un bufido la idea.

Dejando su taza vacía sobre la mesa, el archimago echó una mirada por la tronera al abierto mar; en su cara, enmarcada en una larga barba gris, había un gesto preocupado.

—No te ocultaré, amigo mío, que estamos aproximándonos a una tierra extraña, poblada por una gente cruel y salvaje que cree en otros dioses. El hecho de que vosotros entréis en ella como sacerdotes que amenazan la veracidad de sus dioses, y de que nosotros entremos como espías que amenazan a su gobierno, nos sitúa a todos en un peligro mayor de cuanto cualquier capitán de barco pueda imaginar. Debemos ser vigilantes y cautelosos en todo momento.

—Si es así, ¿por qué has traído a Mateo? —preguntó el abad tras unos momentos de pausa—. Es tan inocente, tan ingenuo…, tan…, tan… —balbuceó el abad en busca de una palabra—… joven —dijo por fin bajando la voz.

—Precisamente por eso lo traje. Es su juventud y su misma falta de malicia lo que nos protegerá de sospechas. Tiene un gran don para las lenguas y puede hablar la de esta tierra mejor que ninguno de nosotros. El duque sugirió, de hecho —continuó el archimago, vertiendo en su taza un poco más de té—, que, si el emperador mostrase una simpatía especial por él, pues es célebre la atracción que el emperador siente por todo cuanto es hermoso y agradable, lo dejemos atrás en la Corte.

—¿Está él al corriente…?

—¿De la verdadera naturaleza de la misión? No, desde luego que no. Ni creo que pudiera decírselo jamás. Mateo tiene una naturaleza transparente y sincera. Él no podría, creo, mantener un secreto aunque salvara la vida con ello.

—Entonces, ¿cómo se os ocurre que podríais dejarlo allí?

—Le diremos que se lo ha designado allí para estudiar a aquella gente e informarnos acerca de su cultura, sus costumbres y su lengua. Él transmitirá inocentemente a través de nuestros medios mágicos todo cuanto llegue a su conocimiento. Nosotros podremos leer entre líneas y descubrir así los verdaderos planes y motivos del emperador.

Intranquilo ante tal duplicidad, el abad suspiró y se movió inquieto en su duro banco de madera. Por fortuna, la Iglesia no se involucraba en asuntos de política. Él sólo tenia que salvar almas. La conversación derivó hacia otros temas menos oscuros y, una hora más tarde, el abad se dispuso a abandonar el camarote.

—Supongo que no debería preocuparme —dijo mientras se marchaba con intención de echar una pequeña siesta antes de la cena y la sesión diaria de perturbadores relatos del capitán que luego lo desvelaban—. Después de todo, Promenthas está con nosotros.

El archimago sonrió y asintió con la cabeza. Pero, cuando su amigo hubo salido, el brujo se quedó mirando a las chisporroteantes aguas donde los delfines saltaban, al lado de la embarcación, jugueteando con los anillos de oro que les habían arrojado los marineros. Su cara se tornó más sombría.

—¿Promenthas con nosotros? Me pregunto…

Capítulo 2

El viaje hacia el este a través del océano de Hurn, desde Tirish Aranth hasta Sardish Jardan, fue, tal como dijo el archimago, una travesía rápida y tranquila. El galeón se había visto favorecido por un viento firme, un tiempo cálido y unos cielos claros a lo largo de toda la travesía de dos meses de duración. Que esto se debiera a Hurishta e Inthaban o al hecho de que el invierno estaba tocando a su fin y las tormentas que barrían el océano a principios del año habían cesado, dependía por entero del punto de vista de cada uno.

Tan tranquilo había sido el viaje que los marineros, siempre supersticiosos, se sintieron aliviados cuando se descubrió una entrada de agua de poca importancia bajo las cubiertas que obligó a todas las manos a turnarse en el manejo de las bombas. Esto, dijeron los marineros, venía a interrumpir una suerte que estaba resultando demasiado buena. Aunque su trabajo se había visto doblado, el talante de los marineros mejoró notablemente después de encontrar la entrada de agua. Cantaban mientras bombeaban con entusiasmo para sacar el agua del galeón, y sólo hubo algunos leves refunfuños cuando los delfines los abandonaron de repente la mañana anterior a la fecha en que habían de arribar a Bastine. La razón de esta marcha prematura de las hijas de Hurishta fue sin duda alguna la aparición de una ballena —tenida por un hijo de Inthaban— disparando su surtidor a cierta distancia por el lado de estribor. Los marineros arrojaron enseguida anillos de hierro en dirección a la ballena mientras señalaban alegremente hacia la ruta que las hijas de Hurishta habían tomado en beneficio de la ballena.

