Los dos Pukahs juntaron sus cabezas, inclinándose ambos contra el espejo.
—Pukah, amigo mío, ¿acaso no tienes tú tanta clase como Sond?
—Más —replicó Pukah con rotundidad.
—Y ¿acaso no eres tan inteligente como Sond?
—¡Más!
—Y ¿acaso no estás tú, Pukah —dijo el joven djinn levantando la cabeza para mirarse de frente a los ojos—, destinado a ser un héroe? ¿No te mereces más que ese gran zoquete, que sólo piensa en su cara bonita y sus anchos hombros, y cuya única ambición en la vida es encontrar una tapia de jardín que no haya escalado antes y un par de piernas con las que no se haya cruzado?
(Hay que señalar aquí que Pukah era de constitución ligera y delgada, con una cara un poco demasiado larga y estrecha para ser considerado en modo alguno guapo, y que sus intentos de intimar con cierta atractiva djinniyeh habían acabado, por tando, en una sonora bofetada en su saliente mandíbula.)
—¡Te lo mereces! ¡Sí, señor! —respondió Pukah con ardor.
—Entonces, Pukah, en tus manos está arruinar los planes de Sond para convertirse en un héroe o, si eso no fuera posible, idear tu propio plan para superarlo a él en heroicidad. Ahora, ¿cómo lo vas a llevar a cabo?
El Pukah que estaba delante del espejo comenzó de nuevo a pasearse de un lado al otro de la cesta. El Pukah que había dentro del espejo hizo lo mismo, juntándose de vez en cuando uno y otro para preguntarse, levantando las cejas, si a alguno se le había ocurrido alguna idea. Sin embargo, a ninguno se le ocurría nada, y el pukah del espejo, al menos, estaba empezando a parece cada vez más abatido.
—Es inútil tratar de disuadir a Usti de que presente esa loca sugerencia a Zohra. El gordo está demasiado entusiasmado con ella. Hasta ha decidido que todo es idea suya. Jamás lograría convencerlo de que la deseche. De modo que dejémoslo ir adelante con ello y que Zohra trame el robo de los caballos. Yo podría ir y decirle a ella que todo es una trampa…
Pukah consideró esto por unos segundos, pero el Pukah del espejo sacudió la cabeza.
—No, tienes razón. Zohra me odia casi tanto como a mi amo. Jamás me creería.
—Pero,
tú
podrías ser el que dijese a Akhran haber descubierto la conspiración —sugirió el Pukah del espejo.
Pukah reflexionó sobre esta sugerencia y, por fin, anunció que, si no lograba pensar en nada mejor, tal vez eso serviría.
—Pero —añadió con desesperación—, debe haber algo que pueda hacer para tirar a Sond de su camello…
—Camello…
Pukah se quedó mirando fijamente a su imagen, que a su vez lo miró fijamente a él; ambos rostros adoptaron un gesto de astucia zorruna.
—¡Eso es! —exclamaron juntos—. ¡Camellos! ¡Zeid!
—Sond y Fedj hacen que dos tribus hagan las paces. ¡Bah! ¿Y qué es eso? ¡Nada! Cualquier niño podría hacerlo si se empeñara en ello. Pero, ¡si
tres
tribus se unieran en la paz…! ¡Eso sí que sería algo! ¡Semejante milagro no se ha dado jamás en toda la historia del desierto de Pagrah!
—¡Quar no se atrevería siquiera a molestarnos!
—¡Kaug saltaría al océano y se ahogaría de pura frustración!
—Akhran será victorioso allá arriba. Los akares serán victoriosos aquí abajo, ¡y todo me lo deberán a mí!
Bailando de placer, Púkah comenzó a hacer cabriolas por toda su cesta, con el Pukah del espejo entregado por igual a las alegres piruetas.
