—¿Quién anda ahí? —preguntó Nedjma.
—Aquel a quien has estado esperando —respondió una voz profunda desde la muralla.
—¡Sond! —exclamó Nedjma indignada, cubriéndose mejor el rostro con el velo y mirando en la dirección de donde había venido la voz, con unos ojos que centelleaban como la estrella que su nombre representaba—. ¿Cómo puedes ser tan insolente? Como si hubiese estado esperándote a ti o a ningún otro hombre… —continuó en tono altivo, poniéndose en pie con la elegancia del sauce que se balancea movido por el viento—. He salido hasta aquí para contemplar la hermosura de la noche…
—Ah, ése es mi deseo también —respondió Sond surgiendo de entre las sombras del follaje.
La hermosa djinniyeh bajó los ojos con candoroso embarazo; luego se volvió —aunque no con gran rapidez—, como si se fuese a ir, dejando accidentalmente que una de sus pequeñas manos revoloteara tras ella. Sond se apoderó de dicha mano y tiró sin esfuerzo de ella hasta envolverla entre sus fuertes brazos. Estrechamente apretada contra el musculoso pecho del djinn, Nedjma habría podido debatirse y gritar pidiendo ayuda, como había hecho ya antes sólo para mantener ansiosos y alertas a sus admiradores. Pero había algo diferente en Sond aquella noche; una pasión feroz destellaba en sus ojos, una pasión que no era posible rechazar.
Una debilidad repentina se apoderó de Nedjma. Durante largo tiempo había estado considerando entregarse al apuesto djinn. Además, forcejear requería tanta energía…, y gritar le irritaba la garganta. Fundiéndose en el cálido abrazo del djinn, Nedjma cerró los ojos, inclinó hacia atrás la cabeza y separó sus brillantes labios rojos.
Sond saboreó la hermosura de la noche; no una vez, sino varias. Cuando ya parecía estar casi embriagado por el vino del amor, liberó reacio de su abrazo a la bella djinniyeh.
—¿Qué tienes, mi vida? ¿Algo te preocupa? —preguntó Nedjma acurrucándose de nuevo contra él con la respiración jadeante—. ¡Mi señor duerme profundamente esta noche!
—Mi pajarillo, florecilla mía —susurró Sond acariciando su pelo color de miel—, yo daría mi vida por estar contigo toda la noche, pero no puede ser. Mi amo me requiere pronto a su lado.
—Sólo has venido a divertirte conmigo —dijo Nedjma dejando caer su bonita cabeza y formando con sus labios un puchero encantador.
—¡Eres cruel! ¡Tú has jugado conmigo durante meses! Pero no. He venido a traerte un regalo.
—¿Un regalo? ¿Para mí?
Nedjma levantó la mirada. Sus ojos parecían dos estanques de luz de luna, tan hermosos que Sond no se pudoresistir a besarla otra vez. Con un brazo en torno a ella, sujetándola con firmeza, sacó de una bolsita que llevaba en su fajín un pequeño objeto y lo puso en las delicadas manos de su amada.
La djinniyeh dio un ahogado gritito de deleite. Era un huevo, hecho de oro puro y decorado con piedras preciosas. No hay djinn ni djinniyeh que pueda resistirse a los objetos materiales del mundo de los mortales; en especial a aquellos que están hechos de metales nobles y hermosas gemas. Es una de sus debilidades y, gracias a ella, los ancianos djinn y, de vez en cuando, algún poderoso mortal consiguen atrapar las almas de los incautos en semejantes artilugios.
—¡Oh, Sond! ¡Es precioso! —suspiró Nedjma—. Pero no puedo aceptarlo.
Sosteniendo el primoroso huevo en su mano, no lo devolvió sino que lo miró con ojos anhelantes.
—Por supuesto que puedes, palomita mía —dijo Sond rozando sus labios contra el mechón de pelo que se había escapado de su velo. Y, cerrando sus dedos sobre la mano que sostenía el preciado huevo, preguntó—: ¿Tienes miedo de mí? ¿De tu Sond?
