Todos iban bien armados de espada y daga. Sus ojos, apenas visibles entre las prendas faciales, brillaban con la dureza y frialdad del acero que llevaban. Cada uno sabía que, si los cogían, sería una lucha a muerte. Pero todos estaban dispuestos, ansiosos por correr ese riesgo. Por fin se iban a desquitar de sus enemigos asestándoles un golpe en el corazón.
—¡Y yo digo que tú no deberías ir, hermana! —susurró una voz que silbó en la oscuridad—. ¡Es peligroso!
—Y yo digo que voy, o ninguno de vosotros da un paso de este lugar.
—Tú eres una mujer, y no está bien.
—Sí, soy una mujer. ¿Y quién de vosotros, hombres, llevará a cabo la magia necesaria para mantener a los animales tranquilos hasta que los hayamos alejado del campamento? ¿Tú, Sayah? ¿Tú, Abdullah? ¡Ja!
Envolviéndose la cara en su máscara negra, Zohra se retiró, dando por terminada la discusión. Los jóvenes guerreros, apiñados en un corro de hierba alta y frondosa que crecía alrededor del agua del oasis, sacudieron la cabeza. Pero ninguno de ellos prosiguió con la discusión.
La magia de Zohra, sin duda, sería esencial para ellos a la hora de manejar los caballos, sobre todo considerando que pocos de aquellos hombres habían cabalgado alguna vez. La mayoría de ellos habían pasado toda la semana observando con disimulo a los
spahis
: viendo cómo montaban a los animales, escuchando las palabras que utilizaban para darles órdenes, tomando nota de la frecuencia con que los alimentaban y abrevaban, y así. La única cuestión que quedaba por contestar para los hranas era cómo reaccionarían los caballos ante gente extraña. Y aquí era donde la magia de Zohra podía ser de gran ayuda, esto y su conocimiento de los animales. Ellos sabían que su presencia era valiosa, pero, de poder elegir, la mayoría de los hranas antes se habrían adentrado en el desierto con una bolsa llena de serpientes que con la imprevisible y caprichosa hija de su jeque.
—Muy bien, puedes venir —susurró no de muy buena gana Sayah—. ¿Todos listos?
Hermanastro de Zohra, unos pocos meses más joven que ella y todavía soltero, Sayah había sido elegido por los hranas para la operación. Frío y calculador, la exacta antítesis de su impulsiva hermana, Sayah era valiente también, habiéndose librado una vez de un lobo hambriento con sus solas manos. Como el resto de los hranas, se había visto obligado más de una vez a contemplar con impotente rabia cómo los cuatreros de Majiid se abalanzaban sobre ellos con sus veloces caballos y robaban lo mejor de su ganado. Sayah tenía algunos planes propios respecto a los caballos que estaban a punto de conseguir; planes que juzgó más sensato no mencionar a su hermana, ya que todos ellos terminaban en la muerte de su esposo.
Tras recibir ansiosas y decididas respuestas a su pregunta, Sayah asintió satisfecho. A una señal suya, la banda de ladrones se deslizó sobre la hierba hacia el lugar donde ataban a los caballos durante la noche. Detrás de ellos, el campamento soñaba en un silencio que les habría parecido innatural si se hubiesen parado a considerarlo. La noche estaba demasiado quieta, demasiado tranquila. Ningún perro ladraba. Ningún hombre reía. Ningún niño lloraba. Ninguno de los
batir
reparó en ello, sin embargo; o, si lo hicieron, lo atribuyeron a la opresión de la tormenta que se avecinaba.
La lluvia había cesado, pero su olor permanecía en el denso e irrespirable aire. La noche era mas oscura de cuanto ninguno hubiera creído posible; los cuatreros no podían siquiera verse el uno al otro mientras caminaban casi sin ruido sobre la hierba.
—¡Ciertamente Akhran está con nosotros! —murmuró Zohra a su hermano.