—¡A mí! ¡A mí! ¡A mí! ¡
Yo
sí que seré un héroe! ¡Sond y Fedj serán unos perros comparados con Pukah! Hasta el propio Akhran se inclinará ante Pukah. «¡Sin ti, mi héroe», dirá nuestro dios mientras me toma en sus brazos y me besa en ambas mejillas, «estaríamos perdidos! ¡Yo estaría besando los pies de Quar! ¡Aquí tienes un palacio! ¡Aquí tienes dos palacios! ¡Ahí tienes una docena de palacios y diez docenas de djinniyeh!» ¡Dejemos que Sond juegue sus juegos! ¡Dejemos que haga sus conspiraciones y sus intrigas! ¡Dejemos que piense que ha ganado! ¡Yo le arrebataré el fruto de la boca y éste será mucho más dulce por tener las marcas de sus dientes encima! Ahora, a hacer mis planes. ¿Cómo se llama el djinn del jeque Zeid?
—Raja —informó el Pukah del espejo.
—Raja —murmuró Pukah.
Una vez más, reanudó sus paseos, esta vez tan concentrado en sus pensamientos que olvidó por completo al Pukah del espejo, quien, sin embargo, no lo había olvidado a él sino que siguió sus movimientos paso a paso hasta que la noche cayó y la oscuridad los tragó a ambos.
Espiando desde un agujero del brasero de carbón vegetal que había situado a la entrada de la tienda de su ama, Usti observaba a un joven —o eso era al menos lo que parecía— recorrer a grandes pasos el campamento de Majiid al Fakhar por la mañana temprano. Habían transcurrido casi tres semanas desde la llegada de la primavera al Tel. Las botas del joven estaban polvorientas y sus ropas cubiertas de una fina capa de arena; el
haik
le tapaba nariz y boca. Era evidente que había estado fuera cabalgando en las horas frías del día. Nada raro había en esto. No tenía por qué atraer la atención de nadie. Sin embargo, la atraía, y no eran precisamente miradas halagüeñas.
Algunas mujeres que transportaban leña para cocinar la comida del mediodía se detuvieron y miraron al joven con ojos fríos y hostiles, o susurraron unas a otras antes de reemprender con ligereza su camino. Sus esposos, que estaban por allí discutiendo los méritos relativos de un caballo sobre otro, se miraron entre sí cuando el hombre pasó por delante de ellos y elevaron sus cejas con gesto significativo. Las conversaciones cesaron y los ojos de hombres y mujeres se volvieron hacia la tienda de su califa, quien en ese momento salía, con su halcón en la muñeca, preparado para un día de caza. El djinn vio que el recién llegado estaba consciente de las miradas y, sin duda, oía las palabras susurradas, pues su cabeza se había erguido más alta y sus labios estaban firmemente apretados. Ignorando miradas y murmullos, y sin mirar ni a derecha ni a izquierda sino sólo al frente, el joven siguió caminando a través del campamento.
Su camino lo llevó directamente a pasar por delante del califa, quien lo observaba con un rostro desprovisto de toda expresión. Usti contuvo el aliento. Al acercarse a Khardan, el joven —por primera vez— desvió su mirada de la tienda a donde se dirigía. Las miradas de ambos se cruzaron como hojas de sable; el djinn habría jurado que pudo oír el choque y ver las chispas.
Ni el califa ni el joven hablaron. Este último, con una orgullosa sacudida de cabeza, pasó de largo junto al califa. Khardan siguió su propio camino y cruzó el complejo hasta la tienda de su padre. Las mujeres prosiguieron sus faenas y los hombres reanudaron sus conversaciones; muchos de ellos miraron hacia su príncipe con compasión y respeto, alabando su paciencia y hablando de él como se podría hablar de un mártir a quien están torturando por su fe.
Viendo aproximarse al joven, Usti soltó un gemido y se apresuró a esconder varios artículos frágiles bajo un montón de ropas, para tomar él mismo refugio a continuación en el baño de azulejos hundido que él había forrado con piel de oveja en previsión de tales emergencias.
