Kaug se rió con todas sus ganas y arrojó juguetonamente al aire el huevo de oro.
Sond lo atacó, lanzando salvajes embestidas con su arma. Kaug pronunció una palabra y el djinn se encontró de pronto cosquilleando al
'efreet
con una pluma de avestruz. Sin amedrentarse, Sond tiró la pluma al suelo y pronunció a su vez otra palabra; un gigantesco sable apareció entre sus dos manos. Ondeandolo por encima de su cabeza hasta que hizo silbar el aire, Sond arremetió de nuevo contra el
'efreet
.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Kaug sostuvo el huevo dorado en medio de la trayectoria del furioso golpe de espada de Sond. El djinn detuvo su mortal embestida justo unos centímetros antes de alcanzar la brillante superficie dorada. Kaug dijo una palabra más y el sable voló de las manos de Sond hacia las suyas. Los dedos del
'efreet
se cerraron en torno a la empuñadura, y el gran sable adquirió en su enorme puño el aspecto de una pequeña daga. Sosteniendo el huevo sobre la palma de su mano, Kaug apoyó la afilada hoja del sable sobre él.
—Sería una lástima partir la cascara con esto. Creo que el bello pajarito que hay dentro moriría —dijo con indiferencia el
'efreet
.
—¿Qué significa eso de «moriría»? —inquirió Sond esforzándose por vencer el ahogo de su pecho que le impedía respirar—. ¡Eso es imposible!
—¿Dónde están ahora los djinn de Evren y Zhakrin? ¿Dónde están los djinn de Quar?
—Y bien, ¿dónde? —preguntó Sond, con sus angustiados ojos clavados en el huevo dorado.
Kaug bajó muy despacio el sable.
—Una interesante pregunta, ¿no, amigo mío? Y una pregunta para la que nuestro bello pajarito podría descubrir una desagradable respuesta.
El arma desapareció de la mano de Kaug. Estirando un largo dedo, comenzó a acariciar el huevo.
—O mejor ordenaré al hermoso pajarito que cante para mí —dijo con una lasciva sonrisa en su cara—. La acompañaré con mi instrumento, naturalmente. ¿Quién sabe? Puede que a ella le guste más mi ejecución que la tuya, amigo Sond.
—¿Qué quieres a cambio por ella? —preguntó el djinn estremeciéndose de rabia apenas contenida y secándose el sudor de la cara—. No pueden ser riquezas. Para eso habrías ido a su señor.
—Poseo más riquezas de las que seguramente tú puedas imaginar. Quar es generoso…
—¡Ah, Quar! —Sond apretó los dientes—. ¡A ello llegamos!
—Por cierto, amigo mío, eres tan rápido de pensamiento como el halcón que se lanza a sacar los ojos a la gacela. Mi Muy Sagrado Señor está molesto, ¿sabes?, por los rumores que han llegado a sus oídos referentes a la unión de las tribus de Akhran.
—Bien, ¿y cuál es el problema? —preguntó entonces, burlonamente, Sond—. ¿Acaso tu gran y poderoso Señor está asustado?
La risa de Kaug retumbó por todo el jardín, haciendo que Sond mirase con nerviosismo a su alrededor. No tenía la menor duda de que, si eran descubiertos por los guardias del anciano djinn, Kaug se desvanecería al instante abandonando a Sond a su destino.
—¿Acaso está mi Señor asustado de la mosca que zumba en torno a su cabeza? No, por supuesto que no. Pero esa mosca es una molestia. Lo irrita. Él podría muy bien darle un tortazo y poner fin con ello a su insignificante vida, pero Quar es misericordioso. Preferiría más bien que la mosca se alejase. Según tengo entendido, tú, Sond, fuiste el instrumento que trajo la mosca a presencia de mi Señor, por decirlo así. Y él te estaría muy reconocido si la hicieses marchar.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces, mi Sagrado Señor se verá obligado a matar la mosca…
—¡Ja! —estalló Sond.
—… y aplastar este fragilísimo huevo de oro —concluyó imperturbable el
'efreet—
. O, puesto que tal cosa sería sin duda un lamentable derroche, Quar podría decidir guardarse el huevo para sí y disfrutarlo hasta que se cansase de jugar con él y, entonces, pasárselo a algún sirviente devoto como yo…
—¡Basta! —explotó Sond cogiéndose el pecho con la mano, como si su corazón fuera a romperse del dolor; y, tragándose la bilis que ascendía hasta su garganta, añadió—: ¿Qué…, qué he de hacer?
—El odio sigue ardiendo como brasas candentes a los pies de las dos tribus. Procura abanicar ese fuego hasta que se convierta en una rugiente hoguera que se coma a la mosca. Cuando esto esté hecho, cuando la mosca haya muerto o se haya marchado, Quar devolverá este encantador huevo a quien pueda encontrarle un nido.
—¿Y qué ocurrirá si fracaso?
Kaug se metió el huevo en la boca y comenzó a chuparlo con impúdicos chasquidos.
