Su estómago se encogió. Luego vertió su propio reproche sobre Promenthas. ¿Por qué no me dejaste morir con Juan?
Unas manos agarraron a Mateo obligándolo a ponerse en pie. Una enérgica orden y una bofetada en la cara le hicieron abrir los ojos.
Era la hora del crepúsculo. El sol se había puesto y su postrero fulgor iluminaba el cielo. Se hallaba en la carretera que había por encima de la playa, de pie ante el palanquín. Las cortinas de éste permanecían echadas. Dos
goums
lo aguantaban por los brazos, pero cuando comprobaron que se podía tener en pie, lo empujaron hacia adelante. El líder sostuvo al joven hechicero cuando éste tropezó y lo acercó un poco más al palanquín.
El líder cogió con fuerza el mentón de Mateo, obligándolo a mantener la cabeza erguida. Unos dedos férreos, clavados en su mandíbula, hicieron girar la cabeza del hechicero de izquierda a derecha como si lo exhibiera ante alguien oculto tras los cortinajes. Por fin, una voz habló desde el interior del palanquín. Era una voz de hombre dura y profunda, la voz que había hablado antes. Mateo pudo captar un breve vislumbre de una esbelta mano enjoyada abriendo una diminuta grieta en la cortina.
El líder de los
goums
soltó a Mateo, al mismo tiempo que le hacía una pregunta… o, al menos, Mateo supuso que eso era lo que había hecho, ya que el
goum
lo miraba de un modo expectante, evidentemente esperando una respuesta. El joven brujo sacudió con torpeza la cabeza, sin comprender, esperando tan sólo que lo mataran y pusieran fin al dolor ardiente que lo consumía por dentro. El
goum
repitió la pregunta, esta vez más alto, como si pensara que tal vez Mateo era sordo.
La voz de dentro del palanquín habló enérgicamente y el líder, volviéndose hacia Mateo, hizo un gesto grosero con su mano, un gesto cuya connotación sexual transcendía todas las lenguas. El líder hizo el gesto, después señaló las partes íntimas de Mateo y luego repitió el gesto.
El joven brujo miró al hombre con repugnancia. Había entendido, pensó, lo que éste trataba de decirle. Pero ¿qué tenía ello que ver con él?
Con gesto enojado y desabrido, negó con la cabeza. El
goum
, tras estudiar con atención su cara, se rió y dijo algo al hombre del palanquín. Éste habló otra vez. En alguna otra parte de su cerebro, Mateo entendió las palabras del hombre y se quedó mirando atónito las blancas cortinas.
—Sí, estoy de acuerdo contigo, Kiber. Es una virgen. Vigila que continúe siéndolo hasta que lleguemos a Kich. Ponla en uno de los
bassourab
, para que el sol no pueda estropear tan delicada flor.
La ensortijada mano se asomó por entre las cortinas e hizo un gesto, y los portadores levantaron el palanquín y prosiguieron su marcha carretera abajo.
¡Una virgen
! Esto es cuanto Mateo logró entender en la confusión de su mente; y, de pronto, empezó a verlo todo claro.
¡Lo habían tomado por una mujer!
Kiber, el líder de los
goums
, lo agarró del brazo y se lo llevó de allí. Caminando casi a ciegas junto a su capturador, Mateo tropezó, y la conciencia de su situación lo golpeó como la afilada hoja de una espada.
Por eso no lo habían masacrado como a todos los demás. En su mente vio al abad, el archimago, a Juan…, todos ellos tenían barba. Todos excepto Mateo, el hombre del oeste, cuya raza no desarrollaba vello facial.
«¡Me han tomado por una mujer! ¿Y qué harán ahora conmigo? Ni siquiera me importa», pensó aturdido. Tarde o temprano teminarían descubriendo su error. Y entonces sería el fin. Lo mejor sería desengañarlos, levantarse los hábitos y revelar su virilidad. Sin duda moriría rápidamente en manos de ese salvaje. Juan había tenido una muerte rápida, muy rápida en verdad…
Mateo se estremeció, su estómago se encogió y la bilis comenzó a inundar su boca. Veía a sus camaradas masacrados y despedazados ante sus ojos, y se veía a sí mismo muriendo de la misma manera: la brillante hoja hundiéndose en la carne y los huesos, el terrible y lacerante dolor, el último grito desgarrado arrancado de sus pulmones.
Las piernas de Mateo fallaron y el joven cayó. Encorvado sobre la carretera, vomitó. «¡No quiero morir! ¡No quiero!». Kiber, con una mirada de irritación, esperó a que Mateo hubiese vaciado su estómago y, luego, lo puso en pie apremiándolo a seguir adelante.
Temblando con todo el cuerpo, Mateo apenas podía caminar. Estaba empezando a notar cada vez menos su cabeza y sabía que no sería capaz de avanzar mucho más allá. Sentía que se iba a desmayar… El miedo, sin embargo, le hacía el efecto de agua fría arrojada a la cara. No se atrevía a perder el conocimiento; podría descubrirse su secreto.