Nedjma lo miró con timidez desde debajo de sus largas y tupidas pestañas.
—Bueno… —murmuró, bajando la cabeza para ocultar su sonrojo—, tal vez un poquito. Eres tan fuerte…
—No tan fuerte como tu señor —respondió Sond con cierta amargura, dejándole libre la mano—. Tú le perteneces a él. Ningún pobre objeto mío podría albergarte jamás.
—No sé… —vaciló Nedjma, desplegando los dedos para mirar una vez más al fabuloso huevo.
Su oro brillaba a la luz de la luna. Sus gemas parpadeaban y chisporroteaban como los ojos de una doncella llena de picardía.
—¡Es tan maravilloso!
—Y mira —dio Sond exhibiéndolo con el ansia orgullosa de un muchachillo—, mira lo que hace.
Tocando con el dedo un dispositivo oculto, el djinn hizo que el huevo se abriera en dos. Un diminuto pájaro dentro de una jaulita dorada asomó de la mitad inferior de la cascara de huevo. El minúsculo pico del pajarito se abrió, la jaula comenzó a girar y a girar y una dulce y tintineante musiquilla, como un trino de pájaro, se elevó por el aire.
—¡Oooooh
! —exclamó boquiabierta Nedjma, rodeando con sus manos ahuecadas el huevo y el pájaro cantarín que albergaba y estremeciéndose de gozo—. Jamás he visto ni soñado con algo tan exquisito! —dijo llevándose la maravilla contra su pecho—. ¡Lo acepto, Sond! —y, clavando los ojos en los del djinn, Nedjma se humedeció los labios rojos con la punta de la lengua, y, apretando su cuerpo contra el de Sond, cerró los ojos y susurró—: Y ahora, toma tu recompensa…
—Con mucho gusto —dijo una voz cruel.
Nedjma, sin aliento, abrió los ojos de par en par. Su grito se vio cortado por una tosca mano que le tapaba con fuerza la nariz y la boca. La djinniyeh comenzó a forcejear, pero era inútil. Los enormes brazos del
'efreet
la sujetaban sin el menor esfuerzo mientras una mano ahogaba sus chillidos.
—Yo satisfaré tus deseos —dijo Kaug entre malévolas risotadas— con mi propio cuerpo, y no con el de ese débil amante tuyo.
Y, rasgando el corpiño de seda, el
'efreet
pasó sus ásperas manos por los suaves pechos de la djinniyeh. Nedjma se retorcía entre sus brazos ahogada por el terror y la repugnancia.
—Vamos, deja de luchar. ¿Es así como agradeces mi pequeño obsequio?
Los robustos brazos aflojaron un poco su asimiento mientras él bajaba la cabeza para besarla. Con una rápida contorsión de su pequeño cuerpo, Nedjma consiguió liberarse. En sus forcejeos, había dejado caer el huevo de oro. Éste yacía ahora sobre los azulejos del jardín, entre ella y su atacante, resplandeciendo a la luz de la luna y olvidado por completo. Nedjma se cogió las rasgadas vestiduras en torno a sí lo mejor que pudo, mientras su cuerpo comenzaba a brillar trémulamente y a transformarse en una serpenteante columna de humo. Sus ojos refulgían de odio y rencor.
—¡Has violado la santidad del serrallo y puesto tus violentas manos sobre mi persona! —gritó, con su voz tem-blando de miedo y de rabia—. ¡Voy a despertar a la guardia de mi señor! Por haberte atrevido a tocar lo que no es tuyo, te segarán las manos de las muñecas…
—No, mi señora —dijo Kaug inclinándose hacia abajo y recogiendo el huevo dorado que sostuvo delante de ella—. Has aceptado mi regalo.
Los ojos de Nedjma, la única parte de su cuerpo visible a través del humo danzarín, miraban horrorizados a aquel objeto dorado, un objeto hecho en el mundo mortal y por manos mortales. Gimiendo, intentó huir. El humo en que se había convertido su cuerpo flotó por el aire perfumado del jardín. El
'efreet
la observaba indiferente. Con un ligero toque en el dispositivo, Kaug hizo que el huevo se abriera y el pajarito en la jaula saliese cantando de su interior.
