Los atuendos de mujer se adaptaron fácilmente a la ligera y esbelta figura de Mateo; los abultados y graciosos pliegues del tejido ocultaban su pecho plano, contribuyendo a su disfraz. Desde luego, era diferente de los vestidos escotados y de amplias faldas que llevaban las mujeres de su tierra, vestidos que revelaban una amplia expansión de senos blancos como la nieve y empolvados hombros, vestidos cuyo tejido de seda se arrastraba por el suelo y podía levantarse para mostrar los tobillos.
Con dedos temblorosos, corroído por el miedo a oír de un momento a otro pasos fuera de la tienda, se puso deprisa los anchos pantalones de algodón. Similares a los que llevaban los hombres, éstos se ceñían con justeza en torno a sus tobillos. Una blusa de gasa cubrió la parte superior de su cuerpo, con las mangas hasta los codos. Sobre la blusa iba un chaleco abotonado con mangas largas hasta la muñeca y, encima de todo, un caftán negro que le caía hasta los tobillos y, por último, un velo negro que le cubría el rostro y la cabeza, y unas zapatillas de cuero para sus pies.
Contemplando estas ropas a la tenue luz de la luna que se filtraba a través de su tienda, Mateo tuvo una súbita imagen de sí mismo corriendo a lo largo de la playa con sus negros hábitos revoloteando en torno a él. La equivocación de los
goums
era comprensible, tal vez inevitable. Debía de parecer, pensó, un capullo de seda negro que anda…, un capullo que ocultaba dentro un gusano condenado a morir.
¿Qué le ocurriría ahora?
Vestido por entero como una mujer, Mateo se acurrucó en el interior de la tienda sin atreverse a dormir. El joven brujo había llevado una vida enclaustrada, y había pasado su infancia y juventud en la cerrada y secreta escuela de los magos, pero conocía lo bastante de los modos de los hombres y las mujeres para entender que su mayor peligro residía en las horas oscuras. Recordó el tacto del hombre del palanquín, la mano enjoyada acariciando su mejilla, y le dio un vuelco el corazón.
Lamentaba amargamente la pérdida de sus recursos mágicos, amuletos y fórmulas capaces de sumir a un hombre en un dulce sueño, conjuros que podían desorientar a un hombre, haciéndole pensar que estaba donde no estaba. Mateo podía producirlos, pero necesitaría tiempo y material: una pluma de cuervo para escribir las palabras arcanas, pergamino hecho de piel de oveja, sangre…
Sangre… De nuevo vio a Juan, cayendo…
¡No! Mateo cerró los ojos, apartando la horrible visión de su mente. Si se obsesionaba con ella, se volvería loco. Y no tenía sentido soñar con defensas mágicas que no tenía ni podía obtener. Para mantenerse ocupado y con la esperanza de descubrir alguna pista sobre lo que planeaban hacer con él, Mateo comenzó a hacer un repaso de las palabras que había oído decir a la gente, intentando recordar con exactitud cuanto se había dicho, tratando de traducir mentalmente las frases.
Al principio parecía imposible; la lengua que él había estudiado con tanto esfuerzo durante muchos meses se había desvanecido de su cabeza. Con obstinación, Mateo se esforzó por concentrarse. Había entendido unas pocas palabras, las suficientes para saber que ellos pensaban que era una mujer. «Ella», sí. Y otra palabra, «virgen». Mateo recordaba esta palabra con claridad, sobre todo porque Ki-ber la había repetido con frecuencia, acompañándola de aquel gesto obsceno. Ahora sabía lo que el
goum
le había estado preguntando: «¿Te has acostado con algún hombre?». Pero no podía recordar lo que había respondido, aunque adivinaba que la mirada de repugnancia en su rostro había sido suficiente respuesta.
El sonido de un ligero paso junto a la tienda hizo que el joven brujo contuviera la respiración de miedo. Pero era una mujer. Abriendo las cortinas, ésta asomó la cabeza, de la que sólo los ojos eran visibles por encima del velo, puso una escudilla con comida en las manos de Mateo y se marchó.
El estómago del brujo se encogió al olor de la comida, un guiso de arroz mezclado con carne y verduras. Primero empezó a empujar la escudilla hacia afuera, en rechazo, pero luego se detuvo. Esto podría también llamar la atención. Le era imposible comer. Aunque supiese de qué carne se trataba, de ningún modo podría tragarlo. Sacando furtivamente la escudilla por la parte trasera de su tienda, volcó su contenido en la hierba esperando que algún animal vendría y se lo comería antes de que lo descubrieran por la mañana.
Hecho esto, volvió a centrar su mente en el problema que la ocupaba. Había oído decir ciertas palabras cuando estaba semiinconsciente: «Pelo rojo». Sí, habían estado hablando de su pelo, que, por sus estudios, él ya sabía que iba a ser considerado un color inusitado entre la gente de aquella tierra, la mayoría de pelo y ojos oscuros. Algo más se había dicho. Algo relativo a su piel…
De nuevo se oyeron pasos. Esta vez pesados, de botas, y decididamente acercándose en aquella dirección. Conteniendo el aliento, Mateo esperó con el alma en vilo, casi con ansia. Había decidido lo que haría. El hombre llevaría con seguridad una daga… Había observado que todos llevaban una o dos metidas en el cinturón. Mateo se apoderaría de la daga y la utilizaría. Él jamás había matado a un hombre y dudaba si sería capaz de hacer mucho daño a su enemigo antes de que éste lo matase a él, pero, al menos, ello daría a su muerte cierto aire de dignidad.
