Promenthas pareció algo apaciguado.
—Sí, será mejor que lo indagues y pongas fin a ello.
—Quédate tranquilo. Haré lo que pueda.
A Promenthas no le gustó mucho esta respuesta, ni tampoco le gustó el fácil modo de despachar el asunto de los abominables asesinos. Pero Promenthas no tenía la conciencia del todo satisfecha sobre si su gente había actuado con corrección, de modo que dejó pasar la cuestión.
Cambiando el tema de conversación hacia cosas más triviales, escoltó a Quar hasta las inmensas puertas de madera de la catedral. A los ojos de Quar, ambos caminaron juntos hasta las verjas de hierro de su jardín de palacio. Saludándose fríamente con la cabeza, los dioses se separaron.
Pero, una vez que se encontró solo, el pensamiento de Promenthas regresó a los sacerdotes y magos asesinados. Con la cabeza inclinada y las manos cogidas por detrás de la espalda, el dios paseaba a lo largo del pasillo cuando, al levantar la mirada, vio, para su gran asombro, que alguien se erguía ante el altar.
—¡Akhran! —dijo Promenthas no demasiado complacido.
Se sabía que los seguidores del dios Errante habían cometido también no pocos asesinatos, aunque —no podía dejar de admitirlo— no en nombre de la religión. Más frecuentemente era en nombre del latrocinio, los odios de sangre y la guerra.
—¿Qué asunto te trae por aquí?
El dios Errante, vestido con un hábito negro que cubría una túnica y pantalones blancos y el rostro y cabeza envueltos en tela negra, parecía erguirse en medio de una furiosa tormenta de arena en lugar de en la quietud de una catedral. Dos penetrantes ojos negros bajo unas cejas de bordes rectilíneos miraban fija y atentamente los suaves ojos de Promenthas, que ahora aparecían ensombrecidos por la preocupación.
—Os lo advertí —dijo la voz profunda de Akhran, ahogada tras el
haik
—. Pero no me escuchasteis.
Promenthas frunció el entrecejo.
—No sé lo que quieres decir.
—Sí, lo sabes:
jihad
.
—Lo siento, pero no entiendo…
—Jihad
. La palabra con que mi gente designa a la «guerra santa». Ya ha comenzado. Evren y Zhakrin están muertos; y sus inmortales, desaparecidos. Ahora tus seguidores, masacrados en las tierras de Quar.
Promenthas miró en silencio al otro dios. Akhran, como siempre, parecía demasiado grande, demasiado salvaje, demasiado fiero para ser contenido dentro de los muros de la catedral. Era obvio que el propio dios Errante tampoco se sentía cómodo allí. Retirándose la prenda facial de la boca, tomó una profunda bocanada de aire y miró con anhelo las anchas puertas de madera que conducían al exterior. Pero Akhran permaneció donde estaba —erguido, con toda su altura— manteniéndose a sí mismo bajo rígido constreñimiento.
«¡Por Sul! —se dio cuenta Promenthas sin salir de su asombro—. ¡Akhran
está
de verdad en la catedral! ¡El dios Errante ha dejado su amado desierto y ha entrado deliberadamente en el lugar donde habito! Una cosa así no había ocurrido desde el comienzo del tiempo.»
Promenthas sabía que debía sentirse complacido, halagado. Pero no se sintió ni lo uno ni lo otro, sino sólo helado. Aligerando el paso, se aproximó al altar.
—Si lo que tú nos dijiste es cierto —dijo muy despacio, deteniéndose delante de Akhran—, ¿por qué están desapareciendo pues los inmortales del propio Quar?
—Tengo cierta idea, pero no tengo pruebas. Si lo que temo es cierto, nos hallamos en grave peligro.
—¿Y qué es lo que temes?
Akhran sacudió la cabeza; las negras cejas bajo los negros pliegues de su
haik
se juntaron como las alas de un halcón sobre sus encendidos ojos.
Promenthas se alisó la barba, como era su costumbre cuando estaba inquieto y notaba que su mano temblaba visiblemente. Luego, sin darse cuenta, entrelazó sus dedos en una actitud piadosa.
—Tal vez tengas razón, Akhran. Quizás hemos dejado que Quar se burlara de todos nosotros. Pero, ¿qué es lo que persigue?
—Eso parece obvio. Convertirse en el Dios Supremo, el Único Dios. Poco a poco, su emperador está divulgando su norma, sus imanes están ganando fuerza. Aquellos a quienes conquistan, o bien son muertos al instante, como sucedió con tus fieles, o se les da a elegir la
jihad
: convertirse o morir. Poco a poco, vamos perdiendo nuestros fieles. Así, iremos mermando, y, al final…, desapareceremos.
—¡Eso es imposible!
—¿De veras? Lo viste ocurrir ante tus propios ojos. ¿Dónde están ahora Evren y Zhakrin?
Promenthas se quedó callado durante largos momentos, dando vueltas en su mente al relato que el ángel le había ofrecido de la matanza de sus seguidores.
Jihad
. Guerra santa. Convertirse o morir. Frunciendo el entrecejo, miró de nuevo al dios Errante.