A Sond se le encogió el estómago y se dobló hacia adelante de dolor. Cayó de rodillas y manos a los pies del
'efreet
,sintiéndose de pronto violentamente indispuesto. Kaug lo miró con una amplia sonrisa y, después, inclinándose hacia abajo, le dio unas solícitas palmaditas en la espalda.
—Tengo fe en ti, Sond, amigo mío. Creo que no me fallarás.
La risa del
'efreet
retumbó en los oídos de Sond, terminando por desvanecerse en la distancia como una tormenta que se aleja.
La primavera llegó por fin al desierto, con una semana de lluvia torrencial que convirtió el mar de arena en un mar de barro. El plácido río subterráneo que alimentaba el oasis del Tel se convirtió en un furioso torrente. Las impetuosas aguas transformaban en barranco a la más diminuta grieta que encontraban. El suelo del desierto se desplomó por varios lugares debido a la ávida erosión que el río ejercía sobre la roca y la arena. La lluvia caía con una fuerza acribilladora, como si fueran cuchillos. La leña estaba empapada y no encendía. Un viento frío soplaba constantemente helando la sangre y fustigando el cuerpo bajo unas ropas que nunca estaban secas.
Sin embargo, los ánimos del campamento estaban elevados. Todos sabían que la lluvia cesaría pronto y, cuando así fuese, el desierto florecería. Y, sin duda, la Rosa del Profeta florecería también. Los hranas podrían volver a su pastoreo y sus colinas. Los akares podrían llevar sus caballos a pastos estivales más alejados hacia el norte.
Acostado en su tienda en un ocio forzado, Khardan escuchaba afuera el golpeteo de la lluvia sobre la arena y pensaba en cómo la lluvia traía vida al desierto y se preguntaba qué le traería a él.
Cuando su tribu abandonase el Tel, ¿vendría Zohra con él?
Los akares estaban bastante asombrados de que Khardan no hubiese tomado otra esposa, ahora que había cumplido el designio del dios al casarse con la elegida de Akhran. Varios padres habían dejado saber abiertamente que tenían hijas disponibles, y aunque la modestia y la costumbre tribal prohibían a las muchachas dar a conocer de un modo manifiesto su interés por el califa, nunca perdían una oportunidad de cruzarse en su camino y mirarlo por encima de sus velos.
Khardan hacía caso omiso de todas aquellas insinuaciones y miradas de reojo. El cotilleo akar acordó por fin que él no deseaba conceder a su esposa hrana el menor aumento de poder proporcionándole un harén —una tradicional fortaleza de magia— sobre el que ella, como primera esposa, gobernaría.
Khardan dejaba que pensaran lo que quisiesen, y probablemente incluso él aceptaba esta razón para explicar su falta de interés por otras mujeres. Había veces, sin embargo, en que él mismo admitía para sí que los ojos de un gorrión resultaban sosos y deslustrados después de haber mirado a los feroces ojos negros del halcón.
¿Podía uno vivir con el halcón? Sí, si se lo domesticaba…
Cerrando los ojos y escuchando la lluvia, Khardan olió el perfume de jazmín y sintió el tacto de los dedos de Zohra, suave y ligero, sobre su piel.
Mientras oía el monótono chorrear de la lluvia que caía desde los pliegues del fuerte tejido de la tienda, Zohra la imaginaba nutriendo la Rosa del Profeta y trataba de representarse al feo cactus dando una hermosa flor.
También a ella le extrañaba el rechazo de Khardan a tomar otra esposa. Cierta parte en lo profundo de ella se alegraba de que así fuera; la misma parte que persistía, durante las largas noches, en recordar la calidez de su lisa piel bajo las yemas de sus dedos, el fuerte juego de músculos de su espalda y hombros cuando había yacido en su cama junto a ella en la noche de bodas.
Ella había ganado su victoria, le había infligido a aquel orgulloso guerrero su única derrota. Algo que ella atesoraría en su recuerdo toda la vida, algo entre los dos que ninguno de ellos podría olvidar jamás. Tenía que admitir que él había aceptado con gracia su derrota. ¿No le correspondía tal vez a ella ahora aceptar su victoria de la misma manera?
Su mano se cerró en torno al pomo de la daga que guardaba bajo la almohada. Sacándola de allí, apoyó los labios con suavidad sobre ella, cerró los ojos y sonrió.
Al día siguiente, tan súbitamente como había comenzado, la lluvia cesó. El sol apareció, y el desierto se llenó de vida.
El follaje de las palmeras datileras se columpiaba mecido por una suave brisa que llevaba los aromas de las flores silvestres del desierto, el tamarisco de encaje y la dulce salvia. Los caballos mordisqueaban las dulces y tiernas hierbas que brotaban en torno al oasis. Potros recién nacidos se tambaleaban vacilantes sobre sus inestables patas mientras sus madres los vigilaban con orgullo; algunos de los más jóvenes sementales olvidaban su recién adquirida dignidad y cabrioleaban como si fueran potrillos.