Por fortuna, no tuvo que andar muy lejos. Con un gruñido, el
goum
detuvo bruscamente a Mateo delante de uno de aquellos animales de largas patas y aspecto grotesco llamados camellos. Descansando de rodillas, sobre la tierra, la bestia miró a Mateo con una expresión estúpida e increíblemente maligna. Kiber agarró las muñecas del joven brujo y las ató rápida y mañosamente con una tira de cuero. El
goum
echó a un lado la solapa de la pequeña tienda abovedada instalada sobre la silla del camello y ordenó con un gesto a Mateo que entrara.
Mateo se quedó mirando aquella extraña silla y la precaria tienda que la cubría sin la menor idea de qué hacer. Jamás había montado a caballo siquiera, conque huelga decir que mucho menos una criatura de aquel tamaño. El camello giró su serpenteante cuello para mirarlo, rumiando su bolo como una vaca. Sus dientes eran enormes. Kiber, ansioso por poner en marcha la caravana, estiró los brazos con evidente intención de levantar a Mateo por la fuerza.
El miedo hizo reaccionar al joven. No queriendo que el hombre lo tocara, se las arregló como pudo para trepar a la extraña montura. El
goum
le indicó por gestos que debía doblar una pierna en torno al saliente de la silla y afianzarse con ella mientras pasaba la otra por encima. Después, bien para impedir que su prisionero escapara o porque había observado la palidez de su rostro y las sombras verdosas dibujadas bajo sus ojos, Kiber ató al joven brujo a la silla y a los costados de la tienda montada con largos retales de tela.
Y, cerrando las cortinas del
bassourab
, el
goum
dio la voz:
—
¡Adar-ya-yan
!
A regañadientes, el camello se puso en pie con un movimiento bamboleante que trajo a Mateo recuerdos del barco azotado por la tormenta.
El brujo bendijo la tienda que lo rodeaba, pues ésta le impedía ver lo elevado que se encontraba del suelo. Kiber volvió a gritar y el animal comenzó a caminar. El revuelto estómago de Mateo daba un vuelco a cada paso del camello. Dejándose caer sobre la silla y agradeciendo que nadie pudiera verlo, el joven brujo se abandonó a una oscura desesperanza.
Todo había ocurrido tan rápido, tan de repente… En un momento se hallaba en una playa bañada de sol con Juan. Al momento siguiente, Juan estaba muerto y él se encontraba cautivo. Y a cada instante, a partir de ahora, Mateo viviría con el filo de un cuchillo pegado constantemente a su garganta. Y sabía que, tarde o temprano, la hoja acabaría cortando. Tarde o temprano habría de ser descubierto. Estuvo rebobinando el hilo de su vida durante algunos minutos, una hora, tal vez un día, a lo sumo dos. Estaba vivo, pero ¿qué clase de vida le esperaba? Una vida de continuo tormento, una vida sin esperanza, una vida de desear la muerte.
«Diles la verdad», se dijo. «¿Acaso deseas vivir con este miedo, esperando aterrado el momento —que llegará, sí,
llegará—
,en que seas descubierto? ¡Termina con ello de una vez! ¡Muere ahora! Muere con tus hermanos. Muere con valentía…»
—¡No puedo!
Mateo apretó los dientes; un sudor frío se deslizaba por todo su cuerpo. Volvió a ver el tronco sin cabeza de Juan desplomándose sobre la arena; de nuevo sintió el calor de la sangre salpicando sus manos.
—¡No puedo!
Escondiéndose tras las faldas de una mujer…
, un viejo y vergonzoso dicho de su país. ¿Y qué hay de esconderse
dentro
de unas faldas de mujer? Comenzó a gemir, columpiándose hacia adelante y hacia atrás.
—¡Soy un cobarde! ¡Un cobarde!
Mateo volvía a sentirse mareado. El olor del camello, el violento vaivén, su miedo y el recuerdo de las horribles escenas que había presenciado, todo ello se combinaba retorciéndole las entrañas y estrujándole el estómago. Agarrado a la silla, temblaba de dolor y de pánico, confirmando ante sí mismo que era un miserable cobarde.
No se paró a considerar que era muy joven, y estaba perdido y solo en una extraña y terrible tierra, que había visto asesinar ante él a aquellos a quienes amaba, y que había sido vapuleado y se encontraba enfermo y conmo-cionado.
No, a sus propios ojos era simplemente un cobarde, que no merecía haber vivido cuando aquellos que eran mucho mas valientes y mejores que él habían dado sus vidas por su fe.
Su fe también era la de él. Mateo intentó susurrar una oración, pero desistió. Sin duda, Promenthas lo había abandonado. Todos sabían que el dios acogía las almas de lo mártires para vivir con Él para siempre en eterna bendición. ¿Qué pasaba con el alma del cobarde? ¿Cómo comparecería él ante Promenthas, Juan, el archimago…? Ni siquiera después de la muerte habría consuelo para él…
El viaje era una pesadilla que parecía no terminarse nunca, aunque en realidad duró sólo una hora. Con la caída de la noche, la caravana se detuvo. Sumido en el estupor de su agonía mental y corporal, Mateo apenas tuvo una vaguísima sensación de que el camello que montaba se aposentaba aparatosamente en el suelo. Él permaneció donde estaba, perdido en su miseria, hasta que una mano echó a un lado la cortina. Dos
goums
lo desataron, lo agarraron de ambos brazos y lo bajaron sin miramientos de la silla.