Los pasos se oyeron cada vez más cerca, hasta que se detuvieron justo fuera de su tienda. Oyó voces. ¡Eran dos! Mateo se tragó el terrible sabor que tenía en la boca e intentó forzarse a dejar de temblar. Pronto todo habría pasado. El miedo, el dolor y, entonces, la paz, la paz eterna con Promenthas.
Los dos hombres, hablando entre sí y riéndose, se pusieron en cuclillas. Mateo estaba tenso, listo para saltar. Pero ninguno de los hombres entró en la tienda. Escuchando, deseando mirar fuera pero sin atreverse a moverse siquiera, Mateo creyó oírlos sentarse en el suelo delante de su tienda. Apaciguándose su miedo, intentó concentrarse en lo que estaban hablando, esperando descubrir con ello su destino.
Ellos hablaban su lengua, sin embargo mucho más rápido de cuanto él era capaz de entender y, al principio, sólo comprendía una palabra de cada cinco. Escuchando con atención y tratando de adaptarse al extraño acento, comenzó a comprender más y más. Los hombres estaban reviviendo el excitante acontecimiento del día: la matanza de los
kafir
. Oyéndolos discutir sobre cuántos infieles había matado cada uno, y qué víctimas, si las del uno o el otro, habían muerto más lentamente y gritando más fuerte, Mateo sintió que sus dientes rechinaban y tuvo que luchar contra un impulso de abalanzarse sobre ellos, presa de una furia que de pronto lo asaltó, aun a pesar de su miedo.
—Aquel hombre chilló como un cerdo cuando lo partí en dos. ¿Lo oíste? Y los dos que corrieron… Fue una buena persecución a lo largo de la playa. El capitán mismo decapitó al hombre; un golpe rápido y limpio. Nos robó la diversión, pero
él
, el amo, tenía prisa.
¡Decapitó! ¡Estaban hablando de Juan! Mateo deseó taponarse los oídos, cerrar su cabeza a las voces y los recuerdos. Pero no podía permitirse ese lujo. Con gran horror, se obligó a sí mismo a seguir escuchando, con la esperanza de averiguar lo que iba a ser de él.
Después que los asesinos de los
kafir
hubieron charlado, discutido y disfrutado al máximo el recuento de su matanza, la conversación de los
goums
se desvió al tema de su viaje. Su destino era Kich, según pudo descifrar Mateo al oír dicho nombre y reconocerlo como una de las más importantes ciudades de Sardish Jardan. La caravana había hecho un buen promedio de tiempo hoy a pesar de haberse detenido para divertirse con los
kafir
, y los
goums
esperaban, si el tiempo seguía favorable, estar en Kich antes de una semana. Una vez allí, venderían sus mer-cancías, recibirían sus honorarios y pasarían algún tiempo entregándose a los pecados que ofrece una rica ciudad.
Vender sus mercancías.
Notable cabello, inusitado color. Piel blanca y suave
.
Mateo se mordió la lengua para no dar un grito. Qué estúpido había sido; no haber pensado antes en eso. Las mujeres con las manos atadas…
Una virgen. Vigila que lo siga siendo hasta que lleguemos a Kich
.
Eso explicaba por qué aquellos hombres estaban ahí fuera. Eran guardias, ¡encargados de conservar intactas las «mercancías»! ¡De modo que ése era su destino! ¡Iba a ser vendido como esclavo!
Mateo se dejó caer de espaldas sobre los pocos cojines que habían sido descuidadamente arrojados en el suelo de su tienda para su uso. «Al menos no estoy en peligro inmediato», pensó. «Si consigo mantener mi disfraz —lo que, considerando lo segregadas que se mantiene a las mujeres de los hombres, no debería ser demasiado difícil—, podría vivir algún tiempo más, hasta que lleguemos al mercado de esclavos…»
Esto no lo hizo sentirse aliviado, sino sólo vacío y decepcionado, y sonrió con amargura. Desde luego, él había estado secretamente esperando que todo terminase con presteza, esa misma noche.
Ahora se limitaba a poner su esperanza en una serie de torturantes días de miedo constante; y noches también torturantes de yacer insonme, sobresaltándose ante cada paso. ¿Y después de todo ello, qué? Lo colocarían sobre la tarima de los esclavos y lo venderían como una mujer y, por fin, encontraría la muerte —una muerte horrible, probablemente— en manos de algún comprador defraudado.
El terror, la vergüenza y la culpa estallaron en un ahogado grito de angustia. De inmediato trató de reprimir sus lágrimas, preguntándose si los guardias lo habrían oído, temeroso de que éstos pudieran entrar y descubrir lo que estaba mal. Pero no pudo contenerse: el miedo y el dolor lo vencieron. Metiéndose el velo facial en la boca para ahogar sus sollozos, el joven giró su cuerpo de lado y, tendido boca abajo, con la cara apretada contra los cojines, dio rienda suelta a su llanto.