—Esto te afecta a ti muy de cerca, Akhran. Las tierras de tu gente limitan con las de los fieles de Quar. ¿Qué estás haciendo al respecto?
El dios Errante lanzó a Promenthas una mirada despectiva y levantó la cabeza con altivez.
—Mi gente no es como la tuya. No caminan mansamente hacia su muerte con oraciones en los labios. Ellos luchan.
Promenthas esbozó una leve sonrisa.
—¿Contra Quar o entre sí mismos?
Los ojos de Akhran se encendieron de rabia; luego sus hombros cayeron y su boca se torció.
—Uno no debería enfadarse nunca al escuchar la verdad. Esa es, de hecho, la razón por la que he venido. Necesito tu ayuda. Tu gente es muy distinta de la mía; se los conoce por su sabiduría, su compasión, su paciencia…
Promenthas miró al dios Errante lleno de sorpresa.
—Tal vez sea cierto, pero ¿de qué forma puede ayudarte mi gente, Akhran? Están a un océano de distancia…
—No todos.
Promenthas hizo un gesto de manifiesta sorpresa.
—No —murmuró echando una mirada al ángel que esperaba pacientemente en la nave y que parecía muy alarmada por el giro de la conversación—. No —repitió el dios.
Preocupado, Promenthas descansó una mano sobre la barandilla del altar, acariciando con gesto ausente la engrasada madera con sus nudosos y arrugados dedos.
—Eso es verdad.
Akhran puso su bronceada y curtida mano sobre la de su compañero.
—No te engañes, amigo mío. Un océano no va a detener a Quar.
La mirada de Promenthas se dirigió rápidamente hacia el ángel.
—El pobre muchacho al que te refieres ha tenido una espantosa experiencia. Su sufrimiento ha sido inmenso. Yo había pensado darle una muerte rápida y fácil.
—¿Y vas a hacer lo mismo por los cientos de miles que no sean tan afortunados? —preguntó severamente Akhran.
Promenthas se quedó mirando al ángel con aire pensativo. La mujer de pelo plateado miró a su dios con suplicantes ojos azules, rogándole en silencio que no cambiara de parecer.
Por fin, Promenthas, volviéndose con brusquedad, miró de nuevo a Akhran.
—Así sea —dijo a regañadientes—. Haré lo que pueda. Sin embargo, no te prometo nada. Después de todo, eso es cuanto podemos realizar con los mortales.
Akhran sonrió, una breve sonrisa que se desvaneció en un instante, tras lo cual su rostro volvió a sus acostumbradas gravedad y severidad. Envolviéndose de nuevo su boca y nariz con la tela negra, hizo una ligera inclinación de cabeza hacia Promenthas —lo más próximo a una reverencia que el dios Errante era capaz de ejecutar— y se marchó, descendiendo con prisa el alfombrado pasillo rojo; sus pasos se fueron haciendo cada vez más largos a medida que se aproximaba a la fulgurante luz del sol que podía verse brillar al otro lado del inmenso portón de madera.
—¡Ven, tú! El que es Más Rápido que la Luz de las Estrellas! —llamó con tono de mandato.
En respuesta, Promenthas oyó un ruido de cascos de caballo que ascendían la escalinata de mármol de su catedral, seguido de las escandalizadas voces de protesta de sus ángeles. La blanca cabeza de un semental apareció en el umbral sacudiendo con impaciencia su crin y rompiendo el santo silencio del templo con su penetrante relincho. Moviendo su mano en un saludo de despedida, Akhran saltó ágilmente sobre su silla. Lanzando destellos con sus cascos, el caballo se irguió sobre sus patas traseras y, de un salto, se elevó por los aires. Indignados serafines y querubines lo siguieron espantados con la mirada, profiriendo ruidosas exclamaciones sobre excrementos de caballo hallados en la escalinata de mármol.
Con un suspiro, Promenthas sacudió la cabeza e hizo una seña al ángel guardián, que esperaba, desconsolada, con sus alas caídas.
El olor a rosas flotaba denso en el aire. Un ruiseñor trinaba escondido en las fragantes sombras. De las marmóreas manos de una delicada doncella caía un chorro de agua fresca que se derramaba sobre una gran concha que había a sus pies. Los azulejos multicolores, dispuestos en fantásticos mosaicos, chisporroteaban como piedras preciosas a la luz crepuscular. Pero Quar no prestaba atención a ninguna de estas bellezas. El dios estaba sentado sobre el borde de azulejos de una fuente, deshojando con gesto pensativo una gardenia y arrojando con irritación sus encerados pétalos blancos a la gorgoteante corriente de agua.
La suerte de Sul, eso es lo que era. La suerte de Sul, que no era suerte en absoluto. La suerte de Sul había hecho que el camino de aquellos condenados sacerdotes de Pro-menthas se cruzara con el de algunas docenas de fieles de Quar. O al menos suponía que habían sido fieles a él. El dios no se había dado cuenta de que sus seguidores se habían vuelto tan tremendamente fanáticos. Ahora Promen-thas estaba enojado, y no sólo enojado, sino también receloso. Quar no estaba preparado para esto. Por supuesto tenía intención de desembarazarse de Promenthas un día, pero más, mucho más adelante en la larga y sinuosa trayectoria de su plan.