Al principio, tuvo miedo de no poder caminar. En el momento en que sus pies tocaron el suelo, sus rodillas se doblaron. Antes de caer a tierra, vio a sus dos guardianes inclinarse para levantarlo y llevarlo. El terror lo reanimó. Sacudiéndose de encima las manos de los
goums
, Mateo se puso en pie, tambaleante.
La luna estaba llena y resplandeciente. Echando una mirada a su alrededor, Mateo vio que habían viajado tierra adentro y se encontraban ahora lejos del mar. Oyó un sonido de agua, pero era un río. El campamento se estaba montando a sus orillas, en medio de una extensión de lla-nura herbosa. El olor, el sonido y la vista del río le hicieron darse cuenta de la sed que tenía. Su garganta estaba reseca y escocida del agua de mar y los vómitos. Pero no se atrevió a pedir algo de beber por no atraer la atención hacia sí.
Para distraer la suya, continuó mirando a su alrededor. El palanquín había sido transportado hasta la parte delantera de una gran tienda rodeada de una cuadrilla de esclavos. Los
goums
se ocupaban con eficiencia de montar tiendas, almohazar y abrevar los caballos y esparcir forraje para los camellos. Varias mujeres, con las cabezas y cuerpos envueltos en seda negra, descendían de otros
bassourabs
con ayuda y eran conducidas a pequeñas tiendas. La mayoría de ellas, según pudo ver Mateo, llevaban las manos atadas como él.
Los hombres con cadenas en el cuello se dejaron caer agotados. Sentados, con la cabeza hundida entre las piernas y las manos colgando delante de éstas, no demostraban el menor interés por nada de cuanto los rodeaba.
Una vez más, Mateo se preguntó qué irían a hacer con él. Su mirada volvió al palanquín a tiempo para ver a un hombre vestido con hábitos blancos, con la cabeza y el cuerpo cubiertos por los pliegues de un blanco albornoz, abandonar la litera. Los esclavos habían erigido un pabellón delante de la tienda con cojines cuidadosamente dispuestos en el suelo. El hombre de blanco se sumergió en el pabellón y se acomodó entre los cojines. Recostado sobre un brazo, hizo varios gestos que enviaron a sus esclavos volando a cumplir su mandato. Mateo estaba observando con cansada y aturdida fascinación cuando Kiber, empujándolo, señaló hacia una tienda.
Asintiendo con la cabeza, Mateo comenzó a caminar hacia ella, esperando tener la energía suficiente para cubrir tan corta distancia. La tienda era pequeña. Estaba hecha de tiras de lana cosidas entre sí y era apenas lo bastante grande para una persona. Poco importaba. Metiéndose dentro, Mateo se dejó caer agradecido en el firme y sólido suelo.
Estaba pensando que tendría que ir pronto en busca de agua o perecería, cuando una cabeza se asomó al interior de la tienda. Era Kiber. Mateo se sentó de un salto y se apresuró a ajustarse bien los hábitos en torno al cuerpo.
El
goum
tiró un pellejo de agua en el suelo de la tienda. Mateo lo cogió al instante y bebió con gran ansia, engulléndola deprisa sin importarle que supiese a camello. Observándolo, Kiber dio un gruñido de satisfacción y, después, arrojó un hato a los pies de Mateo. Sacando una afilada daga de su cinturon, el
goum
se agachó delante de él, y el joven brujo sintió que la garganta se le cerraba de miedo.
Kiber no iba a matarlo, sin embargo. Con un rápido corte, el
goum
liberó las muñecas de Mateo de sus ataduras y le señaló el hato.
Mateo se quedó mirando al hato, desconcertado.
Kiber lo levantó y lo colocó de un golpe entre sus manos. El joven lo examinó y, poco a poco, se le fue ocurriendo a su embrutecido cerebro lo que podía contener.
Ropas. Ropas de mujer.
Levantó la mirada hacia el
goum
, quien volvió a gesticular perentoriamente añadiendo algo en un tono enérgico y señalando a los hábitos de Mateo con una mueca de asco.
Era evidente lo que el hombre quería decir. Mateo agarró con fuerza el hato. Éste era el momento. Había llegado la hora de plantar cara al destino. Con firmeza, se pondría en pie. Revelaría la verdad y aceptaría su destino, y moriría con valor, moriría con dignidad.
Moriría…
El miedo estrangulaba su estómago. Intentó levantarse, pero las piernas no le respondieron. Las lágrimas le empañaron los ojos. Por fin, tragando saliva, inclinó la cabeza. Con otro gruñido, Kiber abandonó la tienda.
Extendiendo las ropas de mujer en el suelo, Mateo comenzó lentamente a quitarse sus ensangrentados hábitos.