Al llegar a su tienda, que había levantado tan lejos de la de Khardan como había sido decentemente posible, el joven abrió la cortina de un violento y enojado manotazo. Usti oyó la voz de Zohra.
—¡Poco femenino…! ¡Innatural…! ¡Malditos! ¡Bah!
El djinn se encogió de miedo y gimió otra vez cuando oyó el sonido de algo rasgado por un puñal. Usti aventuró una mirada.
—¡No, señora! ¡Los cojines no!
Demasiado tarde.
Sacando su daga, Zohra la hundió en un cojín de seda que luego rajó de arriba abajo. Por la expresión de su cara mientras lo hacía, al djinn le pareció obvio que, en la mente de su ama, no era un cojín lo que estaba acuchillando. Tirando el maltrecho cojín a un rincón, agarró otro y vol-vio a hundir el arma en su carne de tela; quitándole las entrañas, arrojó el relleno de lana por toda la tienda hasta que ésta pareció haber sufrido el azote de alguna rara tormenta de nieve en el desierto.
—Y todos sabemos quién tendrá que limpiar todo esto, ¿no es así, señora? —protestó para sí el djinn con amargura.
Una y otra vez se lanzó Zohra sobre su enemigo, hasta que no quedó un cojín vivo. Por fin, exhausta, se dejó caer entre los restos de su rabiosa arremetida y se mordisqueó el labio hasta hacerlo sangrar.
—Si este asqueroso matrimonio no termina pronto, ¡voy a volverme loca! —murmuró—. ¡Él tiene la culpa de todo! ¡Se lo haré pagar! ¡Todos pagarán por ello!
La mano de Zohra se cerró sobre el brasero de Usti. Éste, arrojándose de espaldas en su bañera, elevó las manos en un gesto de súplica.
—¡Señora! ¡Te lo ruego! ¡Considera lo poco que queda de mi mobiliario!
Con una sonrisa despectiva, Zohra echó una ojeada dentro del brasero de latón.
—¿Por qué? Si vale tan poco como tú, lloroso montón de boñiga de camello, ¡entonces mejor reemplazarlo por unos cuantos leños y una piel de cabra!
Un sonido silbante, como de aire que escapara de una vejiga inflada, y una vacilante columna de humo que emergió del brasero anunciaron la comparecencia del djinn. Adoptando su obesa y comodona forma humana, Usti se materializó en el centro de la tienda.
Lanzando una amarga mirada a la destrucción reinante, el djinn juntó las manos y saludó, inclinándose tanto como le permitió su redonda barriga.
—Que las bendiciones de
hazrat
Akhran sean contigo esta mañana, delicada hija de las flores —dijo Usti con humildad.
—Que la maldición de
hazrat
Akhran sea contigo esta mañana, trasero de caballo —respondió la delicada hija de las flores con un rugido.
Usti cerró los ojos, tembló y tomó una profunda bocanada de aire.
—Gracias, señora —dijo, volviendo a saludar.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Zohra irritada.
Arrojando el brasero encima de los rasgados cojines, la princesa comenzó a pasearse inquieta a lo largo de la tienda, murmurando para sí misma y enroscando un mechón de cabello entre los dedos.
—Si la señora se acuerda —comenzó el djinn, repitiendo con cuidado lo que él y Sond habían estado preparando la noche anterior—, me encargó idear un plan con el que poder librarnos de la presente e intolerable situación.
Zohra miró al djinn.
—¿Yo te encargué? ¿Idear un plan? ¡Ja!
Echándose hacia atrás la negra cabellera, Zohra detuvo su vagabundeo justo lo suficiente para sacar un joyero dorado de entre el tejido rasgado y el relleno de lana.
—Tal vez fue un malentendido por mi parte, señora —tartamudeó Usti.