El
'efreet
pronunció una palabra de mandato. El humo se agitó en el aire luchando contra una fuerza invisible que tiraba inexorablemente de ella hacia el huevo. Los esfuerzos de Nedjma eran débiles. Kaug era demasiado poderoso y la magia de la djinniyeh no podía competir con la de un
'efreet
.
Lentamente, el ser de Nedjma fue absorbido por el huevo. El viento de la noche se llevó su desgarrado gemido de desesperación a través del jardín sin que nadie lo pudiera oír.
Sond trepaba la muralla del jardín con el corazón palpitándole al ritmo de las palabras del mensaje que había recibido: «Ven a mí, ven a mí…»
Nedjma nunca lo había llamado antes; había preferido atormentarlo y tenerlo en vilo hasta que un día le había concedido un solo beso, ganado tras considerable cantidad de juguetón forcejeo. Pero, la última vez, había habido una mirada en sus ojos a continuación del beso…, una mirada que el experimentado Sond conocía. Ella quería más. El que ahora lo llamara, sólo podía significar una cosa: la había conquistado.
Esa noche Nedjma sería suya.
Escondiéndose entre las gardenias que crecían junto al estanque, su lugar de encuentro habitual, Sond buscó con la mirada a su amada. Ella no estaba allí. Sonriendo, él suspiró. La astuta hurí, por lo visto, lo iba a hacer sufrir hasta el último momento. Avanzando lenta y silenciosamente hasta los azulejos multicolores que rodeaban el tranquilo estanque, la llamó.
—¡Nedjma!
—Ven aquí, amado mío. Mantente oculto, fuera de la claridad de la luna —vino una suave voz en respuesta.
El corazón de Sond latió con fuerza y la sangre se agolpó en su cabeza. Ya se la imaginaba esperándolo en algún oscuro y fragante cenador con su blanco cuerpo arropado por las sombras de la noche y temblando, ansiosa por entregarse a él. Apresurándose en la dirección de donde procedía la voz, Sond irrumpió a través de setos y arbustos, sin preocuparse del ruido que estaba haciendo, pensando sólo en poner fin a la tortura de sus deseos con la más dulce bendición.
En un amparado rincón del jardín, lejos de la morada principal y rodeado por un cerco de pinos, Sond captó un vislumbre de piel desnuda resplandeciendo a la luz de la luna. Brincando por entre una enredada espesura de rosales, estiró los brazos, se llevó la figura hasta él… y se encontró con su cara apretada contra un pecho peludo.
Una risa profunda estalló encima de él. Rabioso y humillado, Sond se echó para atrás, tropezó y cayó sentado en el suelo; al alzar los ojos, vio los crueles y burdos rasgos de un
'efreet
.
—¡Kaug! —exclamó mirando al
'efreet
con una furia que, sabiendo que el poderoso Kaug podía hacer de él una pelota y lanzarla hasta los cielos si quería, no tenía más remedio que ocultar—. ¿Sabes dónde estás, amigo mío? —le preguntó fingiendo preocuparse por él—. ¡Te has metido sin saberlo en el reino de
hazrat
Akhran! Te aconsejo que te vayas antes de que te descubran los guardias del poderoso djinn que aquí mora. ¡Vamos, date prisa! —lo apremió gesticulando hacia la muralla—. ¡Yo me ocuparé de vigilar tu retirada, amigo!
—¡Amigo! —repitió con efusión Kaug poniendo su enorme mano en el hombro de Sond y apretándolo doloro-samente—. Mi buen amigo Sond. Casi más que amigos hemos llegado a ser hace un momento, ¿eh? ¡Ja, ja, ja!
—Ja, ja —rió Sond de mala gana apretando los dientes.