Aquella mañana, los hranas y los akares, conducidos por sus respectivos jeques, se congregaron alrededor del Tel. Señalando y gritando, la gente comenzó a cantar himnos de alabanza a Akhran. Aunque la Rosa del Profeta todavía no había florecido con las lluvias, los cactus habían reverdecido y sus carnosas hojas y tallos aparecían hinchados de nueva vida. Muchos, de entre ambas tribus, juraban que habían visto despuntar los capullos. Khardan echó una mirada a Zohra. Esta, captando su mirada, bajó los ojos mientras su cara se teñía de un rubor rosáceo oscuro, que era más bonito que ninguna de las flores del desierto.
El djinn Sond observó a ambos con suma atención, lanzó una ansiosa mirada a la Rosa del Profeta y desapareció en silencio.
Cuando Jaafar regresaba a su tienda frotándose las manos de alegría y preparándose ya para la inminente partida de su tribu, notó de pronto que alguien se le unía al paso por su lado derecho.
—Felicidades, mi jeque, por tan afortunado acontecimiento —dijo el hombre.
—Gracias —respondió Jaafar preguntándose quién era aquel paisano suyo. No podía verle la cara, escondida tras el
haik
,aunque pensó que la voz le sonaba vagamente familiar—. Alabemos a nuestro dios Errante.
—Alabado sea Akhran —dijo con tono sumiso el hombre inclinando la cabeza en una reverencia—. Supongo que pronto partiremos de nuevo hacia nuestros rebaños en las colinas, ¿no es así?
—Así es —dijo Jaafar, intentando todavía ubicar a aquella persona y sin atreverse a preguntarle su nombre por miedo a ofenderlo.
En un intento de poder mirar más de cerca al hombre a la cara sin que éste se percatase de su propósito, el jeque aceleró su marcha para ponerse a uno o dos pasos por delante y, entonces, mirar hacia atrás mientras hablaban. Esto, sin embargo, no resultó. El hombre aligeró su paso también y dio un rodeo para aparecer inesperadamente a la izquierda del jeque.
—¿Eh? —dijo Jaafar confundido al volverse hacia su derecha para hablar con el hombre y encontrarse con que no había nadie.
—Aquí, mi jeque.
—Oh, estás ahí. ¿Qué estabas diciendo? Algo acerca de partir…
—Sí, mi jeque. Y, después de haber vivido con esos hombres-caballo durante tanto tiempo, se me ha ocurrido una idea. ¿No crees que sería una excelente medida tener nuestros propios caballos? ¡Cuánto más sencillo sería guardar el ganado desde nuestras monturas! Y cuánto mejor sería tener a los caballos para espantar a los lobos durante la noche. Y a otros enemigos, aparte del lobo —añadió el hombre en voz baja echando una mirada de reojo hacia el lado akar del campamento.
—Qué idea tan interesante —empezó Jaafar volviéndose hacia la izquierda sólo para encontrar que el hombre se había desplazado de nuevo a su derecha—. ¿Dónde…? ¡Oh! No te había visto moverte.
El jeque sentía aumentar su desconcierto.
—Y ésa, también —añadió el hombre bajando todavía más la voz—, sería una forma de cobrarnos por todo lo que nos han robado año tras año.
—Ajá —murmuró Jaafar juntando las cejas y sintiendo arder con nueva llama el viejo y amargo odio que había sido olvidado en las celebraciones de la mañana—. Me gusta esa sugerencia. Yo mismo la abordaré con el jeque Al Fakhar…
—¡Ah, tú no debes molestarte, sidi! —dijo el hombre con tono indiferente, ajustándose más estrechamente todavía la prenda facial en torno a su nariz y boca—. Después de todo, tienes una hija que está casada con el califa. Dile que haga a su marido esta pequeña solicitud. Sin duda él no podrá negarle nada, y menos algo así. Ve y díselo a ella ahora. Relega todo en sus manos. Es una cuestión de orgullo, después de todo. Tú no mereces menos que eso, jeque de los hranas, que tanto has dado a esos akares.
—¡Tienes razón! —asintió Jaafar con un brillo en sus ojos por lo general apagados—. ¡Iré a ver a mi hija y le pediré que vea al califa sin demora!
—¡Pero ella no ha de pedírselo como un mendigo! —advirtió el hombre poniendo su mano en el brazo del jeque—. ¡No debe rebajarse delante de ese hombre!
—¡Mi hija jamás haría tal cosa! —vociferó indignado Jaafar.
—Perdona mi preocupación, que no se debe sino a mi ansia de ver que todo te va bien, mi jeque —dijo con humildad el hombre haciendo una profunda inclinación.
—¡Hum! —resopló Jaafar, y se fue para la tienda de su hija.
Había olvidado por completo su curiosidad acerca de quién podía ser aquel extraño paisano. Sus ojos estaban ahora en las manadas de caballos que pastaban en torno al oasis. Ya se sentía su orgulloso propietario.
—Bueno —dijo para sí Sond haciendo que los atuendos hranas que llevaba se desvanecieran en el dulce aire de primavera—. Todo esto en cuanto al florecimiento de la Rosa o cualquier otra flor.
¡Alcuzcuz! ¡Ah, qué delicia! El djinn olfateó el plato con el aire experto de quien está acostumbrado a comer bien y a menudo. Su gran barriga y sus varias papadas bailaron apreciativamente cuando hundió los dedos de su mano derecha en el humeante manjar.