—Tienes razón, hijo mío —rugió Majiid—. ¡La venida de esta extraña tormenta es prueba de que
hazrat
Akhran nos está ayudando a proteger lo que es nuestro!
—¡Sssh, padre! Guarda silencio —susurró Khardan.
El califa estiró la mano para acariciar el cuello de su tembloroso caballo. La criatura se movía intranquila pero permanecía silenciosa, obedeciendo el mandato sin palabras de su amo. Todos los caballos estaban nerviosos y excitados por la presencia de los hombres en medio de ellos, sintiendo la tensión de la batalla en ciernes. Cualquier experto jinete que se aproximase a la manada habría notado el inquieto escarbar y el movimiento de cabezas y se habría puesto al instante en guardia. Khardan contaba con el hecho de que Zohra y sus
batir
eran demasiado inexpertos en asuntos de caballos para apreciar que algo andaba mal.
De pie junto a su padre y rodeado por los otros akares —cada uno de ellos armado no sólo de acero sino también de una antorcha embadurnada de aceite—, Khardan podía sentir el alto y musculoso cuerpo de Majiid temblando de cólera y violencia contenidas. Khardan había dado la noticia de la incursión a su padre tan sólo unos momentos antes de salir al encuentro de los ladrones. Tal como su hijo había previsto, Majiid había cogido una rabieta tal que Sond había tenido que sujetarlo por los codos o el jeque se habría precipitado por el campamento y habría degollado a Jaafar en el acto y en el sitio. Después de mucho forcejeo, Sond y Khardan habían obligado al anciano a escuchar su plan y él, por fin, lo había aceptado, con la condición de que sólo a él le estaría permitido pasar por el acero a Jaafar.
En cuanto a Zohra, Majiid declaró que era una bruja y que debían encargarse de ella según la ley, sugiriendo varios castigos apropiados, el más piadoso de los cuales era lapidarla hasta morir.
Khardan sintió la mano de su padre encima de la suya. Era la señal muda, pasada de un hombre a otro, de que los exploradores habían detectado la presencia de los
batir
. Temblando de ansiedad y excitación combativa, Khardan estiró el brazo y apretó la mano del hombre que había agachado junto a él, el cual preparó el pedernal con el que encendería la antorcha.
Khardan contuvo la respiración, concentrándose para oír el suave deslizar de los pies sobre el suelo de roca. Entonces, sus músculos se tensaron. No había oído, sino que había olido algo.
Jazmín.
Frotando aprisa el pedernal, lo acercó a la tea. El aceite irrumpió en llamas. Majiid, blandiendo su antorcha llameante, lanzó un grito sobrecogedor y saltó sobre su caballo de guerra. Asustado por la súbita proximidad del fuego, el animal se encabritó, pataleando en el aire con sus cascos delanteros. Tratando de alcanzar su propio caballo, Khardan escapó por muy poco de recibir una coz en la cabeza; y, por los simultáneos sonidos de un quejido y un golpe sordo que se oyeron, comprendió que uno de los
batir
no había tenido la misma suerte.
A una señal de su jeque, el resto de los akares encendieron las antorchas y brincaron sobre los lomos de sus caballos con las cimitarras resplandeciendo a la luz de las llamas. Los hranas, a pie y completamente a merced de los jinetes, sacaron sus propias armas y se lanzaron sobre el enemigo con una mezcla de amarga cólera y decepción ante su fracaso.
La luz y el ruido atrajeron la atención del campamento, la mayoría de cuyos ocupantes habían estado yaciendo en espera, a la escucha. El djinn Fedj hizo su aparición en medio de una explosión. Sond salió a su encuentro.
—¿Qué le estáis haciendo a mi gente? —vociferó Jaafar, corriendo desde la tienda de una de sus esposas con su blanco camisón de noche agitándose en torno a sus desnudos tobillos.
—¡Te diré lo que estoy haciendo! ¡Voy a asarte despacio sobre un fuego de brasas, fornicador de ovejas! —gritó Majad soltando espuma por la boca.