La noche, negra y vacía, cayó sobre las llanuras. Los guardias dormitaban a ratos fuera de la tienda de Mateo. Habían oído su ahogada llantina, pero se habían limitado a mirarse con maliciosas sonrisas, animándose el uno al otro a entrar en la tienda y «consolar» a la cautiva. Sin embargo, ninguno se atrevió a hacer tal cosa. Kiber era un buen capitán, y la disciplina se observaba con rigidez. El último
goum
que se había permitido un pequeño placer privado con una esclava había sido castigado de forma tan rápida como severa: un certero golpe de espada del capitán y el miserable era ahora un eunuco en los serrallos de Kich.
En cuanto a los apagados sollozos procedentes de la tienda, era probable que más de una prisionera estuviese llorando por su destino aquella noche. Eso no era problema suyo. Así que los guardias dormían, sin que pareciera preocuparles demasiado que alguien pudiera deslizarse por delante de ellos.
Y alguien se deslizó delante de ellos. No era nadie a quien
goum
alguno hubiese podido detener de haber estado despierto. Nadie que pudiera haber sido visto por ellos, estuvieran dormidos o despiertos. La mujer, con las blancas y plumosas puntas de sus alas arrastrándose por el suelo, entró furtivamente en la tienda, haciendo menos ruido que la suave brisa que susurra sobre la arena. Inclinándose sobre el desconsolado Mateo, la mujer le tocó con suavidad la mejilla y le enjugó las lágrimas, aun cuando las suyas propias caían con profusión.
Su dulce tacto hizo que los desgarradores sollozos del joven cesaran y éste se sumiera en un profundo sueño libre de imágenes. La mujer lo miró con profunda misericordia y compasión. Luego salió deslizándose de la tienda, echó una fugaz mirada a su alrededor y rápida y silenciosamente extendió sus alas y se elevó hacia los cielos.
Promenthas recorrió son solemnidad el largo pasillo cubierto con una alfombra roja que discurría recto y angosto por entre los sólidos bancos de madera de su catedral. El rostro del dios tenía un aire grave. Con las blancas cejas fruncidas, se acariciaba su barba blanca. Un ángel femenino esperaba en el otro extremo del pasillo, con su cabello plateado brillando a la suave luz de cientos de titilantes velas votivas. Un sonido detrás de ella hizo que se volviera a mirar a su alrededor. Al ver quién era el que entraba por las grandes puertas de madera, el ángel se alejó en silencio para esperar dentro de las oscuras sombras de la nave.
—Promenthas, entiendo que deseas hablar conmigo.
—Así es, y sobre un asunto de extrema gravedad —dijo Promenthas con una voz temblorosa de pena e ira—. ¿Cómo te atreves a asesinar a mis sacerdotes?
Ataviado con un caftán de seda fantásticamente bordado y de largas y sueltas mangas, Quar ofrecía un aspecto particularmente exótico y estrafalario en el austero marco de la catedral de Promenthas. Pero Quar no se veía a sí mismo en el gran edificio de mármol gris. Él estaba paseando por su palacio. A sus ojos, era Promenthas quien estaba fuera de lugar, con sus sencillos hábitos grises pobres y deslustrados entre el suntuoso marco de naranjos, fuentes y pavos reales.
Mirando con frialdad a su enojado colega, Quar levantó las cejas.
—Puestos a acusarse unos a otros, ¿cómo te atreves tú a enviar a tus misioneros a intentar convertir la fe de
mi
gente?
—¡Yo no puedo responder por el celo de mis seguidores!
Quar inclinó la cabeza.
—Lo mismo digo.
—¡No había necesidad de masacrarlos! Podrías haber intentado ganártelos para ti —dijo Promenthas con la cara enrojecida de cólera.
—De acuerdo con la nueva creencia que se está extendiendo entre mis seguidores, un
kafir
(un infiel) lleva una vida equivocada que está condenada a terminar en desgracia y tragedia. Al cortar por lo sano dicha existencia miserable, mis fieles consideran que están haciendo un favor al
kafir
.
Promenthas se quedó mirándolo atónito.
—¡Jamás ninguno de nosotros ha propagado una doctrina como ésta! ¡Eso es asesinar en nombre de la religión!
Acariciando con gesto ausente el cuello de un cervato que tenía como mascota en su jardín, Quar parecía divertirse con el asunto.
—Quizá tengas razón —admitió después de algunos momentos de profunda reflexión—. No había mirado el incidente desde ese punto de vista —y se encogió delicadamente de hombros—. Para ser sincero, no me había parado a pensar demasiado en ese encuentro. Estamos hablando de mortales. ¿Qué se puede esperar de ellos, sino que se comporten de un modo estúpido e irracional? Pero, ahora que has llamado mi atención sobre este punto, discutiré el asunto con mi imán y trataré de descubrir quién está enseñando una doctrina tan potencialmente peligrosa.