La mano del
'efreet
se aferró con más fuerza a su hombro. El cartílago se retorció, el hueso crujió. El cuerpo había existido en la mente del djinn durante tanto tiempo que el dolor era muy real. Aunque jadeando de dolor, Sond se mantuvo firme en su sitio. Ya podía Kaug arrancarle el hombro, que él se negaba a permitir que el
'efreet
lo viera sufrir.
La afilada hoja del miedo había atravesado a Sond, mucho más penosa que la tortura del
'efreet
. Era obvio que Kaug no había venido aquí por accidente. ¿Cuál era, pues, la razón de su aparición en el jardín en medio de la noche? ¿Qué tenía que ver ello con Sond? O, lo que aún lo asustaba más, ¿qué tenía que ver con Nedjma?
Riéndose otra vez, Kaug le soltó el hombro.
—¡Eres valiente! Me gusta eso, amigo. ¡Me gusta tanto que voy a hacerte un regalo!
Con una fuerte palmada en la espalda de Sond, Kaug dejó el cuerpo del djinn sin aliento y lo envió tambaleándose de cabeza hacia un estanque ornamental.
Sond osciló precariamente al borde del agua. Recobrando el equilibrio, se detuvo un instante antes de volverse, intentando recuperar el aliento y dominar su incontrolable rabia. No era fácil. Su mano se deslizó por sí sola hasta la empuñadura de su cimitarra. Hacerla retroceder requirió un gran esfuerzo físico. Tenía que averiguar qué estaba haciendo Kaug allí. ¿Qué quería decir con eso de un regalo? ¿Y dónde estaba Nedjma? ¡Por Sul, si le había hecho algún daño…!
Los puños de Sond se apretaron. Obligándose a sí mismo a relajarse, hizo varias respiraciones profundas y se volvió hacia el
'efreet
.
—¡Oh, no es necesario un regalo; de verdad, amigo! —dijo Sond haciendo un gesto desaprobador con la mano que manejaba su arma, lo que hizo que ésta se cerniera por unos momentos sobre la empuñadura de su cimitarra—. Haberse ganado la alabanza de alguien tan poderoso como tú es un tesoro de incalculable valor…
—¡Ah! —dijo Kaug sacudiendo la cabeza—. No hagas tan precipitadas afirmaciones, amigo mío. Pues tengo aquí en mi palma un tesoro que sí que es precioso más allá de toda medida.
Desplegando los dedos, el
'efreet
exhibió un objeto que relucía a la luz de la luna. Sond se quedó mirándolo de cerca, receloso y con creciente desconcierto. Era un huevo, hecho de oro con ricas gemas incrustadas.
—Ciertamente, es una rareza —dijo con precaución—, y por tanto un obsequio, con mucho, más allá de mis humildes aspiraciones, amigo mío. Yo no soy digno de un objeto tan precioso.
—¡Ah, amigo mío! —Kaug suspiró con tal violencia que su aliento agitó las hojas de los árboles y produjo ondulaciones en la lisa superficie del estanque—. Todavía no has visto qué objeto tan maravilloso es éste. Observa con atención.
Y, rozando un pequeño resorte, Kaug abrió el huevo. Una jaulita dorada asomó de su interior.
—¡Canta, mi bello pajarito! —dijo el
'efreet
dando unos golpecitos en la jaula con la gran uña de su dedo índice—. ¡Canta!
—¡Sond! ¡Ayúdame! ¡Sond!
La voz sonaba muy lejana pero familiar; tan familiar que el corazón de Sond casi estalló en su pecho. El djinn se quedó mirando con horror al interior de la jaula dorada. Encerrada en ella había, no un pájaro, ¡sino una mujer!
—¡Nedjma!
—¡Amor mío! ¡Ayúdame…!
Sond intentó apoderarse del huevo, pero Kaug, con un diestro movimiento, lo envolvió en su mano y tocó el resorte de cierre, ahogando con ello la desesperada súplica de la djinniyeh.
—¡Déjala ir! —exigió Sond, con una furia que ya no se molestó en ocultar; y, sacando su cimitarra, saltó amena-zadoramente hacia el
'efreet
—. ¡Suéltala o, por Sul, te abriré la garganta de medio a medio!