Espoleando los flancos de su excitado caballo, Majiid cargó directamente contra Jaafar y le lanzó una barrida con su sable que podría haber enviado al jeque a atender las ovejas de Akhran de haber dado en el blanco. Pero, deslumbrado por las antorchas, Majiid calculó mal y su acero silbó por encima de la indemne cabeza de Jaafar.
Dando la vuelta a su caballo, Majiid volvió a la carga al galope.
—¡Has mandado a la bruja de tu hija y sus demonios a robar mis caballos!
—¡Saborea tu propio veneno! —gritó Jaafar.
Con inesperada agilidad, el menudo hombrecillo esquivó la sañuda embestida de Majiid. Agarrando la pierna del jeque cuando su caballo pasaba por delante, Jaafar derribó a Majiid de su montura. Ambos cayeron rodando por el suelo del desierto, con sus puños en frenética actividad y con grave peligro de ser arrollados por los enloquecidos caballos.
Khardan, tras la primera señal, se mantuvo al margen de la lucha. Cargando a través de la multitud, con su antorcha sostenida en alto, recorrió con los ojos cada una de aquellas figuras vestidas de hábito negro, mientras arremetía con su llama contra todo aquel que se ponía en su camino. Por fin encontró a la que buscaba. Más delgada que el resto, y moviéndose con una gracia inconfundible, aquella figura, daga en mano, se enfrentaba encarnizadamente con un oponente cuyo sable había de cortarla en dos en cuestión de segundos.
—¡Mía! —gritó el califa azuzando al galope a su caballo.
Khardan se interpuso entre el atacante y su víctima, y abatió el brazo del hombre con un golpe dado de plano. Inclinándose hacia el otro lado, cogió a Zohra por la cintura, la levantó —mientras ella se debatía, pataleando y chillando— y la colocó sobre su montura.
—¡La muerte no me robará la oportunidad de verte humillada, esposa! —exclamó Khardan con una sonrisa irónica.
—¿Ah, no? —murmuró con rencor Zohra.
Con la cabeza colgando hacia abajo y luchando por liberarse, ella levantó su puñal.
Khardan vio brillar la hoja y extendió la mano para aferrarla. Su caballo se desplomó bajo ellos y luchó por ponerse en pie de nuevo.
—¡Condenada seas! —juró el califa sintiendo un dolor lacerante en la pierna.
No pudo alcanzar el cuchillo, pero sí una masa de tupido pelo negro. Agarrándola firmemente, Khardan tiró con violencia de la cabeza de Zohra hacia atrás. Ésta, chillando de dolor, soltó el cuchillo, pero, con una rápida contorsión, clavó con furia los dientes en el brazo de su esposo.
Los caballos se precipitaban de aquí para allá en torno a ellos. Las espadas refulgían a la luz de las antorchas. Teas ardientes golpeaban con violencia cabezas humanas; jinetes eran arrastrados fuera de sus monturas; brillantes hojas de acero entrechocaban con estruendo en medio de la noche. En los alrededores de la batalla, las mujeres gemían y suplicaban mientras sus niños lloraban aterrorizados. Nadie oía sus llantos. La confusión reinaba y la razón estaba obnubilada por el odio; sólo había ira y sed de matar.
Sond y Fedj se batían con sus gigantescas cimitarras, habiéndose asestado ya más de cien tajos en su carne inmortal. Majad estaba estampando contra el suelo la cabeza de Jaafar. Sayah libraba feroz combate con Achmed, el hermano de Khardan, sin que ninguno cediera ni ganase un palmo de terreno y reconociendo cada uno en su oponente el buen hacer de un valiente guerrero.
Nadie oyó, en medio de la confusión, el tintineo de los cencerros de camello. Sólo cuando un deslumbrante resplandor de rayo iluminó a un
meharista
se dieron cuenta las tribus en litigio de que había un extraño entre ellas.