Y no había que olvidar a Akhran. Éste entraría al ins-tante en acción para aprovecharse del incidente. El dios Errante estaría sin duda persuadiendo a Promenthas a tomar alguna clase de medida. No es que Promenthas tuviera mucho que hacer. Sus fieles habían muerto bajo las espadas de los justos, ¿no era así? Quar hizo una anotación mental a comprobar. Pero, ahora que Promenthas estaba en alerta, tendría que ser cauteloso. Tendría que actuar con más rapidez de lo que había previsto.
Akhran el Entrometido. Era el escorpión en las sábanas de Quar, el
qarakurt
en la bota de Quar. Justo unos días atrás, Quar había recibido un informe de que dos tribus de seguidores de Akhran se habían aliado en el desierto de Pagrah. Relativamente pocos comparados con los poderosos ejércitos de Quar, estos nómadas representaban más un contratiempo que una amenaza directa. Pero Quar no tenía tiempo para contratiempos.
El principal factor con que Quar había contado en su esquema para derrocar a Akhran eran las constantes querellas y rencillas habidas entre los seguidores del dios Errante. El viejo axioma: divide y vencerás. ¿Quién iba a imaginarse que este dios Errante, que no parecía preocuparse por nada más que por su caballo, resultaría lo bastante observador para detectar la conspiración de Quar y rápidamente ponerse en acción para impedirla?
—Yo tengo la culpa. Me concentré en los otros dioses de Sardish Jardan. Los veía como una amenaza. Ahora, Mimrim del Ravenchai, sintiéndose debilitada, se esconde en su montaña cubierta de nubes. Uevin de Bas se refugia tras su política y sus máquinas de sitiar, sin darse cuenta de que le están minando sus cimientos y que pronto se derrumbará. Pero tú, Dios Caballo, a ti te subestimé. Al mirar al oeste y al sur, volví mi espalda al este. No volverá a ocurrir.
La vasija, una vez rota, no se puede arreglar con lágrimas, se recordó Quar a sí mismo con severidad. Te has dado cuenta de tu error; ahora debes actuar para remediarlo. Sólo de una manera ha podido sin duda Akhran unir a sus tribus en litigio: mediante la intervención de los inmortales. Le habían llegado noticias a Quar acerca de las terribles tormentas de arena levantadas por los ‘
efreets
de Akhran. Al parecer, el desencadenamiento del consistente poder de los djinn bastaba para combatir a aquellos nómadas testarudos…
Quar hizo una pausa en sus reflexiones, mientras aplastaba ausente los últimos pétalos de la destrozada gardenia con su mano.
Los djinn. Vaya, ésa era su respuesta.
Arrojando la preciada flor al estanque, Quar se frotó las manos y aspiró la esencia de aquel perfume que se adhería a la envoltura de carne humana con que al dios le gustaba rodear su etéreo ser. Poniéndose el pie, abandonó el jardín de recreo y entró en su palacio, dirigiéndose a su salón privado. La estancia estaba suntuosamente amueblada. De las paredes colgaban sedas de luminosos colores y los suelos estaban cubiertos de tapices hechos de la más fina lana. En el centro de la habitación había una mesa oriental de madera lacada sobre la que descansaba un pequeño gong de cobre y estaño.
Quar levantó el mazo y golpeó tres veces el gong, después contó hasta siete y volvió a golpear tres veces más. El tembloroso tono resultante era vagamente perturbador. Hacia rechinar los dientes y provocaba un estremecimiento en el aire. Mientras la última nota se desvanecía en el aire sereno y perfumado, una nube de humo comenzó a tomar forma humana en torno al gong hasta convertirse en un
'efreet
de más de tres metros de altura.
—Salaam aleikum
, efendi —dijo el
'efreet
juntando las manos por delante de la frente. Vestido con pantalones de seda rojos y con un fajín también rojo ceñido en torno a su enorme estómago, el
'efreet
saludó con una elegancia en verdad notable para tan voluminoso cuerpo.
—¿Cuál es tu deseo, mi Señor?
—Me estoy cansando del entrometimiento de Akhran, Kaug —dijo Quar sentándose en un diván cubierto de seda—. He recibido noticias de que dos de sus tribus rivales se han unido. ¿Cómo es posible?
—Se han unido mediante los esfuerzo de dos de los djinn de Akhran, oh Muy Sagrado Ser, un tal Fedj y otro tal Sond —respondió Kaug.
—Eso me temía. Lo encuentro de lo más inoportuno.
—Puedo ver la solución en tu mente, mi Señor. Tu plan es excelente. Puedes estar tranquilo, efendi. El asunto es fácil de manejar. Y ahora, permíteme traerte algún refrigerio para distraer la preocupación que ello te ha ocasionado.
Kaug dio una palmada, cuyo atronador sonido hizo aparecer al instante una vasija con café dulce y espeso y un plato de pétalos de rosa confitados, higos secos y granadas. Mordisqueando un pétalo de rosa, Quar observó cómo Kaug vertía el azucarado café en una frágil taza de porcelana.