Aunque todavía no se hallaba la tierra al alcance de la vista, la tripulación y sus pasajeros sabían que estaban ya cerca, y esto hizo elevarse los ánimos de cuantos iban a bordo. De vez en cuando se veían pasar ramas de palmera flotando, así como algún resto de basura y otros signos de civilización. También hubo un notable cambio en el olor del aire, que los marineros aseguraron que se trataba del olor a «tierra», pero que el abad pensó que podría tratarse del olor cada vez más fuerte de las aguas del pantoque. También había tiburones en aquellas aguas. El capitán se regodeó especialmente señalándolos, diciendo que eran los hijos de Hurishta que vigilaban a Inthaban. Sea como fuere, ya no hubo más jugueteos de brujos y monjes en la barandilla del barco.

Hacia primeras horas de la tarde del día anterior a la fecha de llegada a la ciudad portuaria de Bastine, en la costa occidental de Sardish Jardan, los cantos de los marineros cesaron. Lanzando sombrías miradas a los sacerdotes, los marineros se ocupaban en silencio de sus tareas o formaban pequeños grupos, hablando entre sí. El capitán recorrió la cubierta con una expresión preocupada en su rostro.

En cuanto vio a uno de los monjes, le hizo un gesto invocativo.

—Llama a vuestros maestros —le dijo.

Al cabo de unos momentos, el archimago y el abad se encontraban en cubierta. Mirando hacia el este, vieron cómo el cielo adquiría de pronto un color muy peculiar, un negro verdoso sobrecogedor. Bancos de espesas nubes grises flotaban por encima del agua, mientras los relámpagos centelleaban a lo largo de sus bordes. Por encima del mar podía oírse el colérico retumbar de los truenos.

—¿Qué es eso? —interrogó el abad.

—Un huracán, por todas las trazas —respondió el capitán.

—Pero… ¡eso es imposible en esta época del año! —exclamó burlón el archimago.

—Debe de haber algún error de apreciación, capitán —dijo el abad—. Mirad, ¡el mar está completamente en calma! —añadió señalando las aguas que aparecían tranquilas y plácidas.

—¡Estúpidos! —murmuró para sí el capitán, y procedió a explicarles que el mar estaba tranquilo debido a que el fuerte viento barría las crestas de las olas.

Una enérgica orden del capitán puso en movimiento a los marineros, quienes escalaron los mástiles para desplegar las velas de tormenta. Al ver a los demás monjes y brujos acudir corriendo a cubierta para ver el ominoso aspecto del cielo, el capitán se dispuso a mandar a todo el mundo abajo cuando una tremenda ráfaga de viento azotó al barco volcándolo hacia un lado.

Algunos marineros perdieron pie y cayeron desde los mástiles al mar. El timonel luchó por mantener el control de su rueda, el capitán gritó sus órdenes y maldijo a aquellos tripulantes bisoños que se habían esparcido por toda la cubierta obstruyendo el camino de los marineros. El abad había tropezado contra un montón de cuerda circular y había caído dentro de él, y estaba luchando por ponerse de nuevo en pie cuando vio al monstruo.

—¡Promenthas, ten misericordia! —exclamó el abad con su mirada petrificada de miedo.

Un hombre gigantesco emergió de las aguas del océano, irguiéndose por encima de la superficie como si hubiese estado allí agazapado, esperándolos a ellos. Cuando por fin alcanzó el máximo de su altura, era tres veces más alto que la embarcación y la superficie del profundo mar le llegaba a la cintura. Tenía la piel del mismo color verdoso que el cielo y el pelo formado por bancos de nubes grises y, de su pecho desnudo, brotaban cascadas de agua de mar. Sus ojos despedían rayos y su voz atronadora retumbaba sobre las aguas.

—Yo soy Kaug —bramó la criatura—. ¿Quiénes sois vosotros que traspasáis mis dominios marinos sin ofrecer el sacrificio correspondiente?

—¡Espera un momento! —les respondió el capitán, mirando a la criatura con lo que al abad le pareció un coraje increíble—. ¡Hemos hecho los sacrificios! Hemos dado oro a Hurishta y hierro a Inthaban…

—¿Y qué habéis ofrecido a Quar? —vociferó la criatura.

El capitán se puso pálido.

—¿Quar? ¿Quién es Quar? —murmuró el abad corriendo a situarse junto al archimago—. ¿Algún rey?

—Quar es el dios de los infieles de esta tierra —dijo el archimago.

—¿Qué… qué es esa cosa? —preguntó el abad esforzándose por controlar el temblor de su voz.

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