A la vista de él, las mujeres cogieron con presteza a sus niños y corrieron a buscar el abrigo de sus tiendas. Los impactos del acero y los gruñidos y gritos de los combatientes se fueron callando poco a poco a medida que, uno a uno, los hranas y los akares volvían aturdidos los rostros para ver lo que ocurría.
Las llamas de las antorchas, vacilando con el creciente viento que precedía a la tormenta, revelaban una figura baja y rechoncha envuelta en rico tejido y sentada sobre uno de los veloces camellos de carrera cuya valía era famosa en todo el desierto. La luz se reflejaba en la plata y turquesa de una magnífica silla de montar, centelleaba en las borlas de seda carmesí que colgaban en torno a las rodillas del camello y resplandecía intensamente en el dorado tocado, con incrustaciones de piedras preciosas, que adornaba la cabeza del animal.
—¡
Salaam aleikum
, amigos míos! —irrumpió una voz—. Soy yo, Zeid al Saban, y he sido enviado por
hazrat
Akh-ran para ver lo que no podía creer: a vosotros dos, acérrimos enemigos, unidos ahora a través del matrimonio y viviendo juntos en paz. La vista de tan hermosa hermandad como tengo la suerte de presenciar aquí, en este momento, hace que se me salten las lágrimas de los ojos.
El jeque Zeid elevó las manos al cielo.
—¡Loado sea Akhran! ¡Es un milagro!
—Loado sea Akhran —murmuró Majiid secándose la sangre de la boca.
—Loado sea Akhran —repitió medio desfallecido Jaafar, escupiendo un diente.
—¡Loado sea Pukah! —exclamó el irreverente djinn, surgiendo de la arena delante del camello—. ¡Todo esto es debido a
mí
!
Nadie prestó atención al joven djinn. Los ojos de Zeid estaban en el cielo. Majiid y Jaafar tenían sus ojos al uno en el otro. Ambos jeques desconfiaban de Zeid tanto como se odiaban entre sí o más. Líder de una gran tribu de nómadas que vivía en la región sur del desierto de Pagrah, aquella baja y rechoncha figura elegantemente sentada en su
mehari
era rica, astuta y calculadora. Aunque el desierto era su hogar, su comercio de camellos llevaba al jeque Zeid a todas las más importantes ciudades de Tara-kan. Era cosmopolita, versado en las costumbres del mundo y su política, y su pueblo superaba en una proporción de dos a uno a las tribus de Jaafar y Majiid por separado.
Montados en rápidos
meharis
, los aranes eran feroces y mortíferos luchadores. En las últimas épocas habían corrido rumores de que Zeid, aburrido de sus posesiones en el sur, había estado pensando en extender su fortuna amenazando a las tribus del norte, obligándolas por la fuerza a reconocerlo como
suzerain
—Señor Supremo— y pagarle tributo. Esto, naturalmente, estaba en las mentes de los otros dos jeques y pasó, sin palabras, de uno a otro mientras intercambiaban sombrías miradas. Dos acérrimos enemigos se convirtieron de pronto en aliados a la fuerza.
Empujando a Pukah a un lado de su camino, los dos jeques se apresuraron a presentar sus respetos al visitante, ofreciéndole la hospitalidad de sus tiendas. Detrás de ellos, sus tribus observaban con recelo, armas en mano, a la espera de alguna señal por parte de sus líderes.
Zeid recibió a los jeques con toda naturalidad y cortesía. Aunque solo en medio de aquellos que él sabía que eran sus enemigos, el jeque sureño no estaba preocupado. Aun cuando sus intenciones hubiesen sido hostiles y se las hubiese hecho saber, su condición de invitado lo habría hecho inviolable. Según la antigua tradición, el invitado podía permanecer tres días con su anfitrión, quien debía, durante dicho tiempo, brindarle hospitalidad, empeñando su vida y las de su tribu para protegerlo de cualquier enemigo. Al término de los tres días, el anfitrión debía además proporcionar escolta segura a su invitado durante la distancia de un día de viaje.