—Tal vez lo fue —se burló la señora—. La última orden que recuerdo haberte dado fue…
—¡Ya…, ya recuerdo! —cortó Usti con el sudor chorreando de su frente—. Y puedo asegurar, señora, que tal cosa es físicamente imposible, incluso para seres como nosotros cuyos cuerpos, por decirlo así, carecen de sustancia material…
Levantando el joyero de una manera alarmante, Zohra calculó la distancia de tiro entre ella y el djinn.
—¡Por favor! —jadeó Usti—. ¡Si tuvieses a bien escucharme tan sólo!
—¿Otra de tus imbéciles especulaciones? ¿Alfombras voladoras? ¿Vejigas de cerdo infladas con aire caliente que viajan a través de las nubes? O tal vez mi plan favorito: ¡poner alas a las ovejas para que puedan volar
ellas
hasta nosotros!
Con sus ojos en el joyero, Usti tragó saliva. Sacando un pañuelo de seda, comenzó a secarse la frente.
—Yo…, yo… —las palabras se escurrían de su mente como el aceite de un jarro.
—¡Habla! —dijo Zohra levantando el joyero, que brillaba a la luz.
Usti alzó su rollizo brazo en defensa y, cerrando los ojos, soltó su mensaje de un tirón.
—¡A mí me parece, señora, que si necesitamos caballos deberíamos tomarlos!
El djinn se acurrucó contra el suelo, esperando que el joyero aterrizase de un momento a otro sobre su cabeza.
Nada sucedió.
Vacilante, Usti se arriesgó a levantar los ojos hacia su ama.
Ésta estaba pasmada, mirándolo con unos ojos como platos.
—¿Qué has dicho? —preguntó con tono suave.
—Repito, señora —contestó el djinn bajando el brazo con gran dignidad—, que si deseamos caballos deberíamos cogerlos.
Zohra parpadeó; el joyero se deslizó de sus manos yendo a caer entre la lana que cubría el suelo. Ella se quedó mirando, sin ver, hacia el exterior de la cortina de entrada.
—Después de todo, eres la primera esposa del califa —continuó Usti, introduciendo su argumento tal como sugiriera Sond—. Cuanto es de él es tuyo, ¿no es así?
—Pero yo ya le pedí los caballos y él se negó —musitó Zohra.
—
Ese
fue tu error, señora —dijo Usti con viveza—. Aunque demos limosnas, ¿quién de nosotros siente de verdad respeto por el mendigo?
Por un momento, el djinn pensó que había ido demasiado lejos. El rostro de Zohra adquirió un color rosado oscuro, y la llama de sus ojos casi quemó al inmortal sirviente. Con gesto enojado, cogió el joyero de nuevo, y Usti se preparó para buscar refugio en su brasero. Pero entonces vio que la cólera de Zohra se había vuelto hacia sí misma.
Retirándose el negro cabello de la cara, ella miró al djinn con reticente respeto.
—Sí —admitió—. Eso fue un error. De modo que me estás proponiendo que tome lo que es mío por derecho de matrimonio. No creo que mi esposo vea las cosas de la misma manera.
—Señora —dijo Usti con seriedad—, lejos de mí el querer perturbar una unión hecha en el cielo. Tu noble esposo tiene muchas preocupaciones. Es de la mayor importancia que no ocasionemos a Khardan ni un momento de ansiedad. Sugiero, por tanto, con el fin de ahorrarle todo malestar, que obtengamos los susodichos caballos durante la noche, cuando sus ojos estén cerrados por el sueño. Cuando se despierte, por la mañana, los caballos habrán desaparecido y ya no valdrá la pena llorar sobre leche de yegua derramada. Entonces, con el fin de seguir ahorrándole todo dolor, le diremos que los caballos fueron robados por el jeque Zeid, ese hijo de camella.
Zohra ocultó su sonrisa tras el velo de su negro cabello.
—¿Y no encontrará mi noble esposo cierta incongruencia en nuestro relato cuando vea a nuestra gente cabalgando a lomos de unos caballos que deberían estar a cientos de kilómetros hacia el sur?